Capítulo II.
La selección de las lecturas. Negociaciones y marcos de referencia en la
construcción de la literatura costarricense, 1950-1980

Introducción

Este capítulo plantea que la crítica literaria publicada en la prensa enfatizó sus lecturas de la literatura costarricense en un conjunto específico de escritores y obras. En esta “selección”, los críticos valoraron los textos por su relación con “los clásicos” y por su grado de verosimilitud, aspectos que también eran construcciones de lo que se asumió como “la tradición literaria” y “la realidad nacional”. Para argumentar nuestra propuesta, en esta sección respondemos a las preguntas: ¿cuáles fueron los conflictos de definición, los marcos de referencia y las instancias de legitimación que generaron tensiones y negociaciones al interior del campo literario costarricense durante 1950-1980?, ¿cómo se definieron categorías determinantes para la puerta de entrada del campo literario, tales como literatura costarricense, y en qué contexto estético-político se entendieron estas tomas de posición en el período de estudio?, ¿cuáles fueron las razones que explicaron la selección de un conjunto de escritores, obras y géneros literarios en el período de estudio? y ¿cuáles fueron las instancias portadoras de legitimación en la literatura costarricense y cómo se posicionaron en las discusiones del campo literario en el período de estudio?

Las negociaciones del concepto literatura costarricense priorizaron un realismo tradicional que para la época era cuestionado por las nuevas estéticas latino y centroamericanas. Incluso, los escritores costarricenses que publicaron en estas décadas desarrollaron intereses temáticos y estilísticos distintos a las validaciones de la crítica. Todo ello sucedió, en gran parte, porque los críticos tomaron el costumbrismo como un horizonte de expectativas para evaluar desde esta corriente lo “auténticamente” literario y nacional. En ese sentido encontraremos que los mismos personajes, lenguajes, espacios y mensajes moralizadores de las obras costumbristas se buscaron en las novelas realistas.

Estos esquemas interpretativos terminaron por elaborar “tipos nacionales” de la sociedad costarricense. La imagen recurrente en los discursos literarios fue la vida campesina naturalizada como apacible y agónica, sin posibilidades de actuar sobre ella. El sujeto político que derivó de estas construcciones se definió por su pobreza material, destino trágico y redención, caracterizaciones que desde nuestro punto de vista encubrían las desigualdades en el mundo rural provocadas por “la modernización” del Estado y el conflicto agrario en ese período.

La problemática en estudio la desarrollamos en tres secciones generales. La primera describe las principales instituciones que se crearon en 1960-1980 con la finalidad de visibilizar su participación en el campo literario, tales como la Editorial Costa Rica, los premios nacionales, el Ministerio de Educación Pública y el Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes, las Escuelas de Literatura, la Academia Costarricense de la Lengua y el Instituto Costarricense de Cultura Hispánica y otras editoriales. En este apartado también nos concentramos en el papel de la crítica periodística e identificamos a los exponentes protagónicos en estas discusiones.

La segunda sección contextualiza las estéticas latino-centroamericanas en relación con la crítica costarricense, específicamente en las novelas incorporadas al canon, y explica las razones

de su escogencia. Finalmente, el último apartado compara estos criterios de selección con los discursos utilizados para justificar “los clásicos” nacionales y expone el debate de la continuidad o la ruptura con la tradición como una retórica para validar las obras.

Un Estado en expansión: breve repaso a la Costa Rica después de 1948

La periodización 1950-1980 ha sido frecuentemente utilizada en las investigaciones académicas para explicar una nueva etapa en Costa Rica. En general, la delimitación inicia con la llegada al poder del grupo político triunfante del conflicto armado, el Partido Liberación Nacional, que a lo largo de este período (interrumpido solo en 1958-1962 por Mario Echandi y en 19781982 por Rodrigo Carazo) construyó el blindaje de un Estado Benefactor o Intervencionista. Como parte de este encuadre temporal, los procesos estudiados se concluyen en 1980, principalmente porque los estragos de la crisis económica condujeron al declive del modelo estatal.

En este escenario global, entendemos a la literatura como un terreno para la construcción de imaginarios sobre el “ser” y la “nacionalidad” costarricense de esta nueva etapa. Así como las novelas nacionales de América Latina157 y las obras literarias de Costa Rica158 en el siglo XIX acudieron al discurso del erotismo y la familia patriarcal, respectivamente, para transmitir el proyecto político de un Estado en formación; las lecturas de los críticos llegaron a interpretar las obras literarias como “espejos de la realidad” y en sus intentos por definir la literatura auténticamente costarricense terminaron por moldear un sujeto político. Era la estética realista, a pesar de las innovaciones del realismo mágico en el período, la que validaba los símbolos nacionales de la literatura.

Esos esfuerzos interpretativos por definir el “alma nacional” desde el campo cultural159 se pueden asociar con las aspiraciones de un Estado en expansión. Para entonces, era la Costa Rica de la “Segunda República”, con una nueva Constitución Política y una progresiva institucionalización de los servicios públicos, nacionalización de la banca, ampliación del sistema educativo, crecimiento demográfico y diversificación de la estructura productiva160. Un Estado cuyos intelectuales, discursivamente, anunciaron la ruptura categórica con la “oligarquía tradicional” para dar paso a la modernización de la agricultura, el desarrollo de la industria y el ascenso de los sectores medios.

Para nuestros efectos, dos aspectos de estas transformaciones sociales quedaron plasmados en las discusiones literarias. La definición de literatura costarricense se entrelazó con la capacidad del escritor para “retratar” la “esencia” de la patria, habitualmente vinculada con el campesino desvalido y su vida apacible. De ello se desprende que estas imágenes nacionales recuperaron al campesino y su sufrimiento según una óptica folclórica, con la intención de amortiguar las tensiones de la “modernización” agraria, concretamente expresadas en la concentración de tierras, la desigualdad competitiva y el precarismo del período 19501978161. Estos hechos provocaron despojos de fincas, invasiones ilegales, migraciones y, por ende, enfrentamientos entre el mundo rural y el Estado.

En este orden de acontecimientos, el segundo aspecto del contexto presente en la validación de los textos fue la filtración ideológica (o no) de la izquierda. En la “fundación” de este nuevo Estado había quedado claro que el comunismo (y sus afines) estaba excluido de la esfera pública y de la “nacionalidad” costarricense, tema desarrollado con profundidad en el siguiente capítulo. De momento destacamos que la ilegalización del partido, las persecuciones, los exilios y las censuras fueron manifestaciones

tácitas de esta represión. La reacción anticomunista, alimentada por las profundas divisiones políticas del 48, adquirió fuerza ante la sospecha de que las movilizaciones campesinas descritas anteriormente estaban comandadas por líderes comunistas, interesados desde la clandestinidad en desestabilizar el sistema.

En medio de esta polarización ideológica, resultaba problemático el reconocimiento de los escritores comunistas. Más aún cuando había que admitir que la tradición literaria se estaba construyendo sobre los clásicos de finales del siglo XIX y la generación del 40, hitos considerados como las etapas fundacionales de la literatura nacional. Fue sobre este “pasado literario”, adaptado a las necesidades de las décadas de 1960-1980, del que se extrajeron los tipos nacionales. Esta vez despolitizados y desarmados de todo espíritu combativo que pudiera comprometer la estética del Estado.

Visto de esta manera, el Estado en expansión se acompañó de una serie de construcciones discursivas que delinearon los rasgos constitutivos de la nacionalidad. Los críticos, en calidad de evaluadores, se encargaron de definir los esencialismos aportados desde la literatura en este proceso. El sustento literario de esta “nueva época” no se basó en una ruptura radical con el pasado, sino que más bien acudió a la reinterpretación “de nuestras raíces” y a la función de la literatura en la reproducción de “valores propios”, una función medida a partir del contenido realista de sus temas y el uso del lenguaje “criollo”.

Este Estado que canalizó los cambios de su modelo a través de políticas económicas y sociales162, también intervino en el campo cultural con políticas de mecenazgo163. En el terreno de la literatura, podemos plantear que las valoraciones de los críticos formaron parte de un “auge creciente”164en la producción literaria. Tal y como lo describimos a continuación, el impulso otorgado a las letras nacionales fue promovido por un circuito institucional creado específicamente en este período para publicar, difundir y reconocer a la literatura costarricense.

Circuito institucional de la literatura costarricense: publicación, difusión y reconocimiento

En el período 1960-1980 identificamos un circuito de instancias estatales destinadas a la promoción de la literatura costarricense (ver el diagrama 1). Cada una de ellas la entendemos como un espacio institucional que dentro del campo literario165 contribuyó a la validación de escritores y obras, mediante homenajes, becas, publicaciones y premiaciones. Con distintas cuotas de poder, los capitales simbólicos otorgados por estas instituciones establecieron cánones literarios, a través de los cuales aceptaron ciertos corpus más que otros y disputaron los mismos valores del reconocimiento. En el área de la literatura, las entidades específicas fueron la Editorial Costa Rica, los premios nacionales, el Ministerio de Educación Pública y el Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes. Estas, a su vez, coexistieron con instancias marcadamente académicas como las editoriales universitarias, las Escuelas de Literatura, la Academia Costarricense de la Lengua y el Instituto Costarricense de Cultura Hispánica. A continuación, ofrecemos una descripción general de su participación en nuestro objeto de estudio.

El recorrido lo iniciamos con la creación de la Editorial Costa Rica en 1960, primera Editorial del país con subvención estatal y responsable de asumir el costo total de la publicación, distribución y venta del libro. Esta institución se encargó de recuperar obras del pasado, publicar autores noveles y publicitar las ediciones en medios como la prensa y las revistas culturales. Además, premió la obra de los escritores en tres categorías: Premio Editorial Costa Rica (por género literario), Premio Carmen Lyra (en literatura infantil) y Premio Joven Creación. Este último reconocimiento lo entregó en conjunto con la Asociación de Autores de Obras Literarias, Artísticas y Científicas, agrupación adjunta a la ley de creación de la Editorial y a través de la cual se eligieron representantes de esta166.

Seguidamente, hacia 1961 el Estado aprobó el reconocimiento de la creación artística y la investigación científica con los premios nacionales. Para nuestros efectos, los escritores pudieron aspirar a distinciones por su trayectoria en el campo cultural (Premio Magón) o por la publicación de obras específicas en novela, cuento, teatro, ensayo (Premio Aquileo J. Echeverría). Al igual que la Editorial, esta instancia de legitimación entró en polémica por el grado de compromiso que implicaba premiar a escritores afines con las ideas de izquierda o con los postulados del partido oficial.

En este conjunto de instituciones literarias, el Ministerio de Educación Pública tuvo una participación significativa. Para los programas de estudio en el área de Español, seleccionó obras según la categoría de lecturas obligatorias y complementarias. Mantuvo correspondencia con la Editorial Costa Rica para informar sobre los textos requeridos en los cursos lectivos, e incluso, en tiempos de crisis económica de la Editorial, sus solicitudes se convirtieron en prioridad debido a la venta segura de las obras. El procedimiento utilizado por la institución para seleccionar las lecturas permaneció desconocido, pero, en general, se justificaron por ser textos o escritores representativos de la “cultura nacional”167.

Hacia 1963, el Estado creó la Dirección General de Artes y Letras, antecedente del Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes (1971). Este organismo estimuló el campo de las letras, mediante la asignación de “becas de taller”, cuya ayuda económica financiaba durante seis meses la creación artística del becario168. En compañía con la Editorial Costa Rica y la Asociación de Autores, promocionaron los Juegos Florales para premiar a los artistas en literatura, arte y música, y recomendar la publicación, exposición y grabación de las obras galardonadas a las instituciones correspondientes169.

Por su parte, en la década de 1970 el Ministerio de Cultura ofreció fundamentalmente posibilidades de difusión. A través de revistas literarias como Letras Nuevas (1971), Tertulia (1971) y Papel Impreso (1974), permitió la publicación de obras inéditas o fragmentos de ellas, entrevistas, reseñas y artículos de opinión sobre temas culturales. También contó con el Departamento de Publicaciones (1971) y el Instituto Costarricense del Libro (1982), los cuales llegaron a representar una competencia declarada para la Editorial Costa Rica, debido a la captación de recursos estatales y a la coincidencia en los escritores publicados. No obstante, las publicaciones de estos organismos tuvieron una línea biográfica y antológica170.

En el campo editorial entraron en escena una serie de editoriales, tales como Editorial Universitaria Centroamericana (1970), Editorial Universidad de Costa Rica (1975), Editorial Universidad Nacional (1976), Editorial del Instituto Tecnológico (1978) y Editorial Universidad Estatal a Distancia (1979). De ellas, sabemos que solo EDUCA representó una amenaza para la Editorial Costa Rica, ya que al abarcar espacios geográficos como Centroamérica, Panamá, México, Suramérica, Estados Unidos y España, ofrecía a los escritores un mercado de distribución y comercialización más amplio171. Las otras editoriales, en cambio, se concentraron en la publicación de investigaciones académicas y textos universitarios en el medio nacional172.

En estos años también se fundaron las escuelas universitarias de literatura. En 1973 en la Universidad Nacional con el nombre de Escuela de Literatura y Ciencias del Lenguaje y en 1974 en la Universidad de Costa Rica con el nombre de Escuela de Filología, Lingüística y Literatura, que había funcionado como Departamento en la Facultad de Ciencias y Letras desde 1957. Con los programas de los cursos en las carreras de Enseñanza del Español y Filología, incursionamos brevemente en aspectos como concepciones generales de la literatura y periodizaciones de la historia literaria.

Finalmente, conocemos la participación de la Academia Costarricense de la Lengua (1923) y del Instituto Costarricense de Cultura Hispánica (1952). La primera tuvo un papel en el campo literario en tanto permitió la incorporación de autores consolidados a la nómina, y otorgó con ello, honorabilidad a la trayectoria del escritor consolidado. El segundo, por su parte, constituyó un espacio para la enseñanza del castellano y la divulgación del conocimiento mediante homenajes a escritores, conferencias, convocatoria a becas, recitales, conmemoraciones y cursos de estilo y redacción.

El circuito esbozado anteriormente representó las formas de legitimación institucional de la literatura costarricense. Los mecanismos empleados para dicha legitimación fueron la publicación, la difusión y el reconocimiento de la actividad artística. Sin embargo, el material localizado de cada una de las instancias solo nos permitió esclarecer las líneas generales de su participación en el período de estudio. Con el objetivo de reconstruir las normas de aceptación en el mundo literario, acudimos al estudio de una instancia de legitimación determinante en la definición de pautas: el crítico. Tal y como lo explicamos en el siguiente apartado, a través de sus artículos de prensa y publicaciones establecieron los acuerdos generalizados para la construcción del canon literario costarricense.

Diagrama 1. Circuito institucional literario, 1960-1980

Fuente: Elaboración propia a partir del anexo 7,Memorias y Documentos de la sección Bibliografía y Cuevas, 90-100, 114-121 y 144-148.

“Sin crítica no hay difusión del arte ni de la literatura”173. El crítico, intermediario en la construcción del escritor y su obra

En la construcción de la literatura costarricense participó un agente clave en las valoraciones del escritor y la obra: el crítico literario. Estos intermediarios funcionaron como productores de significaciones que, al ofrecer juicios e interpretaciones de los textos, formaron parte de la dinámica del campo literario174. De acuerdo con la reflexión del concepto, en este campo convergieron relaciones de fuerza entre agentes que, según su capital simbólico, ocuparon distintas posiciones (dominantes, subordinadas, de complementariedad), desencadenando situaciones de competencia por la legitimidad. En esta sede de luchas, los críticos, como productores de signos, jugaron en la partida por validar “lo representado” (discurso artístico), “el referente” (la realidad) y los posibles “efectos” (performativos) de la obra de arte en el público175.

En el terreno de la crítica, se desataron negociaciones y conflictos sobre las características del discurso literario. Esto ocurrió porque los agentes, con su poder de consagración, disputaron las “lecturas institucionalizadas” de las obras y los límites de lo que era o no literatura176. Como dueños de una voz autorizada, las intervenciones de los críticos articularon un sistema de valores en el que definieron los “ideales estéticos”; ideales entendidos como la expresión más acabada de “la verdad” sobre el arte y la literatura177.

Este ideal estético se convirtió en una búsqueda por determinar las “especificidades constitutivas” de la literatura, proceso que muchas veces implicó su asociación directa con las “marcas”178 de la nacionalidad. En ese sentido, la labor del crítico no se redujo simplemente a la aceptación o rechazo de la obra, sino que también implicó el reconocimiento en ella de tradiciones o rupturas, de acuerdo con las negociaciones más generalizadas del discurso nacional. En este juego por asignar un sitial a la creación artística, fue de suma importancia la capacidad del crítico para mantener vigente la existencia del escritor y su obra dentro de la historia literaria179.

El objeto de nuestro estudio se concentró sobre todo en la crítica periodística, un tipo de crítica enfocada en las “reseñas o apreciaciones estéticas difundidas a través de los medios de comunicación masiva”180, cuyos autores, a pesar de ser lectores constantes y tener publicaciones (ver los anexos 6 y 7), no necesariamente eran profesionales en estudios literarios181. En su mayoría, tuvieron en común el ejercicio de funciones en las universidades estatales, la Editorial Costa Rica, el Ministerio de Cultura, la incorporación a la nómina de la Academia Costarricense de la Lengua y el reconocimiento de los premios nacionales. Algunos de ellos, además, desempeñaron cargos políticos relacionados con el gobierno de turno. Tal y como los describimos en las siguientes líneas, estos intelectuales fueron: Abelardo Bonilla, Alberto Cañas, León Pacheco, Alfonso Chase, Gladis Miranda y Mario Fernández Lobo.

Para empezar, Abelardo Bonilla realizó estudios en la Escuela de Derecho en San José y ejerció como periodista en el Diario de Costa Rica y La Nación. Fue profesor en las áreas de Literatura Española, Historia de la Cultura y Filosofía del Derecho en la Universidad de Costa Rica. Además, elaboró el primer gran esfuerzo por interpretar la historia de la producción intelectual con su Historia de la literatura costarricense182 en 1957, obra ampliamente citada por la crítica periodística. En la esfera política, formó parte del grupo de profesores que ofrecieron apoyo económico al Ejército de Liberación Nacional en la toma de la UCR en 1948183 y fue miembro de la Comisión Redactora de la Constitución Política en 1949184. Durante 1949 y 1953 fue diputado y presidente de la Asamblea Legislativa. En 1961 fue Vicepresidente de la República en la administración de Mario Echandi, fundador de la Asociación Costarricense de Filosofía y presidente del II Congreso Interamericano de Filosofía. En 1962 ocupó el cargo, en calidad de interino, de Ministro de Educación. En 1967 obtuvo el Premio Nacional Aquileo J. Echeverría en ensayo, y en 1978 fue declarado Benemérito de la Patria185.

En este recorrido, un segundo protagonista fue Alberto Cañas. Abogado de profesión, inició su trayectoria política en la década de 1940 con el Centro de Estudio para los Problemas Nacionales y en la Junta Fundadora de la Segunda República. En los años siguientes fue embajador de Costa Rica en la ONU (1948-1949, 1956-1958) y Viceministro de Relaciones Exteriores (1955-1956). Siempre bajo la bandera liberacionista, fue Ministro de Cultura (1970-1974), fundador de la Compañía Nacional de Teatro y presidente de la Editorial Costa Rica (1974). Su poder también se extendió en los medios de comunicación al fundar el periódico La República (1950) y editar Excélsior (1974-1978). En la Universidad de Costa Rica fue profesor en Estudios Generales, Comunicación Colectiva y Artes Dramáticas. Obtuvo los premios nacionales Aquileo J. Echeverría en cuento en 1965 y 1980, Joaquín García Monge en 1964 y Magón en 1976186.

Por su parte, León Pacheco fue fundamentalmente profesor de Literatura e idiomas en la Universidad de Costa Rica y en el Liceo de Costa Rica. Al respecto, publicó el libro de enseñanza sobre literatura universal titulado Lecciones de Literatura187. Junto a Bonilla formó parte de la lista de profesores que donaron apoyo económico al Ejército de Liberación Nacional en 1948. En cuanto a la creación intelectual, tuvo una destacada trayectoria en el periodismo y el ensayo188, donde se resalta su reflexión sobre

“El costarricense en la literatura nacional”189. Aunado a ello, recibió los premios nacionales Aquileo J. Echeverría en ensayo en 1965190 y Magón en 1972.

En este conjunto de críticos, también estuvo presente Alfonso Chase. Este escritor realizó un notable aporte al publicar Narrativa contemporánea de Costa Rica191, una obra que, después de la de Bonilla, fue el segundo gran estudio interesado en sistematizar la producción literaria. Por el uso del lenguaje, inferimos que la publicación estuvo influenciada por un enfoque marxista, análisis que le permitió al autor reconocer el peso de la izquierda en la formación de la literatura nacional. Como parte de sus labores desempeñadas en el período de estudio, Chase dirigió el Departamento de Publicaciones del Ministerio de Cultura (1971), formó parte de la creación de la Escuela de Literatura y Ciencias del Lenguaje de la Universidad Nacional (1977), fundó el Instituto del Libro (1982-1984) y presidió la Editorial Costa Rica (1987). Además, obtuvo los premios nacionales Aquileo J. Echeverría en poesía en 1966, en novela en 1968, en cuento en 1975192, Joaquín García Monge en 1987 y Magón en el 2000.

Finalmente, existieron otros críticos significativos de quienes poseemos pocos datos biográficos. Así, por ejemplo, sabemos que Gladis Alicia Miranda estudió Filología Española en la Universidad de Costa Rica y realizó su doctorado en Literatura Latinoamericana en París193. Para nuestros efectos, sus artículos de prensa discutieron principalmente sobre las formas apropiadas de estilo y redacción194. Por su parte, Mario Fernández Lobo fue el autor de libros de texto en la enseñanza del español, autorizados por el Ministerio de Educación Pública195. Asimismo, se desempeñó como profesor de educación primaria y secundaria, académico en la Universidad de Costa Rica y colaborador de la Reforma Educativa (1963-1991)196. En 1988 fue galardonado con el Premio Aquileo J. Echeverría en ensayo197.

Estos críticos tuvieron distintos grados de participación en el campo literario198. Sin embargo, compartieron una característica fundamental para la obtención de poder, es decir, el hecho de que cada uno de ellos había alcanzado una notoriedad social a través de cargos públicos, condecoraciones y publicaciones199.

Así las cosas, sus reflexiones fueron claves para legitimar lo que se entendió por literatura, sus representantes y sus relaciones con el discurso nacional. Algunos de estos críticos, que al mismo tiempo eran escritores, se apropiaron, por tanto, del poder de sanción de la literatura costarricense, de la que dicho sea de paso también formaban parte. Como lo demuestra el siguiente apartado, sus valoraciones muchas veces siguieron otros caminos a los que en ese momento plantearon las estéticas centro y latinoamericanas.

Los contrastes del fenómeno literario: Latinoamérica, Centroamérica y Costa Rica

En el capítulo anterior, identificamos que el concepto de literatura costarricense se construyó con base en cuatro ejes. En el primero de ellos, se dataron los puntos de origen de las letras costarricenses a finales del siglo XIX y en la década de 1940; en el segundo, se justificaron los determinismos de la creación artística a partir de los “condicionamientos” históricos del país; en el tercero y en el cuarto, se argumentó que la tradición de la literatura se encontraba en el realismo y en la novela como expresión a profundidad de los motivos literarios.

Como lo desarrollaremos más adelante, estas ideas construidas por los críticos validaron una literatura realista-nacional, autenticada por la presencia de temas campestres y lenguaje coloquial. Desde estas lecturas, “lo propio” adquirió su forma literaria en los paisajes locales, la tipicidad de la vida cotidiana, los prototipos sociales y sus mitos200. La problemática social se redujo a una imposibilidad de lucha frente a la naturaleza indómita, las pugnas por la tierra y la jerarquía patriarcal. Este “establishment” de las letras, como lo llamó Cedomil Goic, anclado en la novela tradicional y realista201, ya para 1960-1970 estaba superado por la novela latinoamericana. En otras palabras, las valoraciones de los críticos costarricenses siguieron rutas distintas un tanto anacrónicas respecto de las propuestas estéticas latinoamericanas de la época.

Aunque las nuevas ficciones latinoamericanas podían optar por una crítica frontal o aceptación de los mundos representados, exploraron otros subgéneros narrativos. A través de temas como la ciudad202 y las dictaduras populistas203elaboraron lenguajes metafóricos para cifrar “la verdad” y complejizar la narrativa. Todas estas propuestas estéticas encontraron su punto álgido en la década de 1960 con el realismo mágico, el cual combinó planos reales y míticos e imaginó nuevos territorios y personajes. Para entonces, la novela latinoamericana, con el riesgo de generalizar, se nutrió de paralelismos simbólicos como la magia, el animismo y las búsquedas metafísicas del ser humano. Alejándose del orden lineal y las estructuras lingüísticas simples, como apuntan Andrés Amorós y Alfredo Veiravé, los escritores

del “boom” acudieron a técnicas como: la yuxtaposición de escenas, la superposición de tiempos, los diálogos simultáneos, los monólogos interiores y el lenguaje barroco204.

Estas estéticas plantearon nuevas formas de representar las realidades múltiples y fragmentadas de América Latina. Por mencionar los títulos más visibles de esta coyuntura, aparecieron en la literatura la ritualidad de la negritud haitiana al calor de las revueltas por la liberación en El reino de este mundo (1949), de Alejo Carpentier; las contradicciones de la sociedad urbana ante el fracaso de la Revolución mexicana en La región más transparente (1958), de Carlos Fuentes; la introspección en la psicología compleja de los intelectuales/artistas en Rayuela (1963), de Julio Cortázar; los mitos religiosos a lo largo de siete generaciones embestidas por las guerras civiles colombianas en Cien años de soledad (1967), de Gabriel García Márquez; y la represión política peruana de la dictadura del general Manuel Odría en Conversación en La Catedral (1969), de Mario Vargas Llosa.

Incluso destacados críticos latinoamericanos, que también eran novelistas, plantearon una literatura distinta a la estética tradicional. Para Carlos Fuentes, el “realismo burgués”, que con un estilo descriptivo observaba verticalmente a los individuos, “había muerto”205. A cambio propuso una literatura con nuevos lenguajes, cuya “pluralidad de significados” fuera contra toda “literatura sublime”. Para Ángel Rama, el criollismo con sus variantes (nativismo, regionalismo, indigenismo) había construido valores regionales e idiosincrásicos propios de un período nacionalista (1910-1940), por lo que la literatura actual, en contraposición a este pasado, debía encontrar formas “modernas” de expresión206. Como explica Claudia Gilman, estos críticos/escritores latinoamericanos opuestos al folclorismo (costumbrismo, nativismo, ruralismo y criollismo) buscaron la internacionalización de las obras y su inserción en las “grandes literaturas del mundo”, aspiración que los acercó más al escritor universal que al escritor nacional. Aunque estos críticos no encontraban una categoría para nombrar las rupturas de novelas como Los albañiles (1963), de Vicente Leñero, y La ciudad y los perros (1963), de Mario Vargas Llosa, el “nuevo realismo” se valoró por el alejamiento al criollismo (que significó desarrollar un potencial crítico con el tema) y la “renovación técnica” (que representó crear un potencial crítico con la escritura)207.

Por su parte, en Centroamérica la producción literaria en este período empezaba a romper con el realismo mimético. Según Amelia Mondragón, el realismo de “corte idealista” se cuestionó en los países centroamericanos hasta la década de 1960, ya que anteriormente esta corriente contribuyó a la definición de lo nacional frente a las intervenciones estadounidenses de la primera mitad del siglo XX en el área208. Para Mondragón, en la década de 1960 procesos como la tecnificación agrícola, la expansión de las ciudades y la sustitución de importaciones pusieron al descubierto la diversidad social y las desigualdades del sistema que no habían sido problematizadas por el discurso nacionalista. En ese sentido, el realismo que tanto alimentó a este discurso escapaba a las necesidades de la época, porque de acuerdo con Jorge Adoum se había reducido a lo visible de la realidad y a personajes rurales (campesino, indígena, negro y llanero) fijados en un “paisaje inanimado”, sin grandes desafíos estéticos209. En contraste, según Arturo Arias, como parte del proceso de modernización en que entraron los Estados centroamericanos210, los escritores dejaron a un lado la expresión “parroquial/folclórica” del realismo (sobre todo socialista) para aspirar por tendencias más cosmopolitas. En estas literaturas, las relaciones sociales se imaginaron desde una perspectiva más “onírica, misteriosa, mágica”, la cual abrió paso al mito, a las expresiones plurívocas y a las transposiciones simbólicas.

Esta otra manera de percibir los símbolos ya era rastreable, para Arias, desde Hombres de maíz (1943), de Miguel Ángel Asturias, La ruta de su evasión (1949), de Yolanda Oreamuno y Cenizas de Izalco (1966), de Claribel Alegría, y explotada, con ironía y parodia, a partir de los giros estilísticos de Pobrecito poeta que era yo (1976), de Roque Dalton, las voces múltiples de Diario de una multitud (1974), de Carmen Naranjo, los juegos temporales de ¿Te dio miedo la sangre? (1977), de Sergio Ramírez, los discursos subalternos de El último juego (1977), de Gloria Guardia y la polifonía de Una función con móviles y tentiesos (1980), de Marcos Carías211.

En Costa Rica, la validación realista de la crítica coexistió en estos mismos años con una producción literaria que buscaba otras alternativas temáticas y estilísticas. Los novelistas propusieron nuevos tópicos como las transformaciones de la vida urbana, la opresión de la vida burocrática, los problemas raciales, las relaciones de género desde la perspectiva femenina y los conflictos identitarios del adolescente. Tal y como ocurría con el fenómeno latino-centroamericano, los escritores costarricenses incorporaron elementos fantásticos y recursos como “la ironía, la sátira o la parodia” para jugar con los límites entre realidad y ficción. Y además, incursionaron en “procedimientos experimentales” de escritura, tales como “la desaparición del narrador”, “los narradores múltiples”, “las voces anónimas”, “los cortes espacio-temporales” y la expresión espontánea de las vivencias212. Estos juegos discursivos, según el análisis de Álvaro Quesada, exigieron una nueva interpretación de los signos. Los textos de escritores como Carmen Naranjo, Virgilio Mora, Alfonso Chase y Gerardo César Hurtado demandaron un lector capaz de captar el contenido de la obra de forma abstracta e introspectiva, ya que establecieron rupturas con el orden lineal de la escritura y los criterios de verosimilitud213. A este respecto, Flora Ovares y Margarita Rojas coincidieron con Quesada en que la narrativa costarricense de ese período ofreció una noción de literatura alejada del realismo tradicional. A cambio, los escritores construyeron realidades múltiples, más allá del primer plano y de lo perceptible. Es por ello que incorporaron varias visiones posibles de los acontecimientos, representaron la profundidad de la conciencia y escaparon de las estructuras cronológicas214.

Lo anterior, a consideración de Ovares y Rojas, explicó la presencia de espacios físico-psicológicos complejos. Los hechos ocurren, en general, en un mundo citadino de “espacios encerrados”, los cuales provocan sensaciones de apresamiento y realidades escindidas. Por eso, para las autoras, “el campo, el pueblo, el barrio, donde todos se conocían y el trabajo servía como realización personal, desaparecen y en su lugar está la gran ciudad”215. Estas nuevas formas de representación y uso del lenguaje (visibles en la tendencia latina y centroamericana) empezaron a introducirse en los escritores costarricenses de las décadas de 1960-1970. Sin embargo, las innovaciones de esta novelística, que apenas se abría paso en los canales de difusión, se distanciaron mucho del esquema valorativo que en esa misma época la crítica definió como literatura costarricense. Al parecer, la producción del escritor y la validación del crítico siguieron caminos separados.

La crítica periodística selecciona un canon

Los críticos caracterizaron la literatura nacional a través de un conjunto de “novelas pródigas”216, nombradas de esta manera con la intención de magnificar el pasado literario y demostrar la existencia de grandes escritores costarricenses. En nuestra búsqueda, las obras más citadas por la prensa fueron: Jenaro Cardona con La esfinge del sendero (1917); José Marín Cañas con El Infierno Verde (1935) y Pedro Arnáez (1942); Adolfo Herrera con Juan Varela (1939); Carlos Luis Fallas con Mamita Yunai (1941), Marcos Ramírez (1952), Mi Madrina (1954) y Gentes y gentecillas (1947); Yolanda Oreamuno con Por mi tierra firme (1941, aprox.) y La ruta de su evasión (1949); Fabián Dobles con Ese que llaman pueblo (1942) y El sitio de las abras (1950); Joaquín Gutiérrez con Puerto Limón (1950), Manglar (1947) y Murámonos, Federico (1973); Alfredo Oreamuno con Un harapo en el camino (1970) y José León Sánchez con La isla de los hombres solos (1967) y Picahueso (1971)217.

Este corpus literario fue conformando una tipología de escritores. En su mayoría fueron publicados por la Editorial Costa Rica –con restricciones en algunos casos, como lo explicaremos en el siguiente capítulo– y reconocidos por los premios nacionales218. Por su éxito comercial, sobresalieron José León Sánchez y Alfredo Oreamuno (Sinatra)219. Por su participación en “el primer certamen continental” en Argentina y su simbolismo de “literatura “recién nacida”, se rescató la figura de Jenaro Cardona220. Por su afinidad política con el Partido Comunista o las ideas de izquierda, resaltaron los nombres de Carlos Luis Fallas, Joaquín Gutiérrez y Fabián Dobles221. Y por la incorporación de técnicas literarias sofisticadas en la narrativa costarricense, destacaron Yolanda Oreamuno y José Marín Cañas222.

Alrededor de este grupo se desataron las principales discusiones de la literatura costarricense. Sin embargo, es importante señalar que se focalizaron en figuras como Adolfo Herrera, Carlos Luis Fallas, Fabián Dobles y Joaquín Gutiérrez. Por su parte, José León Sánchez y Alfredo Oreamuno fueron descritos por sus historias personales de encarcelamiento y alcoholismo, respectivamente, y a partir de ahí, por las ventas comerciales en editoriales españolas y mexicanas. Yolanda Oreamuno y José Marín Cañas dejaron de aparecer en la década de 1970, posiblemente porque las características de sus obras los emparentaban más con las técnicas de la literatura vanguardista que con las convenciones del realismo223.

Fotografía 4.

Fuente: ©Fototeca de la Universidad de Costa Rica, Colección Semanario Universidad, 16 de junio de 1978. Fotógrafo: no se indica. Custodiado por el Archivo Universitario Rafael Obregón Loría. En la fotografía se observa a Joaquín Gutiérrez en un aula.

A pesar de las diferencias en el contenido temático entre ciertos escritores, las valoraciones de los críticos establecieron un “pacto de lectura”224. Con esto queremos decir que si comparamos las reseñas de las obras, hubo una tendencia por insistir en el realismo de las novelas, y con ello constatar su pertenencia nacional. En ese sentido, los elementos relacionados con “lo real” y “lo nacional” en las creaciones literarias se convirtieron en las negociaciones más generalizadas para validar al escritor y su obra.

Las negociaciones de la literatura costarricense: “lo real” y “lo nacional”

Leídos desde la prensa, estos escritores tuvieron en común el realismo de sus obras. La insistencia en esta corriente literaria terminó por convertirla en un código específico225, a través del cual se encauzaron las interpretaciones de los críticos. Este código, que funcionó a modo de esquemas de percepción, fue construyendo una serie de pautas para evaluar y comparar las obras en una relación presente-pasado. Es por ello que en estas discusiones tuvo una centralidad capital la continuidad con la tradición literaria, la cual aseguraba los sellos de identidad y autenticidad nacional.

Este código de lectura se desdobló en propiedades canonizadas226, que en su intención por otorgar valor y sentido a las obras, reconocieron la legitimidad de los textos. En nuestro objeto de estudio, el realismo, lejos de ser entendido por sus particularidades estéticas, se explicó con base en las características sociopolíticas inferidas de las obras. Tal y como se sintetiza en el cuadro comparativo 1, las críticas privilegiaron seis propiedades para valorar el repertorio mencionado: experiencia vivida por el escritor, mensaje moralizador, personajes de sectores sociales humildes, espacios como el campo o las barriadas urbanas, lenguaje coloquial e historias trágicas.

Cuadro 1. Comparación entre escritores considerados realistas según las características de sus obras227

En primer lugar, el realismo se valoró a partir de la experiencia vivida por el autor. La novela se abrió espacio en el canon literario en tanto expresara las vivencias concretas del escritor o de un grupo social identificado con la realidad nacional. La prestancia de la obra se relacionó con las posibilidades de encontrar en ella un potencial “autobiográfico” y descriptivo de la “psicología del pueblo”; en el hecho de que “tenía mucho que contar, mucha experiencia humana acumulada, sin la cual las novelas resultan juegos retóricos de pobre contenido”228. Desde este punto de vista, la novela se interpretó como un documento “fiel” a “nuestras costumbres, vidas y experiencias”229, más cercano a un testimonio que a un relato ficticio.

Estas ideas construidas por la crítica en la prensa se reprodujeron en otras instancias. Al respecto, localizamos dos programas de estudio de la Escuela de Literatura y Ciencias del Lenguaje de la Universidad Nacional (1973) inspirados en esta fundamentación. El curso Realidad Nacional, de Edwin González (1978), dirigido a la explicación de los modelos de desarrollo económico y el surgimiento de las capas sociales en Costa Rica desde la colonia hasta el conflicto de 1948, propuso entre sus contenidos estudiar “la producción literaria como reflejo de las condiciones políticas y socio-económicas predominantes (especialmente en el período posterior a 1930)”230. Por su parte, el Seminario Literatura Costarricense, de Jorge Charpentier (1979), enfocado en el abordaje de la problemática histórico-social de las creaciones literarias, partió del objetivo “hacer que el alumno logre analizar la obra literaria costarricense desde la perspectiva de una realidad nacional dinámica”231 y lograr con ello apartarse de una “visión meramente impresionista”.

Como podemos observar, la literatura se leyó como un documento fidedigno sin distinción entre “lo real” y “lo imaginado”. La posibilidad de que esta creación artística se convirtiera en un reflejo de la realidad y, por tanto, en un instrumento denunciador, llevó a un articulista anónimo a cuestionar la imagen de país expuesta en ella. Según el autor del artículo en la prensa, la publicación de La isla de los hombres solos provocó que:

En muchos países, donde el lector tiene escasa idea de lo que es San Lucas y lo mucho que sabe es el estribillo de “Costa Rica es un país culto, con maestros..., la Suiza Centroamericana”. Ese lector, que apenas tenía idea somera de lo que es esta pequeña nación, al concluir la lectura de “La isla de los hombres solos” sabrá más de lo que cuenta: sabrá que hasta “tiempos aproximadamente recientes en Costa Rica” los presidiarios cargaban cadenas... sabrá que a los presos muertos los echaban en medio estañón donde los demás defecaban... sabrá que a los reos dementes los amarraban de un árbol232.

Según estas apreciaciones, la literatura se conceptualizó con base en los esquemas del “análisis sociológico” y, por momentos, “psicológico”, de la sociedad costarricense. Esta forma de concebir la obra tuvo su cimiento precisamente en la apariencia de lo verdadero o creíble de sus historias. La hondura sociológica constituyó un indicio de “no evasión literaria, sino de apego a la realidad más profunda y lo fecundo de ella para el auténtico creador”233. Todo ello condujo a buscar una segunda característica: el efecto social de las novelas. Así, por ejemplo, Milton Salazar sostuvo que “me contaba un diputado de Liberación Nacional que el libro de Herrera García va a ser un arma muy poderosa contra la tesis de desnacionalizar la banca”234, y según un autor anónimo, la novela Juan Varela fue empleada por un abogado “en defensa de un pequeño propietario en los tribunales”235. De igual forma, La isla de los hombres solos “impuso la reforma penitenciaria en Costa Rica y particularmente cambios en las condiciones de vida de los reclusos en la isla”236.

Lo anterior pudo explicar la predominancia de personajes humildes, espacios locales y lenguaje coloquial. Estas novelas destacaron porque los personajes y el espacio físico eran “reconocibles de inmediato”; el campesino y el pobre de la urbe desarrollaron sus acciones en la “selva, el campo labrantío y la ciudad” [que] forman el alma costarricense. Fueron historias de “hombres comunes”, de “carne y hueso”, que se desencadenaron en las fincas de San Ramón, los bananales del Caribe o las barriadas de San José. Por consiguiente, los sujetos y los espacios protagonizaron descripciones próximas al contexto del lector y del novelista, con la finalidad de “vivir y sentir el terruño que habita… porque de otro modo, no sería reflejo fiel de la realidad”237. Y para reafirmar la similitud con la realidad, se valoró el uso de un lenguaje coloquial y sencillo, cercano al habla popular y alejado de las pretensiones retóricas238.

El predominio de estas características se puede explicar mediante la reflexión de Margarita Rojas, Flora Ovares, Carlos Santander y María Elena Carballo sobre la construcción del discurso nacional en la literatura de finales del siglo XIX y principios del XX. Para los autores, las selecciones de textos literarios con intenciones nacionalistas-educativas privilegiaron la “estética referencialista”; es decir, la apelación clara al “referente obligado”. Por este motivo, prefirieron la recreación de espacios familiares y domésticos (Meseta Central, el pueblo, el barrio, la casa), “moradores felices de una familia patriarcal” (campesino blanco) y un lenguaje sencillo. Estas imágenes específicas, seleccionadas desde lecturas homogeneizadoras y simplificadas, operaron como criterios para medir el “grado de autenticidad” del escritor y su creación239. De esta manera, en el reconocimiento del artista jugó la capacidad de su obra para (re)producir signos de identidad acordes con los metarrelatos de una época.

Sin embargo, en nuestro estudio las lecturas de esta “estética referencialista” prescindieron de una comunidad feliz. Para explicar la presencia de conflictos sociales se nutrió de una sexta característica: la tragedia. Estas historias fueron descritas como narraciones de amargura, dolor y sufrimiento240. La significación literaria de Juan Varela radicó en ese “campesino pobre, abandonado por el Estado… y perseguido por la sociedad”241; de El Infierno Verde, en “la crueldad y la inutilidad de la guerra”242; de Marcos Ramírez, en “el ambiente deprimente, con sus miserias cotidianas”243; de la novelística de Fabián Dobles, en las “vidas humanas transitadas de penalidades, y circunstancias que contribuyen a determinarlas”244; de Puerto Limón, en “las garras abiertas aprisionando el dolor humano de nuestro litoral”245; y de La esfinge del sendero, en el “sacrificio despiadado que [al sacerdote] lo hartará de sufrimientos y dolor”246. Incluso, una obra distante del paradigma tradicional del realismo como La ruta de su evasión, terminaba entroncándose con “la angustia, el dolor y los problemas íntimos de la vida cotidiana”247.

Planteado de esta manera, el realismo representó lo que Ramón Xirau denominó el “símbolo encarnado”. Es decir, se leyó principalmente como un “realismo corpóreo y de las encarnaciones” de tradición cristiana, que convirtió a los personajes en Cristos “que sufren y se desangran”248. Es por ello que la agonía, el sufrimiento o la muerte se transformaron en los modelos de una vida moral. Así lo comprendió Isaac Felipe Azofeifa, para quien “solo al arte le es dado de realizar la síntesis misericordiosa de la vida”, y al comparar Juan Varela, Mamita Yunai, Ese que llaman pueblo, Pedro Arnáez y Aguas turbias, concluyó que:

Una fisionomía común las asocia y las define; una actitud semejante del artista hacia la materia del arte: la vida y el dolor de ese Juan Pueblo que nace, vive, engendra, sufre y muere, anónimo caldo de cultivo de la tisis, de la sífilis, del paludismo, de las fiebres; anónima víctima del prestamista avaro, del gamonal sin conciencia, de la ley injusta, de la compañía nacional, de la imperialista, de la desorganizada economía; anónimo ser que araña y golpea sin esperanza de redención el vientre de la tierra inmisericorde249.

Con base en estas lecturas, los críticos parecían construir un sujeto apolítico, es decir, de espaldas al mundo de lo político. Inspirados en estas creaciones, se definió al “pueblo costarricense” como campesino y obrero-urbano, habitante de la Meseta Central y del Caribe. Inmersos en la pobreza y la expropiación, los personajes se interpretaron según el símbolo encarnado del sufrimiento en silencio y resignación, frente a una vida cotidiana naturalizada como agónica. El sufrimiento podía nutrirse de diferentes fuentes: el despojo de tierras, los traumas de la guerra, el abuso patriarcal, la transgresión de votos, el alcoholismo y el encarcelamiento. Pero cuando la agonía comprometía la moralidad del personaje, los críticos destacaron las posibilidades de redención ofrecidas por los textos, ya sea mediante los “sacrificios para “servir a Dios”250, o bien, la regeneración del ser humano ante el “flagelo del alcoholismo”251 y la “desgracia de caer entre rejas”252.

Es importante señalar que estas imágenes, concentradas en el mundo rural, refirieron a un sujeto victimizado. Esta construcción se respaldó en gran medida por la supuesta “orientación cristiana” del costarricense, cuyo fervor le permitía soportar “los embates de la existencia” con “noble resignación”253. No obstante, la retórica literaria de “ese Juan Pueblo” frágil y sufrido contrastó con la retórica de la opinión pública sobre el hombre de la posguerra. De acuerdo con Alfonso González, la masculinidad se valoró por su actitud viril en todas las esferas (familiar, comunal y laboral), y en ocasiones la agresividad se reconoció como una respuesta honorable para dominar a los enemigos (calderonistas y comunistas) y defender a la ciudadanía254. En ese sentido, la fuerza más que la debilidad fue la cualidad para distinguirse de aquellos colocados en la posición de los vencidos. Estas imágenes contrapuestas de los “tipos nacionales” se pueden explicar, como lo veremos más adelante, por el conflicto agrario de las décadas de 1960-1970. Las invasiones de estos años habían revelado la capacidad de resistencia de los sectores campesinos ante el despojo de tierras; en ese contexto, la retórica literaria buscó la conciliación entre el Estado y el campesino, exponiéndolo como un sujeto vulnerable y no como una figura amenazante.

Estas imágenes del mundo rural también se construyeron en la literatura centroamericana a través de la corriente regionalista, iniciada en las décadas de 1920-1930 y extendida hasta la década de 1960. De acuerdo con Patricia Alvarenga y Dante Barrientos, en El Salvador autores como Salvador Salazar Arrué, Miguel Ángel Espino, José María Peralta, Arturo Ambrogi, entre otros; y en Guatemala Flavio Herrera, el grupo “Los Tepeus”, Francisco Méndez, Mario Monteforte, entre otros, encontraron las fuentes de la identidad cultural (costumbres, tradiciones y leyendas) en “la ruralidad”, pues según estos escritores folcloristas el campo representaba “lo propio” o “lo auténtico”255. Para ello, según Barrientos, privilegiaron en sus relatos el habla popular (deformaciones fonéticas) y el estilo directo de la narración con el propósito de imitar la oralidad y distanciar al autor del personaje. Asimismo, acudieron a un tono ingenuo y fatalista que, en general, ridiculizó las miserias del campesino/indígena y acentuó la vulnerabilidad de su existencia en un mundo oligárquico distintivo por la violencia. Según el curso de las historias, los personajes estaban atrapados por su destino, sin más posibilidades que la aceptación o la muerte.

Estos discursos construyeron personajes indefensos, a veces con una mirada tierna, otras caricaturesca y en la mayoría de los casos trágica, porque de alguna manera era “lo que veían y creían” de “la ruralidad”. Por tanto, la corriente del realismo-regionalismo proveyó en la literatura centroamericana, al igual que en Costa Rica, las imágenes para homogeneizar la identidad de los habitantes (entendida como identidad rural), reforzar su vulnerabilidad (caracterizada por el sufrimiento) y dependencia al Estado paternalista e integrar a los grupos sociales a un proyecto común (de Estado Nacional). Visto así, los textos en su afán de reproducir “la realidad” de la sociedad rural terminaron por falsearla mediante una visión pintoresca “cargada de prejuicios y paternalismos”256.

Retomando el tema sobre las propiedades canonizadas en la literatura, debemos tomar en cuenta que estas negociaciones coincidieron con otros puntos de vista. Esto sucede porque, como lo explica Beatriz Sarlo, los textos realistas debatieron valores y discursos de distinto contenido “ideológico, político, social y cultural”257. Las narrativas, al estar centradas en la pregunta cómo representar, terminaron por interrogar al “objeto de la representación” y “al orden de los hechos”. Así entendido, las apelaciones a “lo real” desataron diversas posiciones sobre los sentidos y las significaciones en las obras.

Marcos de referencia de la literatura costarricense: Aquileo J. Echeverría, Manuel González Zeledón y Joaquín García Monge

Según lo hemos indicado, el realismo fue la estética canonizada en las décadas de estudio. La predominancia de este movimiento, como la insignia de la literatura costarricense, se justificó por la “herencia de las raíces”. Los denominados “clásicos”, portadores del patrimonio literario más prístino, fueron Aquileo J. Echeverría, Manuel González Zeledón y Joaquín García Monge258, escritores costumbristas que aportaron los nombres para los premios nacionales en Literatura, Cultura y Periodismo, respectivamente. La referencia a este pasado literario trajo consigo la reflexión de Rosa María Aradra, para quien la conformación del canon partió del pensamiento de que las letras “no pueden caminar solas” y con la finalidad de trazar su dirección se apoyaron en los textos de la tradición259. En nuestro caso, las lecturas de “los clásicos” contribuyeron con un “campo de significados y símbolos”260 para imaginar desde la textualidad la vida nacional.

Como lo muestra el diagrama 2, Echeverría, Magón y García Monge recuperaron las imágenes de lo nacional porque centraron sus relatos en “las raíces que forman nuestro modo de ser”261. Si las comparamos con las características sintetizadas en el cuadro 1, notamos una gran similitud en las lecturas. Estos escritores eran “los clásicos” porque reconstruyeron la vida costarricense, circunscrita al campo y al personaje del campesino. Sus protagonistas eran aquellos sujetos que, apropiándose del humor o la ironía, se enfrentaron a la tragedia de su destino, y supeditados a las órdenes (del gamonal, del patriarcado, de la superstición o de la culpa) encontraron la costumbre de una vida apacible. Visto desde esta perspectiva, estos escritores entregaron “aquello que pertenece, por esencia, al pueblo”262, porque desde la escritura mostraron el realismo del “lenguaje criollo” y de las tradiciones.

Estas insignias nacionales263 fueron anunciadas desde 1954 por el crítico León Pacheco. Para él, Echeverría, Magón y García Monge retrataron “el costarricense” sin diferencias sociales de los cafetales vallecentralinos. Por tanto, las páginas de estos escritores captaron, según Pacheco, el “auténtico tipo nacional” a través de imágenes como la burla inocente, el carácter apacible, la superstición y la sencillez aldeana, que al final de cuentas sintetizaron el estilo de vida de la Costa Rica familiar, democrática y pacífica. Es por eso que el concho simbolizó el “alma nacional”, porque sus virtudes le permitieron alcanzar una “noción clara de patria” y “sentido de nacionalidad”. Estas reminiscencias nostálgicas, de un pasado que aún podía estar vivo, eran vistas por Pacheco como el camino a seguir para los modeladores de la literatura264.

La búsqueda de la nacionalidad en la literatura coincidió con publicaciones en el campo de la sociología y la filosofía que intentaron definir el “ser costarricense” y el “carácter nacional”. Autores como Eugenio Rodríguez y Luis Barahona265 conceptualizaron al “concho” como el “tipo humano representativo de Costa Rica”266. De este habitante se heredaron, según Rodríguez y Barahona, características auténticas como “el individualismo, el personalismo, el cristianismo, el humor, la sencillez, la paz, el espíritu reacio a cooperativas o sindicatos, la ausencia de arte popular y de actitud política”267. En ese sentido, la denominada “patria esencial”, según estos discursos, solo hallaba en el campesino y el gamonal, las faenas cafetaleras, la vida religiosa y familiar, tradiciones costarricenses instaladas por la idea de una histórica “democracia rural”268 que podía desaparecer con el avance de una “economía industrializada”269.

Diagrama 2. Descriptores de lo nacional en “los clásicos” de la literatura costarricense 270

Fuente: Elaboración propia de las fuentes de la nota 271.

Las propiedades de “lo nacional”, canonizadas por “los clásicos” y legitimadas por la sociología y la filosofía, se trasladaron a las interpretaciones de las obras en las décadas de 19601970. Estas lecturas se centraron en las posibilidades de que los lectores forjaran nexos identitarios con los textos, mediante el reconocimiento de los rasgos “autóctonos”271. Quizá por ello, “la filosofía inherente al campesino” fue muy apropiada para “conocer o recordar esa fuerza profunda que ha conformado nuestra nacionalidad”272; y por ello, “el realismo de García Monge, Magón y Aquileo Echeverría, demuestra que por no olvidarse del pueblo, el pueblo no los olvida”273. Estas palabras revelaron la ilusión de una relación sin intermediarios entre el autor y el lector, al tiempo que sugirieron que “el pueblo” al unísono y por su propia voluntad decidía lo que leía.

Así planteado, sostenemos que los escritores y las obras validadas en el período de estudio se leyeron con base en estas expectativas de lectura. El antecedente marcado por “los clásicos” fijó, según la denominación de Hans Robert Jauss, el horizonte literario para permitir el derecho de entrada al canon nacional274. De esta manera, el horizonte de expectativas o marco de referencia delimitó los significados potenciales de lo que “se esperaba leer o encontrar en los textos”. Y para nuestros efectos, estos “pre-saberes” brindaron los fundamentos de las reglas del juego por el reconocimiento y la aceptación. Estas negociaciones coexistieron con otras perspectivas que debatieron si las obras de la literatura costarricense (Herrera, Marín Cañas, Fallas, Oreamuno, Dobles, Gutiérrez y Cardona) mantenían una continuidad o no con “los clásicos” (Echeverría, Magón y García Monge); sin embargo, indistintamente de la posición asumida (en contra o a favor), siempre tomaron a estos escritores como puntos de referencia.

¿Continuidad o ruptura con la tradición?

Reconocer la continuidad con el costumbrismo también significó reconocer (o crear) una tradición literaria. Esta posición connotaba una gran responsabilidad nacional si consideramos las palabras de Eugenio Rodríguez, para quien “las tradiciones representan la raíz de lo que somos y la esperanza de lo que podemos ser. Es sabido que el concepto de patria incluye, en parte muy importante, ese sentido espiritual de las tradiciones, que son como la memoria poética de la colectividad”275.

Este trasfondo discursivo nos permite entender por qué Alberto Cañas argumentó una continuidad entre las obras de Fallas, Dobles y Gutiérrez con las de Magón, Aquileo y García Monge. Según sus palabras:

Fallas está dentro de la tradición de Magón, a veces de Aquileo mismo, un poco de García Monge. Es decir, de la novela campesina costarricense, cultivada al mismo tiempo que por él, por Fabián Dobles… Hay un común denominador en todo esto, que es lo que hace netamente costarricense: el elemento de picardía276.

Con el propósito de visibilizar estas conexiones literarias, Cañas prosiguió con sus comparaciones, las cuales mostraron una intención política de borrar las contracciones sociales planteadas por los escritores de la década de 1940. Él “programó un modo de lectura”277, según la denominación de Danièle Trottier en su análisis de Roberto Brenes Mesén, con respecto a esta generación que resaltó el “humor” por encima de la “protesta” como actitud nacional. Para Cañas:

El humor es una de las tradiciones de nuestras letras... responde, primero, a una actitud nacional, y luego, a una tradición hispánica: la de picaresca. Las preocupaciones de la angustia, la angustia de las preocupaciones, la protesta, el compromiso, la consciencia social, han estado enseñoreados de nuestra producción, en perjuicio de los fundamentos de nuestra auténtica y autóctona picaresca costarricense… MURÁMONOS, FEDERICO se coloca con plenitud dentro de la línea magoniana… reanuda una línea muy costarricense que estaba prácticamente abandonada: la de sorna, la de burla, la de la “chota”... logra elaborar una prosa con autenticidad nacional, una especie de casticismo costarricense… no tiene nada de ibérico, ni de argentino, ni de “internacional”. Está basada en lo costarricense, se propone darle categoría literaria a nuestra habla popular278.

Como podemos observar, la continuidad con “la tradición” se basó en un principio de parentesco. Esto sucedió porque, de acuerdo con Carlos Villalobos, los críticos utilizaron la condición filial para establecer la procedencia del texto en una relación padre/hijo. De esta manera, se garantizó la conexión de la literatura con “los discursos arquetípicos de lo fundacional, la herencia y el patrimonio”279, asegurándose la defensa a ultranza de las obras nacionales. Esta perspectiva también la compartió León Pacheco quien, al igual que Cañas, buscó las interrelaciones con “los clásicos”, ya que para el crítico los personajes de Ese que llaman pueblo de Fabián Dobles “están muy cercanos de los personajes de las novelitas ingenuas de García Monge y de los sabrosos cuentos de Magón. Casi viven las mismas aventuras en una ciudad aldeana con pujos de capital”280.

La condición filial no solo distinguió a los padres (costumbristas) de los hijos (realistas), sino que también fijó la mirada sobre un “pasado selectivo”281. De este pasado literario solo se rescataron el humor (“la chota”) y la ingenuidad del mundo campesino. Aun cuando Cañas realizó la comparación con la novela picaresca, solo se enfocó en el contenido caricaturesco del género y en los personajes pobres sin poder de acción. Su lectura omitió la crítica a la moralidad de la sociedad estratificada en la picaresca282 y el uso del sarcasmo (que Cañas confundió con humor) para atacar “los mitos nefastos”283. Por eso, en nombre de la “tradición hispánica”, Cañas autenticó el humor más que la “consciencia social” como característica literaria.

Así las cosas, sostenemos que estas lecturas despojaron la denuncia que podían portar las novelas. Los escritores recuperados, al pertenecer en su mayoría a la generación del 40 y compartir las ideas de izquierda, fueron despolitizados con la intención posiblemente de evitar que la militancia comunista se emparentara con la tradición literaria. Para evitar el reconocimiento de este capital literario, el mensaje de sus obras se relacionó con las producciones de finales del siglo XIX, acercando los textos a las lecturas de un folclore inofensivo.

Estos críticos recuperaron la figura del campesino en un período, 1960-1970, particularmente distintivo por los conflictos agrarios en el país. Para entonces, el campesino se enfrentaba al proceso de modernización y diversificación agrícola que intensificó las tensiones sobre la tierra, como lo apunta Beatriz Villarreal284. De acuerdo con Carlos Abarca y Nelson Gutiérrez, los nuevos productos de exportación como la ganadería de carne, el banano y la caña de azúcar, sumados a un agotamiento de la frontera agrícola y a las limitaciones del crédito, nutrieron los movimientos campesinos en las provincias costeras285. La lucha del pequeño productor por sobrevivir desencadenó invasiones ilegales de tierras, sobre todo en los años 1963-1979, resueltas en algunos casos con la intervención del Estado a través del Instituto de Tierras y Colonización (1961), posteriormente Instituto de Desarrollo Agrario (1982)286.

Según estos términos, podría pensarse que los discursos literarios construyeron el esencialismo nacional sobre el mundo rural por dos motivos. Por un lado, idealizaron la vida campesina y el pasado agrario, posiblemente porque el país experimentaba lo que Mario Fernández denominó una “pérdida del carácter campesino”287, un descenso de la población dedicada a las actividades primarias por la acelerada apropiación del suelo (frontera agrícola) y la desaparición de unidades agrícolas (microfincas). Por otro lado, estos movimientos fueron acogidos por partidos políticos y sindicatos que encontraron en los campesinos fuentes de caudal político288. De esta manera, los conflictos agrarios recordaron que la izquierda, aún ilegalizada, y el Estado tenían un sujeto en común: el campesino. Podría considerarse que los discursos oficiales desde la literatura despojaron a este sujeto político de cualquier espíritu combativo, realzando sus cualidades con una narrativa paternalista y convirtiéndolo en un símbolo nacional de “la patria” (ver el diagrama 2).

Retomando el tema de la continuidad o ruptura con la tradición, el escritor José Marín Cañas representó una voz disidente que debatió el enaltecido legado de “los clásicos”. Para Marín Cañas, aferrarse a ese costumbrismo de consumo nacional implicaba renunciar a la universalidad de la literatura costarricense289, es decir, a la posibilidad de que las obras fueran acogidas por los lectores de otros contextos. Según su criterio, debía prevalecer la búsqueda de nuevos horizontes literarios, alejados del “arte menor” de “los clásicos”, quienes se habían apegado a la “artesanía del “souvenir”... con gracia de color, acento castizo y dejo criollo”290.

Como podemos observar, Marín Cañas cuestionó las limitaciones del costumbrismo para alcanzar comunidades de lectores y ocupar un lugar en la literatura universal. Otros autores también cuestionaron a “los clásicos” desde visiones críticas, pero a diferencia de Marín, no dejaron a un lado las lecturas convencionales. Así, por ejemplo, para Mario Fernández “la problematización” de la pobreza campesina permitía separar las novelas de la década de 1940 de los relatos de fines del siglo XIX y principios del XX. Sin embargo, a pesar de esta aclaración, no cuestionó al nuevo campesino construido por las narraciones de la década de 1940, sino que más bien, reprodujo la posición de victimizar a ese sujeto. Para Fernández, autor de textos educativos:

Herrera no quiso hacer literatura, ni criollismos para la exportación. A cambio, logró darnos el mejor tipo de “concho” costarricense, ya que Juan Varela no representa “un” campesino, sino “la generalidad” de ellos. Otros escritores, como Aquileo y Magón, utilizaron la figura del “concho” para hacer reír a sus lectores de sus simplezas… En vez de eso, Herrera García no permite que su campesino se mueva del ambiente rural y en lugar de hacernos reír con él, nos hace meditar en el daño moral y material que nuestro tipo de sociedad le ha hecho… Su mérito histórico consiste en que este libro le creó conciencia social a la novela costarricense. Fue la primera obra que se dio cuenta de que nuestro campesino no podía ser más el “concho” bucólico de Aquileo, sino que era ya en 1939 una figura trágica y que su problema se convertía en problema de Costa Rica291.

Estas lecturas dejaron a un lado la imagen del campesino folclórico y retomaron el “símbolo encarnado” de la tragedia. Esta supuesta condición de vida construyó un individuo rural sin posibilidades de revertir o actuar sobre su destino y, por ende, resignado al problema agrario, como lo vimos en la sección sobre las propiedades canonizadas. Un articulista anónimo reforzó esa idea al señalar sobre la misma obra de Herrera García que:

Con el “concho” de Aquileo Echeverría “sentimos el humor inagotable del escritor… y podemos enseñar “su” concho al extranjero con el gusto de un padre que muestra a su hijo mal criado, pero muy original… Pero ya no reímos. Juan Varela no se puede enseñar al extranjero en medio de una sonrisa de paternal alcahuetería, Juan Varela es un problema, y, como tal, nos hace pensar292.

Desde estos puntos de vista, los escritores recuperados, sobre todo aquellos pertenecientes a la generación del 40, marcaron una ruptura con el costumbrismo. A diferencia de las analogías establecidas por Cañas y Pacheco, para críticos como Gladis Miranda las obras después de El Infierno Verde exploraron más allá del realismo “regional, campestre, insípido y simple”293. Es, por tanto, “una literatura que margina la viñeta costumbrista y plantea una tragedia humana, sobre un hondo panorama real y caldeado”294. Siendo así, el género de la conchería, que una vez retrató “nuestras gentes del campo al través de cromos o souvenir”, ya no tenía lugar en una Costa Rica actualizada con nuevas preocupaciones295.

Conclusiones

Hacia 1960-1970 la crítica costarricense valoró un realismo-costumbrista superado por las estéticas latino-centroamericanas. Estas nuevas corrientes destacaban el lenguaje barroco, la superposición de tiempos y los paralelismos simbólicos por encima del orden lineal, estático y a veces inanimado del realismo tradicional. Para entonces, estos recursos se privilegiaron precisamente porque la crítica latinoamericana entró en el debate de la internacionalización de la literatura y del escritor universal, buscando en las obras la escritura compleja y el tratamiento global de los temas que permitieran una recepción más allá de las comunidades nacionales.

Aunque los escritores costarricenses publicados en estas fechas se interesaron por los estilos fantásticos y experimentales, la crítica periodística aún se aferraba a las interpretaciones nacionalistas de la literatura. Este proceso también fue compartido con las literaturas centroamericanas a través de la corriente regionalista, cuyos autores construyeron las imágenes de la identidad cultural con base en los estereotipos del mundo rural. Las valoraciones costarricenses, guiadas por este mismo criollismo literario, lejos de incorporar las rupturas estéticas y temáticas de los nuevos escritores, se focalizaron en la referencialidad de la obra (y su apelación a “lo real” o a “lo conocido”), la “ruralidad” de los contenidos y en la continuidad con la tradición folclorista. Desde esta óptica, la literatura y sus instituciones fueron un terreno para construir visiones esencialistas de “la Patria”. Los prototipos leídos en las obras y las comparaciones con el pasado literario crearon las marcas de “lo nacional”. En estas construcciones, las lecturas sobre Aquileo, Magón, García Monge y sus “homólogos” Dobles, Fallas, Gutiérrez y Herrera García, por mencionar los más citados, validaron la idea de que la vida del “pueblo costarricense” era campesina, obediente y sufrida. Estos “símbolos encarnados” colocaron a los personajes-ciudadanos dentro de una vida nacional sin poder político ni posibilidades de revertir el destino, imágenes convenientemente recuperadas en un período de conflictividad social y movimientos campesinos. Las imágenes identitarias del realismo fueron las negociaciones y los marcos de referencia de la literatura costarricense.

Es decir, se convirtieron en los requisitos necesarios para que las obras tuvieran un lugar central en el canon literario y en la retórica nacionalista. Sin embargo, como nos ocuparemos en el capítulo tercero, la militancia de algunos de estos escritores y la posibilidad de filtrar ideologías “ajenas” al reconocimiento del Estado desataron los principales conflictos de definición en este campo.


157 Doris Sommer, Ficciones fundacionales. Las nowvelas nacionales de América Latina (Bogotá, Colombia: Fondo de Cultura Económica, 2004).

158 Flora Ovares, Margarita Rojas, Carlos Santander y María Elena Carballo, La casa paterna: escritura y nación en Costa Rica (San José, Costa Rica: Editorial Universidad de Costa Rica, 1993).

159 Alexánder Jiménez, El imposible país de los filósofos: el discurso filosófico y la invención de Costa Rica (San José, Costa Rica: Editorial Universidad de Costa Rica, 2005).

160 Héctor Pérez, Historia contemporánea de Costa Rica (D.F., México: Fondo de Cultura Económica, 1997); Juan Rafael Quesada, Costa Rica contemporánea: raíces del Estado de la Nación (San José, Costa Rica: Editorial Universidad de Costa Rica, 1999).

161 Jorge Mora, Movimientos campesinos en Costa Rica (San José, Costa Rica: FLACSO, 1992), 15-31.

162 Jorge Rivera, Estado y política económica (1948-1970) (San José, Costa Rica: Editorial UCR, 2000); Carmen Romero, Estado y políticas sociales (Tesis de Maestría en Sociología, Universidad de Costa Rica, 1983).

163 Rafael Cuevas, El punto sobre la i. Políticas culturales en Costa Rica, 1948-1990 (San José, Costa Rica: Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes, 1996).

164 Luis Barahona, La patria esencial (San José, Costa Rica: LIL, 1980), 18.

165 Bourdieu, Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario…, 319-320.

166 En este apartado mencionamos las instituciones involucradas en la literatura costarricense en el período de estudio; sin embargo, no pudimos profundizar en algunas de ellas debido al estado actual de la documentación.

167 Archivo Nacional, Fondo: Educación, Signatura: 5096. Correspondencia de Carlos Alberto Arce (Administrador de la Editorial Costa Rica) con Fernando Volio (Ministro de Educación), 24 de mayo de 1974. Los posibles títulos catalogados como obras de la “cultura nacional” fueron: Braulio Carrillo representativo de su época: organizador de nuestra nacionalidad de Francisco María Núñez Monge; Gregorio José Ramírez y otros ensayos de Pedro Pérez Zeledón; Crónicas coloniales de Ricardo Fernández Guardia; La escultura en Costa Rica de Luis Ferrero Acosta; La pintura en Costa Rica (sin más datos); Concherías de Aquileo J. Echeverría; Bananos y hombres y otros relatos de Carmen Lyra; La mala sombra y otros sucesos de Joaquín García Monge; Antología de poesía costarricense para las escuelas; Antología de Cuentos Costarricenses; Historias de Tatamundo de Fabián Dobles; El árbol enfermo de Carlos Gagini; El abuelo cuentacuentos de Carlos Luis Sáenz; Cocorí de Joaquín Gutiérrez; Cuentos de angustias y paisajes de Carlos Salazar Herrera; Juan Varela de Adolfo Herrera; Mi madrina de Carlos Luis Fallas; La Campaña Nacional de 1856-1857 (biografía de Juan Rafael Mora) (posiblemente se refiere a la obra Biografía del expresidente de la república general, y benemérito de la patria D. Juan Rafael Mora de Lucas Chacón); Canciones, juegos, acertijos, trabalenguas y adivinanzas (sin más datos).

168 Dirección General de Artes y Letras, “Becas de taller”, Artes y Letras (Costa Rica) 1, n. 2-3 (1966): 49. Menciona las becas en Música, Literatura y Artes Plásticas.

169 Cuevas, 123. Instituciones correspondientes como la Editorial Costa Rica y las colecciones de la Dirección General de Artes y Letras. Con respecto a los Juegos Florales, solo hallamos artículos aislados en los que se patrocinaron las convocatorias. Por ejemplo: Editorial Costa Rica, “Juegos Florales”, Brecha (Costa Rica) 7 (marzo de 1962); S.A., “Juegos Florales”, Hipocampo (Costa Rica) 2 (marzo-abril de 1969).

170 Las series del Departamento de Publicaciones, por ejemplo para 1974-1975, se llamaron: ¿Quién fue y qué hizo?, Nos ven, Del rescate, Del Folclor, Pensamiento de América, Textos breves y extraordinarios, Revistas. Con respecto al Instituto Costarricense del Libro, un ejemplo de las tensiones entre la Editorial y estos organismos lo encontramos en Archivo Nacional, Fondo: Editorial Costa Rica, Acta 11, Sesión 698, 11 de enero de 1977, 1085.

171 S.A., “23 obras publicó EDUCA en 1973”, La Hora, 15 de febrero de 1973, 2; Archivo Nacional, Fondo: Editorial Costa Rica, Acta 20, Sesión 1093, 21 de setiembre de 1984, 3791. Este fue el caso de la comercialización de Cocorí, cuyas condiciones de venta inclinaron a Joaquín Gutiérrez a trasladar la obra de la ECR a EDUCA.

172 Ivonne Jiménez y William Vargas, “Un año difícil para la producción editorial”, Universidad, 12-18 de diciembre de 1980.

173 Gladis Miranda, “El problema de la crítica en Costa Rica”, La Nación, 15 de setiembre de 1974, 30C.

174 Bourdieu, 319-320.

175 Elena López Riera, “Semiotics of the kitchen. Un análisis performativo”, en: Territorios en red. Prácticas culturales y análisis del discurso, (eds.) Susana Díaz y Andrea Goin (Madrid, España: Editorial Biblioteca Nueva, 2008), 217.

176 Carlos Manuel Villalobos, De la invención al inventario: desarrollo de los estudios literarios en Centroamérica (1990-2002) (Tesis de Doctorado Interdisciplinario en Letras y Artes en América Central, Universidad Nacional, 2010), 71-74.

177 Belford Moré, “La voz autorizada: el crítico y el historiador de la literatura nacional de entre siglos”, Revista de Investigaciones Literarias y Culturales (Venezuela) 6, n. 12 (1998): 303 y 310.

178 Emilio de Ípola define como “marcas” todas aquellas huellas que deja el discurso político o ideológico. Emilio de Ípola, “Discurso político, política del discurso”, en: Cultura y creación intelectual en América Latina, (ed.) Pablo González (D.F., México: Siglo XXI Editores, 1984), 241. Lo que implica a su vez participar en la construcción de lo que André Reszler denomina mitos fundacionales. En este caso, estos mitos se relacionan con la búsqueda de los orígenes, de los padres fundadores o de la continuidad histórica como parte de un nacionalismo cultural y de una visión coherente de la sociedad. André Reszler, Mitos políticos modernos (D.F., México: Fondo de Cultura Económica, 1984), 283-284, 291-292.

179 Para ejemplificar esta idea basta con retomar las palabras de Alberto Cañas en 1977. Para él, el escritor busca “el sentimiento de inmortalidad… un deseo inconsciente de prolongar su nombre, su persona o sus ideas y que una vez que él desaparezca, queden ahí, en alguna forma”. Antidio Cabal, Mario Céspedes, Carlos Morales y Alberto Cañas, “Alberto Cañas, el escritor tras la inmortalidad”, Universidad, 7 de febrero de 1977, 12.

180 Villalobos, 72.

181 En 1974 Gladis Miranda publicó un artículo de prensa señalando la diferencia entre un crítico aficionado y un crítico profesionalizado. La autora parecía revelar tensiones en el campo de la crítica, pues para ella no cualquiera podía ser llamado crítico: “Al hablar de críticos no me estoy refiriendo a esas personas que, de vez en cuando, escriben un artículo… Tampoco, a los que practican crítica cotidiana, conversacional, de salón… para ser críticos, se necesita, además de una sólida base cultural, un conocimiento profundo de los métodos, procedimientos, etc., propios de la especialidad… amerita mucha dedicación, mucho estudio, mucha investigación y, sobre todo, mucha objetividad. En el proceso de la crítica entran en juego tres aspectos: la investigación, el análisis y el juicio. Se investiga sobre todo lo relacionado con el autor: su época, su vida, su ambiente, sus ideas, etc. Se investiga la obra: los temas, los personajes, la estructura, las técnicas formales, etc. Se emite un juicio: las conclusiones a las que llega el crítico, con respecto a los valores formales e ideológicos de la obra”. Gladis Miranda, “El problema de la crítica en Costa Rica”, La Nación, 15 de setiembre de 1974, 30C. Posiblemente, la autora reaccionaba por un coloquio que se realizó meses antes en el periódico La Nación, en el que se cuestionaba si había o no crítica en Costa Rica y cuáles eran sus limitaciones. Consultar: Coloquio,

“Qué crítica vamos a tener, si la escuela no enseña a pensar”, La Nación, 2 de junio de 1974, 19C. Para conocer las otras partes de este coloquio, consultar: Coloquio, “Sí hay crítica en Costa Rica”, La Nación, 26 de mayo de 1974, 30C; Coloquio, “Una cosa es la crítica y otra el análisis”, La Nación, 9 de junio de 1974, 40C; Coloquio, “La limitación del medio tiende a hundir críticos”, La Nación, 30 de junio de 1974, 9A. Las reflexiones de estos artículos las retomamos en el capítulo siguiente.

182 Abelardo Bonilla, Historia de la literatura costarricense (San José, Costa Rica: STVDIVM GENERALE COSTARRICENSE, 1957).

183 Patricia Fumero, “Se trata de una dictadura sui generis”. La Universidad de Costa Rica y la Guerra Civil de 1948”, Anuario de Estudios Centroamericanos (Costa Rica) 1-2, n. 23 (1997): 141.

184 Constantino Láscaris, Abelardo Bonilla. Serie ¿Quién fue y qué hizo?, n. 10 (San José, Costa Rica: Departamento de Publicaciones del Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes, 1973), 16.

185 Bonilla. En la introducción elaborada por su esposa Rosa María Bonilla se mencionan otros méritos, como su incorporación a la Academia Costarricense de la Lengua en 1953, el premio en Derecho del II Certamen Nacional de Cultura en El Salvador en 1956, por su obra Introducción a una axiología jurídica, y el premio en Filosofía del III Certamen Nacional de Cultura en El Salvador en 1956, por su obra Conocimiento, verdad y belleza. El premio nacional de ensayo lo obtuvo por el estudio América y el pensamiento poético de Rubén Darío.

186 Andrea Calderón, María del Pilar Aguilar y Rosibel Rosales, Bio-bibliografía de Alberto Cañas (San José, Costa Rica: Universidad de Costa Rica, Escuela de Bibliotecología y Ciencias de la Información, 2004). Otros cargos fueron como miembro en las Juntas Directivas del INS (1971-1974), del Consejo Nacional de Deportes (1974-1976) y la Caja Costarricense de Seguro Social (1974-1990). En la UCR fue Director de Artes Dramáticas (1978-1984) y Decano de Bellas Artes (1979-1983). Ganó los Juegos Florales en 1964 y presidió el Instituto Costarricense de Cultura Hispánica (1981-1985, 1989-1992). Los premios nacionales los ganó en cuento por Aquí y ahora y Los cuentos del Gallo Pelón; y en teatro por Una bruja en el río.

187 León Pacheco, Lecciones de Literatura (San José, Costa Rica: Atenea, 1948).

188 Samuel Rovinski, “León Pacheco: menor de hombres libres”, Káñina (Costa Rica) 5, n. 2 (1985). Menciona que estuvo en la embajada de Costa Rica en París, pero no

precisa los años. Virginia Sandoval de Fonseca, Resumen de la literatura costarricense (San José, Costa Rica: Editorial Costa Rica, 1978).

189 León Pacheco, “El costarricense en la literatura nacional”, Universidad de Costa Rica (Costa Rica) 10 (1954).

190 Lo ganó por su ensayo El hilo de Ariadna.

191 Alfonso Chase, Narrativa contemporánea de Costa Rica. Selección, estudio introductorio y notas (San José, Costa Rica: Departamento de Publicaciones del Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes, 1975).

192 Con respecto a los premios nacionales, Chase fue galardonado en poesía por su obra Los reinos de mi mundo, en cuento por Mirar con inocencia y en novela por Los juegos furtivos. También ganó el I Premio Centroamericano de Poesía, Guatemala (1966-1968, 1975); II Premio Centroamericano en Novela, Guatemala (1967), Premio Latinoamericano en Poesía (OCLAE, 1969). Betzy Zúñiga, Bio-bibliografía de Alfonso Chase (San José, Costa Rica: Universidad de Costa Rica, Escuela de Bibliotecología y Ciencias de la Información, 1999).

193 Benedicto Víquez, “Gladis Alicia Miranda Hevia”, libre.org/2009/09/gladys-alicia-miranda-hevia.html (Fecha de acceso: 10 de abril del 2015). También es autora de obras como San Isidro (1980), Víspera (1984), La huella de abril (1989), El cinturón de Orión (2013), entre otras.

194 Ejemplo de esto lo encontramos en Gladis Miranda, “II manifiesto contra los literatos jóvenes”, Excélsior, 26 de mayo de 1976, II Sección, 3; Gladis Miranda, “El problema de la crítica en Costa Rica”, La Nación, 15 de setiembre de 1974, 30C; Gladis Miranda, “Sobre literatura costarricense”, La República, 27 de febrero de 1975, 11; Gladis Miranda, “Los males de la literatura de Costa Rica”, Excélsior, 13 de setiembre de 1975, Segunda Sección, 3.

195 Mario Fernández Lobo y Álvaro Porras Ledezma, Textos de lectura y comentarios. Primer año de Enseñanza Media (San José, Costa Rica: Trejos Hermanos, 1964); Mario Fernández Lobo, Textos de lectura y comentarios para undécimo año. Literatura costarricense, hispanoamericana y española. Desde el Romanticismo hasta nuestros días (San José, Costa Rica: Editorial Fernández Arce, 1978); Mario Fernández, Textos de lectura y comentarios. Para sétimo año. Literatura costarricense, hispanoamericana y española (San José, Costa Rica: Editorial Fernández Arce, 1979).

196 Leonardo Mata, “Mario Fernández Lobo”, La Nación, 27 de marzo del 2002. En http://wvw.nacion.com/ln_ee/2002/marzo/27/opinion3.html (Fecha de acceso: 10 de abril del 2015).

197 Por la obra Comunicación e ideología.

198 Es importante destacar que, como lo veremos en los siguientes capítulos, el capital de legitimidad se concentró en figuras como Alberto Cañas y Alfonso Chase. Incluso en las revistas culturales de las que obtuvimos más información sobre temas literarios (Artes y Letras, Hipocampo, Tertulia y Papel Impreso), estos críticos fueron los únicos autores en común en dichas revistas. Es decir, si revisamos sus índices a lo largo del período de estudio, notaremos que en algún ejemplar de estas cuatro revistas, Cañas y Chase publicaron al menos un artículo, participación que solo encontramos en estos dos críticos.

199 Un ejemplo del papel que juega esta notoriedad lo encontramos en las actas de la Editorial Costa Rica, con respecto a Alberto Cañas. A este intelectual, por su capital de legitimidad, se le entregó la responsabilidad de elaborar listas de autores del pasado, sobre las cuales la Editorial basaría sus publicaciones. Archivo Nacional, Fondo: Editorial Costa Rica, Acta 10, Sesión 692, 23 de noviembre de 1976, 1067. Asimismo, cuando se presentó su libro Los cuentos del Gallo Pelón, el Consejo Directivo “acuerda, en vista del reconocido prestigio del autor incluirlo en el Programa de Ediciones de 1979”, sin pasar previamente por ningún comité de lectura como se acostumbraba con todas las obras. Acta 13, Sesión 805, 6 de febrero de

1979, 1567. Asisten: Federico Vargas, Alberto Cañas, Joaquín Gutiérrez, Julio Rodríguez, Primo Luis Chavarría, Pablo Jenkins, Francisco Zúñiga, Francisco Antonio Pacheco, José Néstor Mourelo y Joaquín Garro.

200 José Miguel Oviedo, Historia de la literatura hispanoamericana. Postmodernidad, vanguardia, regionalismo. Tomo III (Madrid, España: Alianza Editorial, 2001), 201, 226-227. Estas ideas fueron propuestas por el regionalismo que, desde una visión paternalista, “fue una estética del descubrimiento y del reconocimiento de lo propio, de la supervivencia y la regeneración”. Aunque la corriente tuvo su protagonismo a inicios del siglo XX con obras como La vorágine (1924) de José E. Rivera, Don Segundo Sombra (1926) de Ricardo Güiraldes y Doña Bárbara (1929) de Rómulo Gallegos, Oviedo plantea que elaboraron un inventario de “lo propio” y sentaron las bases de la estructura fundacional sobre la que se desarrollaría la

novela contemporánea. Así, por ejemplo, sus paisajes fueron la selva, la pampa, el llano; y sus personajes, los indios, mestizos, gauchos, llaneros, campesinos.

201 Cedomil Goic, Los mitos degradados: ensayos de comprensión de la literatura hispanoamericana (Amsterdan-Atlanta, Holanda: Editions Rodopi B.V., 1992), 273.

202 María Elena D’Alessandro, La novela urbana en Latinoamérica durante los años 1945 a 1959 (Caracas, Venezuela: Fundación CELARG, 1994). Propone que en este subgénero se pueden rastrear los antecedentes del “boom”. Divide la novela en dos tipos: de corte existencial e individualista (Juan Carlos Onetti, Ernesto Sábato, Manuel Rojas, Alejo Carpentier, Carlos Droguett, Guillermo Meneses y Salvador Garmendia) y de tendencia social (Carlos Fuentes, Marco Denevi, Carlos Onetti, Leopoldo Marechal, Mario Benedetti, Beatriz Guido, Horacio Verbitsky y Agustín Yáñez). La autora identifica la presencia de un nuevo lenguaje para jugar con la verdad mediante el uso de metáforas como la máscara (ocultar), el carnaval (evadir), la farsa (mentir para evidenciar la verdad) y el espejo (realidades múltiples).

203 Seymour Menton, Caminata por la narrativa latinoamericana (D.F., México: Universidad Veracruzana y Fondo de Cultura Económica, 2002). Menciona las obras Polispuercón (1970) de Héctor Murena; Diezcanseco (1970) de Alfredo Pareja; El gran solitario de palacio (1971) de Renén Avilés Fabila; Farsa (1971) de Juan Goyanarte; Del presidente nadie se burla (1972) de Julio José Fajardo; El derecho de asilo (1972) y El recurso del método (1974) de Alejo Carpentier; El secuestro del general (1973) de Demetrio Aguilera Malta; Yo, el supremo (1974) de Augusto Roa Bastos; Senderos brillantes (1974) de Nelson Estupiñán Bass; El otoño del patriarca (1975) de Gabriel García Márquez y Oficio de difuntos (1976) de Arturo Uslar Pietri.

204 En esta línea se ubican escritores como Alejo Carpentier, Juan Carlos Onetti, Ernesto Sábato, José Lezama Lima, Julio Cortázar, Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Severo Sarduy, José María Arguedas, David Viñas, Augusto Roa Bastos. Andrés Amorós, Introducción a la novela hispanoamericana actual (Salamanca, España: Anaya, 1973); Alfredo Veiravé, Literatura hispanoamericana (Buenos Aires, Argentina: Editorial Kapelusz, 1976).

205 Carlos Fuentes, La nueva novela hispanoamericana (D.F., México: Editorial Joaquín Mortiz, 1969), 17, 23 y 32.

206 Ángel Rama, Transculturación narrativa en América Latina (D.F., México: Siglo Veintiuno Editores, 1985), 13; Alejandro Losada, “Nueva novela” y procesos sociales en América Latina. La contribución de Ángel Rama a la historia social de la literatura latinoamericana”, Texto Crítico (México) s.d. (1985): 255-259. Losada nos explica que en el contexto de Ángel Rama, modernización significó “liquidación crítica de los valores culturales tradicionales”. Es importante destacar que estos críticos conceptualizaron la literatura como un producto impreso generalmente asociado con la novela o con las grandes obras de la “literatura culta” (en oposición a oralidad o a los géneros populares).

207 Claudia Gilma n, Entre la pluma y el fusil. Debates y dilemas del escritor revolucionario en América Latina (Buenos Aires, Argentina: Siglo XXI Editores, 2003), 318, 321 y 323. Los críticos a los que Gilman se refiere son Carlos Fuentes, Emmanuel Carballo, Juan Loveluck y Ángel Rama. Carlos Fuentes, en su obra La nueva novela hispanoamericana, atribuye esa aspiración universal a la recepción europea de las obras.

208 Amelia Mondragón, “Literatura y literaturas en Centroamérica”, en: Cambios estéticos y nuevos proyectos culturales en Centroamérica, Amelia Mondragón (ed.) (Washington, Estados Unidos: Literal Books, 1994), 15-16. Sobre la presencia del realismo con compromiso social en Centroamérica, Magda Zavala explica que se consolidó principalmente en las décadas de 1940-1950. Así, por ejemplo, en Guatemala, Costa Rica, Honduras y El Salvador predominó un realismo con interés agrario y en temas bananeros a través de autores como Mario Monteforte, Fabián Dobles, Carlos Luis Fallas, Joaquín Gutiérrez, Ramón Amaya y Ramón González Montalvo; en Nicaragua se centró en las guerras de resistencia nacional con el autor Adolfo Calero, y en Panamá se enfocó en la denuncia del Canal con el autor Joaquín Beleño. Aunque la autora no profundizó al respecto, encontró una nueva dinámica en la novela centroamericana con las obras de autores como Miguel Ángel Asturias, Alfonso Chase, Lisandro Chávez y Carmen Naranjo. Magda Zavala, La nueva novela centroamericana. Estudio de las tendencias más relevantes del género a la luz de diez novelas del período 1970-1985 (Tesis doctoral, Universidad Católica de Louvain, 1990), 84-87. Tesis no publicada.

209 Jorge Enrique Adoum, “El realismo de la otra realidad”, en: América Latina en su literatura, (coord.) César Fernández (Madrid, España: Siglo XXI, 1998).

210 Para explicar este proceso de modernización, Arturo Arias se centró en los casos de Guatemala y Costa Rica. Guatemala, con el ascenso de Juan José Arévalo, inició un conjunto de reformas (agrarias, educativas, de salud pública) focalizadas en la población ladina del Pacífico. Costa Rica, con la llegada de José Figueres, llevó a cabo estas reformas según el modelo de la socialdemocracia, principalmente en la Meseta Central. Sostiene Arias que la región entró en contacto con las “ideologías de la modernización” del Estado a través de los programas de la CEPAL y el MERCOMUN. Arturo Arias, Gestos ceremoniales. Narrativa centroamericana, 1960-1990 (Guatemala, Guatemala: Editorial Artemis-Edinter, 1998), 23-33. Para entender el concepto de “modernización” en la literatura, podemos retomar las reflexiones de Bernal Herrera. Este autor, quien centró su análisis en el movimiento modernista y regionalista en Centroamérica a principios del siglo XX, explica que la modernización literaria dentro de estas corrientes se vinculó con innovaciones o experimentaciones en la escritura y en las técnicas literarias de la obra, no tanto con el tema seleccionado. Bernal Herrera, “Modernidad y modernización literaria en Centroamérica”, en: Hacia una historia de las literaturas centroamericanas. Tensiones de la modernidad: Del modernismo al realismo. Tomo II, Valeria Ginberg y Ricardo Roque (eds.) (Guatemala, Guatemala: F&G Editores, 2009).

211 Arturo Arias profundiza en cada una de estas novelas y amplía su estudio con Un día en la vida (1981) de Manlio Argueta; La mujer habitada (1988) y Sofía de los presagios (1990) de Gioconda Belli; y El asma de Levitán (1990) de Roberto Armijo.

212 Álvaro Quesada, Breve historia de la literatura costarricense (San José, Costa Rica: Editorial Costa Rica, 2008), 104-108. También se consultó a Alfonso Chase, Narrativa contemporánea de Costa Rica. Estos escritores son: Alberto Cañas (Una casa en el barrio del Carmen, 1967), Julieta Pinto (Los marginados, 1970; Si se oyera el silencio, 1967; La estación que sigue al verano, 1969), Carmen Naranjo (Los perros no ladraron, 1966; Diario de una multitud, 1974; Sobrepunto, 1985), Samuel Rovinski (Ceremonia de casta, 1976), Quince Duncan (Una canción en la madrugada, 1970; Hombres curtidos, 1973; Los cuatro espejos, 1975; La paz del pueblo, 1979), Rima de Vallbona (Noche en vela, 1968), Virgilio Mora (Cachaza, 1977), Alfonso Chase (Los juegos furtivos, 1968; Las puertas de la noche, 1974), y Gerardo César Hurtado (Irazú, 1972; Los parques, 1975; Así en la vida como en la muerte, 1975). Chase ofrece una lista más amplia de obras, consultar: 115-116.

213 Ibíd., 108.

214 Margarita Rojas y Flora Ovares, 100 años de literatura costarricense (San José, Costa Rica: Farben-Norma, 1995), 176-177. Las autoras ofrecen otra clasificación de esta generación. En este caso estudiaron los trabajos de José Montero Madrigal (Al pairo y otros cuentos, 1965), Alberto Cañas (Una casa en el barrio del Carmen, 1965), Julieta Pinto (Si se oyera el silencio, 1967; El despertar de Lázaro, 1994), Carmen Naranjo (Memorias de un hombre palabra, 1968; Diario de una multitud, 1974; Ondina, 1983; En partes, 1994), Samuel Rovinski (Ceremonia de casta, 1976), Rima Rothe de Vallbona (Las sombras que perseguimos, 1983), Myriam Bustos (Rechazo de la rosa, 1984; Reiterándome, 1988, El regreso de O.R., 1993), Daniel Gallegos (El pasado es un extraño país, 1993) y José León Sánchez (La isla de los hombres solos, 1967; Tenochtitlán, 1986). Escritores como Quince Duncan, Gerardo César Hurtado y Alfonso Chase los ubican dentro del grupo más cercano a la generación de 1980, y en sus casos particulares enfocaron sus trabajos artísticos a la crítica de la historia oficial y a la marginalidad racial.

215 Ibíd., 177.

216 Alberto Cañas, “Chisporroteos”, La República, 2 de mayo de 1971, 8.

217 Este corpus sintetiza los escritores más citados. La búsqueda se realizó en hemeroteca y estuvo guiada por la categoría “literatura costarricense”. Es importante mencionar que un escritor recurrentemente mencionado fue Julián Marchena con su obra Alas en fuga, pero no lo incorporamos en este seguimiento de escritores por pertenecer al campo de la poesía. Para consultar las fuentes ver el anexo 8.

218 Recibieron el Premio Magón: Carlos Luis Fallas (1965), José Marín Cañas (1967), Fabián Dobles (1968) y Joaquín Gutiérrez; el Premio Joaquín García Monge: José Marín Cañas (1970) y Adolfo Herrera (1974); el Premio Pío Víquez: Adolfo Herrera (1974) y José Marín Cañas (1979) y el Premio Aquileo J. Echeverría en novela: Fabián Dobles (1967), Joaquín Gutiérrez (1973) y José León Sánchez (1967 en cuento y 1986 en novela). Carlos Cortés y Martín Murillo, “Historia de los Premios Nacionales”, Revista Nacional de Cultura (Costa Rica) 15 (mayo de 1992): 71-72.

219 S.A., “Señalan a Alfredo Oreamuno Quirós como uno de los destacados escritores”, La Nación, 5 de junio de 1973, 66; Varios, “El escritor de hoy vive bajo la égida del editor”, La Nación, 16 de diciembre de 1973, 28C; Enrique Benavides, “Escritores y escritores”, La Nación, 30 de diciembre de 1973, 3B.

220 S.A., “¿Es aconsejable el celibato religioso? Una novela puso el dedo en la llaga”, La Nación, 25 de noviembre de 1967, 43; Carlos Catania, “Jenaro Cardona y la esfinge a su distancia”, La Nación, 10 de febrero de 1973, 15; Gladis Miranda, “El sacerdote: un ser humano en “La esfinge del sendero”, Excélsior, 20 de agosto de 1977, 1. Suplemento cultural.

221 Y con el Partido Liberación Nacional, un grupo que se abría espacio en la

producción literaria con la publicación de sus creaciones y el ejercicio de cargos en las instituciones culturales, tales como Alberto Cañas, Fernando Durán Ayanegui, Julieta Pinto, Carmen Naranjo, Alfonso Chase y Quince Duncan. Entrevista con un escritor emergente de la década de 1980, 22 de mayo y 3 de junio del 2013 San José.

222 Alfonso Chase, “Yolanda Oreamuno, buscadora del tiempo perdido”, La Nación, 6 de setiembre de 1964, 36; Alberto Cañas, “Chisporroteos”, La República, 20 de diciembre de 1970, 8; Enrique Anderson Imbert, Historia de la literatura hispanoamericana (México: Fondo de Cultura Económica, 1957), 416.

223 Álvaro Quesada nos recuerda que desde los temas de la vida urbana y las relaciones patriarcales, estos escritores incorporaron la superposición de narradores, el montaje de escenas, los traslapes espacio-temporales y los flujos de la conciencia. Quesada, 72-73, 88-89.

224 Aunque Beatriz Sarlo no ofrece una definición de este concepto, la autora lo emplea para referirse a la “significación colectiva de una ficción”, a partir del peso de la crítica. En sus propias palabras “las elecciones del crítico tienen un punto de referencia en el peso y la circulación social de los textos”, Beatriz Sarlo, Escritos sobre literatura argentina (Buenos Aires, Argentina: Siglo XXI Editores, 2007), 335.

225 Bourdieu, 349.

226 Even Zohar, Polisistemas de cultura Libro electrónico provisorio, http://www.tau.ac.il/~itamarez/works/papers/trabajos/polisistemas_de_cultura2007.pdf (Fecha de acceso: 10 de enero del 2014), 7.

227 Para consultar las fuentes de este cuadro comparativo ver el anexo 8.

228 Ernesto Castegnaro, “Carlos Luis Fallas”, La República, 14 de marzo de 1972, 13. Siguiendo esta línea, Carlos Catania sostuvo que: “Ningún ser humano está en condiciones de imaginar sin echar mano de los datos de la realidad sensible... Bajando la posibilidad del mundo “real”, el escritor crea su propio mundo y este mundo es por fuerza asimismo real, porque existe como posibilidad”. Carlos Catania, “El infierno verde o el delito de inventar la realidad”, La Nación, 13 de julio de 1972, 15.

229 Floria Jiménez, “Regreso a Fallas”, Excélsior, 26 de noviembre de 1977, 2, Posdata. Otro ejemplo de esta idea fue el prólogo de la primera edición en 1986 de Mamita Yunai con el sello Editorial Costa Rica. Para el prologuista Víctor Manuel Arroyo, la novela relató “auténticas vivencias transmitidas fielmente, con la fuerza expresiva del habla popular” y de la carátula agregó que el tema “proviene de la propia realidad circundante con todo su dramatismo y su enfoque psicológico y social… el autor, más que testigo, como actor de los dramas que narra, ha recogido sus impresiones en el mismo campo de acción”. Carlos Luis Fallas, Mamita Yunai (San José, Costa Rica: Editorial Costa Rica, 1986).

230 Archivo Central de la Universidad Nacional. Programas de la Escuela de Literatura y Ciencias del Lenguaje. Signatura: 001-1978-39.

231 Archivo Central de la Universidad Nacional. Programas de la Escuela de Literatura y Ciencias del Lenguaje. Signatura: 001-1979-78.

232 S.A., “La explotación del morbo en la obra literaria y en la mente del vendedor”, La Nación, 29 de julio de 1972, 60. Encontramos una reacción similar en 1985 ante la negativa de publicar La luna de la hierba roja por parte de la Editorial Costa Rica. En esa ocasión, el Consejo dictaminó que “dada la similitud de circunstancias y la correspondencia de los personajes con la realidad se produce una identificación de estos últimos en la vida real. Esa identificación asociada con el contexto general de la novela y con los hechos ilícitos que en ella se narran, podría configurar una responsabilidad solidaria del editor con el autor”. Archivo Nacional, Fondo: Editorial Costa Rica, Acta 21, Sesión 117, 4 de marzo de 1985, 3935. Asisten: Vladimir de la Cruz (preside), Jaime Cerdas Cruz, Freddy Pacheco León, Cecilia Crespo Varela, Julieta Pinto González, Alberto Cañas Escalante, Estrella Cartín Besutti, Jorge Charpentier García, Arnoldo Mora Rodríguez, Óscar Torres Padilla y Daniel Gallegos Troyo.

233 Roberto Carrera, “Mamita Yunai”, La Nación, 18 de abril de 1975, 14B.

234 Milton Salazar, “La banca privada y la novela “Juan Varela”, La República, 4 de noviembre de 1966, 6.

235 GIM, “Tercera edición de “Juan Varela”, La Prensa Libre, 2 de noviembre de 1966, 7.

236 S.A., “La novela es subyugante”, La Nación, 16 de noviembre de 1973, 4A.

237 Ibíd.

238 Apunta Jorge Guier que “Todo escritor que quiera hacer una novela de verdad” debe sentir “su idioma como una lengua viva, para que el lector vibre al unísono con la propia lengua, que no esté lejana del modo de hablar del lugar en que la novela tiene acción”. Jorge Guier, “Tres novelas ejemplares”, La Nación, 4 de mayo de 1969, 15. Según Abelardo Bonilla, imitar el lenguaje popular y sus defectos en las obras literarias otorgó una “mayor verdad idiomática” e incursión en “los recodos del alma nacional”. Bonilla, Historia de la literatura costarricense…, 364.

239 Ovares, Rojas, Santander y Carballo, 7-9, 17.

240 En los prólogos disponibles de las publicaciones en esta época encontraremos esta tendencia. La edición de 1966 de Juan Varela presentaba una carta escrita en 1940 por Ricardo Fernández Guardia a Adolfo Herrera, en la que Fernández señalaba que la obra “tiene el sabor amargo de un delicioso y patético pesimismo… uno siente que de la invención del escritor rezuma la implacable realidad”. Adolfo Herrera, Juan Varela (San José, Costa Rica: Editorial Costa Rica, 1966). Asimismo, en 1974 Emma Gamboa opinó que en El sitio de las abras, Dobles “baja al barro del hombre y le destila su crudeza, su amargura y su miseria” y en Ese que llaman pueblo “desfilan hombres y mujeres por la cuesta de la amargura y niños que sufren la desolación temprana”. Fabián Dobles, El sitio de las abras (San José, Costa Rica: Editorial Costa Rica, 1977). Finalmente, Víctor Manuel Arroyo redactó en 1977 que Gentes y gentecillas trataba sobre un “minúsculo caserío donde transcurre la vida gris de una multitud asombrosa de personajes humanísimos, inolvidables por sus tragedias cotidianas y sus pequeñas alegrías”. Agregó más adelante que estas historias tragicómicas eran parte de las “esencias populares”, así como también lo eran la marimba, el habla popular y los personajes locales. Carlos Luis Fallas, Gentes y gentecillas (San José, Costa Rica: Editorial Costa Rica, 1977).

241 Addy Salas, “Juan Varela”, La República, 25 de abril de 1974, 13.

242 Ernesto Castegnaro, “El día histórico. José Marín Cañas”, La Nación, 26 de agosto de 1973, 15-16.

243 León Pacheco, “Marcos Ramírez”, La República, 14 de marzo de 1972, 13.

244 Virginia Sterloff, “Novelística de Fabián Dobles”, La Prensa Libre, 28 de junio de 1974, 20.

245 Alfredo Cardona Peña, “Puerto Limón” de Joaquín Gutiérrez”, La Nación, 8 de marzo de 1970.

246 Carlos Catania, “Jenaro Cardona y la esfinge a su distancia”, La Nación, 10 de febrero de 1973, 15.

247 Alfonso Chase, “Yolanda Oreamuno, buscadora del tiempo perdido”, La Nación, 6 de setiembre de 1964, 36.

248 Ramón Xirau, “Crisis del realismo”, en: América Latina en su literatura, (coord.) César Fernández (Madrid, España: Siglo XXI, 1998), 185-188.

249 Isaac Felipe Azofeifa, “Signo y ventura de la novela costarricense. En torno a “Aguas Turbias” de Fabián Dobles”, Surco (Costa Rica) año 4, n. 43 (enero de 1944): 11.

250 Carlos Catania, “Jenaro Cardona y la esfinge a su distancia”, La Nación, 10 de febrero de 1973, 15.

251 Arnoldo Castro, “Un harapo en el camino”, La Prensa Libre, 9 de setiembre de 1970, 24.

252 S.A., “La Isla de los Hombres Solos”, La República, 8 de julio de 1961, 12.

253 Barahona, La patria esencial…, 96.

254 Alfonso González, Mujeres y hombres de la posguerra costarricense (San José, Costa Rica: Editorial Universidad de Costa Rica, 2005), 15-18.

255 Patricia Alvarenga, “Sexualidad, corporalidad y etnia en la narrativa centroamericana de la primera mitad del siglo XX”, en: Hacia una historia de las literaturas centroamericanas. Tensiones de la modernidad: Del modernismo al realismo…, 356-358; Dante Barrientos, “Un contexto de exclusiones: las cicatrices del siglo XX y el cuento regionalista centroamericano”, en: Hacia una historia de las literaturas centroamericanas. Tensiones de la modernidad: Del modernismo al realismo…, 317-324. Según nos recuerdan estos autores, en estas sociedades centroamericanas era importante la integración del indígena al “mundo ladino” como parte de los proyectos nacionalistas.

256 Barrientos, 318.

257 Sarlo, 330.

258 Por momentos este trío estuvo acompañado por Carlos Gagini. Sin embargo, la figura de Gagini se retomó como un escritor nacionalista por el tratamiento de los temas, no por las técnicas escriturales. Adolfo Herrera, “El realismo: una carta de Magón”, La Nación, 3 de marzo de 1974, 3B. Mario Fernández explicó esta idea en 1964 de la siguiente manera: “Hemos de señalar un rasgo muy significativo de Gagini: sus temas, aunque sean nacionales, están tratados lejos del sentir criollo de Magón, de García Monge... sus personajes hablan siempre como personas cultas sea cual fuere su posición y grado de cultura; el ambiente es apenas sugerido, sin caer en detalles particulares, el tema carece de elementos propios del medio. Gagini no quiso o no pudo interpretar el alma costarricense. Como Fernández Guardia, en su mayor parte, él es un extranjero por los temas”. Mario Fernández Lobo y Álvaro Porras Ledezma, Textos de lectura y comentarios. Primer año de Enseñanza Media. Estos temas eran nacionales porque “se propone así descubrir los vicios capitales y la corrupción moral de la época y exaltar los valores autóctonos de nuestra nacionalidad. Sus novelas expresan una protesta viril ante lo extranjero; en este sentido, es precursor de la temática antiimperialista dentro de la novela nacional”. Mario Fernández, Textos de lectura y comentarios. Para sétimo año. Literatura costarricense, hispanoamericana y española.

259 José María Pozuelo y Rosa María Aradra, Teoría del canon y literatura española (Madrid, España: Cátedra, 2000), 147 y 150.

260 Hommi Bhabha, Nación y narración. Entre la ilusión de una identidad y las diferencias culturales (Buenos Aires, Argentina: Siglo Veintiuno Editores, 2010), 13. De acuerdo con Bhabha una de las formas de narrar la Nación se encuentra en el campo de la literatura. Isaac Felipe Azofeifa explicó por qué estos escritores habían alcanzado este estatus. En sus propias palabras, esta generación “emprende la tarea de llevar nuestra alma criolla a la literatura. Mira con simpatía extrema y con un amor clarividente –no con amor ciego y tonto–, nuestras costumbres, nuestra lengua, nuestra historia, y a nuestro hombre del campo y de la ciudad. Hace lo que se llama realismo en la literatura. Diríase que se vuelven todos los ojos para apreciar en todo detalle las cosas, y manos para tocar amorosamente la realidad”. Se enfoca en Magón, pero también menciona como parte de esta generación a Aquileo J. Echeverría, Ricardo Fernández Guardia, Joaquín García Monge, Jenaro Cardona, Gagini, Claudio González Rucavado y Teodoro Quirós. Azofeifa, 28.

261 Mario Fernández Lobo y Álvaro Porras Ledezma, Textos de lectura y comentarios. Primer año de Enseñanza Media, 17. Adolfo Herrera, el autor de Juan Varela, argumentó que Joaquín García Monge, Aquileo y Magón fueron “los padres fundadores del realismo”. Ellos escribieron sobre los campesinos que vivían en “condiciones sociales casi idílicas... no derivan de ningún problema social básico”, por eso “hay risas, abunda la gracia y es campechano el buen humor”. Adolfo Herrera, “La generación de 1940”, La Nación, 16 de marzo de 1974, 3B. En otro artículo Herrera agregó que estos mismos escritores se convirtieron en los clásicos por ser realistas, lo que implicó escribir sobre la naturaleza, los campesinos y el habla popular. Sin embargo, en este artículo el autor publicó extractos de una carta que él recibió de Magón y al exaltar su figura Herrera parecía legitimarse ante la opinión pública. Adolfo Herrera, “El realismo: una carta de Magón”, La Nación, 3 de marzo de 1974, 3B.

262 Ibíd., 230

263 Entendidas por Ípola como las “marcas” que deja el discurso político-ideológico. Ípola, 241. En 1975, Quince Duncan buscó ampliar este “paisaje nacional” visibilizando “la presencia del negro” en la literatura. De forma introductoria, menciona los tipos retratados por Carlos Luis Fallas (desde una visión testimonial), Fabián Dobles (desde la solidaridad), José León Sánchez (desde la denuncia) y Joaquín Gutiérrez (desde la diferencia racial). Sin embargo, cae una vez más en ese discurso que busca los rasgos nacionales identitarios. Quince Duncan, El negro en la literatura costarricense (San José, Costa Rica: Editorial Costa Rica, 1975), 11-27.

264 León Pacheco, “El costarricense en la literatura nacional”, 75-141. Pacheco concentró su análisis en las Concherías de Aquileo J. Echeverría porque intentaba demostrar que este poeta incorporó al campesino costarricense a la literatura latinoamericana. El papel de Echeverría equivalía al de la poesía gauchesca. En sus explicaciones, el autor reproduce los mitos de una sociedad igualitaria, descendiente de españoles y sin pasado indígena. Estas imágenes nacionales de la familia campesina y la vida en el campo del Valle Central son los pilares que sostienen “la patria esencial” de Luis Barahona. En su ensayo propuso como bases de un “proyecto nacional progresista”: la orientación cristiana, el estado de derecho, las formas democráticas, “los hábitos y costumbres que nos distinguen”, la educación y la vocación pacífica. Barahona, La patria esencial, 90-94 y 96-98.

265 Eugenio Rodríguez se graduó como abogado y se desempeñó como profesor de sociología en la Universidad de Costa Rica. Fue un dirigente activo en la década de 1940 y formó parte del Centro de Estudios para los Problemas Nacionales. Fue cofundador del Partido Social Demócrata (después Partido Liberación Nacional) y estuvo en la dirigencia de puestos políticos (contralor en 1964-1970, rector de la UCR en 1970-1974, presidente del IMAS en 1974-1975 y Ministro de Educación en 1982-1986). Por su parte, Luis Barahona se graduó en Filología en la Universidad de Costa Rica, en la cual se desempeñó como catedrático de 1948 a 1974. Formó parte de los profesores que entregaron apoyo económico al Ejército de Liberación Nacional en la toma de la UCR.

266 Era el mito de la Costa Rica del campesino blanco y pacífico de los “nacionalistas metafísicos”, Jiménez, 33.

267 Eugenio Rodríguez, Apuntes para una sociología costarricense (San José,

Costa Rica: Editorial Universitaria Centroamericana, 1953); Abelardo Bonilla, “El costarricense y su actitud nacional. Ensayo de interpretación del alma nacional”, Revista de la Universidad de Costa Rica (Costa Rica) no. 10 (noviembre de 1954).

268 Esta fue la tesis de la Costa Rica colonial para Carlos Monge y Rodrigo Facio. Iván Molina, Revolucionar el pasado. La historiografía costarricense del siglo XIX al XXI (San José, Costa Rica: EUNED, 2012), 18-20.

269 Luis Barahona, El gran incógnito (San José, Costa Rica: Editorial Costa Rica, 1953). El autor no profundiza sobre dichos cambios socioeconómicos. Por otro lado, en 1990 Gina Valitutti defendía una tesis distinta a la que sostenemos en este capítulo. A través del estudio de intelectuales en la década de 1970 (como Isaac Felipe Azofeifa, Luis Barahona Jiménez, Enrique Benavides, Constantino Láscaris, José Marín Cañas, Carlos Monge Alfaro, Roberto Murillo y León Pacheco) identificó dos discursos predominantes. En el primero de ellos, la sociedad costarricense fue caracterizada por su excepcionalidad, asociada con la igualdad, la paz, la democracia y la vocación a la tierra. Pero en este discurso, el costarricense se definió como mediocre, conformista, perezoso, escéptico y sin ambiciones. Según Valitutti, esa posición en la prensa fue una reacción ante el Estado empresario que desafiaba los intereses político-económicos de la vieja oligarquía. Frente a este contexto, los intelectuales construyeron un segundo discurso, que sepulta esas características negativas. En este punto, se dejó a un lado el relato nacional-autóctono para promover un discurso que visibilizara la herencia occidental, de origen grecolatino, y que pusiera en evidencia el grado de civilización y raciocinio de la población costarricense. A diferencia de Valitutti, nuestra investigación plantea que, al menos desde la crítica literaria, el discurso prevaleciente fue el nacional-autóctono, el cual en lugar de negar o estigmatizar el pasado agrícola/campesino más bien idealizó sus características y las presentó como la esencia del ser nacional. Gina Valitutti, La sociedad costarricense y los intelectuales de la década de 1970. Análisis de su concepción del mundo (Tesis de Licenciatura en Antropología Social, Universidad de Costa Rica, 1990).

270 Los artículos de prensa no profundizaron en conceptos como “alma nacional” o “ser nacional”. Estos descriptores los encontramos en Isaac Felipe Azofeida, Cómo pronunciamos nuestra lengua y conversaciones sobre literatura costarricense (San José, Costa Rica: Imprenta Atenea, 1947); Programas oficiales de segunda enseñanza, 21-22, 25, 28-29, 37, 39, 40, 44; Mario Fernández Lobo y Álvaro Porras Ledezma, Textos de lectura y comentarios. Primer año de Enseñanza Media, 13, 15-16, 17, 39-44, 81-82, 180-183, 230; Mario Fernández Lobo y Álvaro Porras Ledezma, Textos de lectura y comentarios. Primer año de Enseñanza Media (San José, Costa Rica: Trejos Hermanos, 1964), 177-178, 228; Abelardo Bonilla, Historia de la literatura costarricense, 116-119, 177, 131-133; Alfonso Chase, Narrativa contemporánea de Costa Rica; León Pacheco, “El costarricense en la literatura nacional”, 109.

271 En una conversación con Carlos Catania, Alberto Cañas comentó que el costumbrismo permitía la identificación del lector con el tema, el ambiente o la historia, y que por estos motivos él lo había empleado en algunas de sus obras de teatro. Existía, por tanto, un reconocimiento del poder que podía ejercer el escritor con esta opción estética. Alberto Cañas y Carlos Catania, “Entrevista sobre narrativa costarricense”, Tertulia (Costa Rica) 4 (noviembre-diciembre de 1972): 31-37.

272 Inés Trejos, “El Sitio de las Abras” por Fabián Dobles”, La Prensa Libre, 30 de noviembre de 1970, 32.

273 Adolfo Herrera, “El realismo: una carta de Magón”, La Nación, 3 de marzo de 1974, 3B.

274 Hans Robert Jauss, “El lector como instancia de una nueva Historia de la Literatura”, en: Estética de la recepción, José Antonio Mayoral (comp.) (Madrid, España: Arco/Libros, 1987), 59.

275 Rodríguez, Apuntes para una sociología costarricense, 67. Para este autor somos un país sin fuertes tradiciones, por lo que debemos rescatar la huella de escritores como Magón, Aquileo J. Echeverría, Ricardo Fernández Guardia y Manuel de Jesús Jiménez. Esta perspectiva se relaciona con la posición de Luis Barahona para quien había que volver la mirada sobre lo conocido (el alma concha) para defender la cultura nacional de ideas, doctrinas, gustos y modos de vida importados, porque “la patria es el pueblo, pero el pueblo conocido y que se conoce, no el pueblo inédito”. Barahona, El gran incógnito, 12.

276 Alberto Cañas, “Chisporroteos”, La República, 8 de octubre de 1967, 9.

277 Danièle Trottier, Juego textual y profanación: análisis sociocrítico de Lázaro de Betania de Roberto Brenes Mesén (San José, Costa Rica: Editorial Universidad de Costa Rica, 1993), 41.

278 Alberto Cañas, “Chisporroteos”, La República, 10 de febrero de 1974, 10.

279 Villalobos, 170.

280 León Pacheco, “Novelas y novelistas costarricenses”, La Nación, 22 de julio de 1968, 15. Con respecto a las formas narrativas, Manuel Picado defendió una con tinuidad de la generación de 1900 con la del 40. A excepción de escritores como Yolanda Oreamuno y Joaquín Gutiérrez, Picado encontró similitudes en ambos momentos de la literatura por el valor concedido a la observación del narrador y la verosimilitud del texto. El lenguaje fue el principal puente entre las generaciones por ser referencial (espacios físicos y sociales reconocibles), personal (con carácter autobiográfico) y espontáneo (sin tecnicidad). Pero con distintas orientaciones ideológicas. Manuel Picado, Literatura, ideología, crítica, 41 y 54.

281 Raymond Williams, Marxismo y literatura (Barcelona, España: Península, 1980), 137-139.

282 Antonio Rey, La novela picaresca (Madrid, España: Grupo Ayana, 1990), 20-29; 30-31 y 72-75.

283 Francisco Carrillo, Semiolingüística de la novela picaresca (Madrid, España: Cátedra, 1982). El autor se refiere al mito de la España del siglo XVI regida por el linaje y la honra de los caballeros, la cual era radicalmente discriminatoria con la “filtración judía” e indiferente con la pobreza de las mayorías.

284 Beatriz Villarreal, Precarismo, campesinado y democracia (San José, Costa Rica: FLACSO, 1992), 34. También consultar: Carlos Rodríguez, “Concentración de la tierra y precarismo en Guanacaste, 1950-1970”, Ciencias Sociales (Costa Rica) 43 (1989): 79.

285 Destacan Guanacaste (Nicoya y Santa Cruz) entre 1950-1963 por los conflictos entre colonos y latifundistas, quienes empezaron a acaparar la tierra para la ganadería, comercialización de madera, conversión en pastos y fines especulativos. En el Pacífico Sur (Quepos, Parrita, Golfito), entre 1955-1960, por el abandono de fincas y tecnificación agrícola de la Compañía Bananera, se desencadenaron huelgas de trabajadores bananeros por el cumplimiento de derechos laborales. Las huelgas que también estuvieron presentes en Limón contra la Northern Railway Co. y la United Fruit Co. Carlos Abarca, “Los movimientos sociales en el desarrollo reciente de Costa Rica”, Nuestra Historia (Costa Rica) 18 (1997). Es importante aclarar que también hubo movimientos sociales urbanos, por ejemplo, contra el aumento de tarifas eléctricas (Cartago), asentamientos residenciales (Puntarenas), pago de salarios (Heredia) y reclamo de prestaciones. Sobre la concentración de la tierra también consultar: Nelson Gutiérrez, “La estructura agraria costarricense en la década de los 70”, Ciencias Sociales (Costa Rica) 51-52 (1991): 101-107. El autor argumenta con información del Banco Central que en 1972 se destinó un 34.2% del crédito total para la agricultura, mientras que en 1977 este porcentaje se redujo a 22.5%, direccionando las prioridades a la ganadería y a la industria, 110.

286 Villarreal, 41. La autora estudia dos períodos y descubre que entre 1963-1979 se registraron 729.496 hectáreas invadidas, 14.025 precarios y 817 casos; mientras que en 1980-1985 se registraron 120.932 hectáreas invadidas, 5.700 precarios y 408 casos.

287 Mario Fernández, “Acceso a la tierra y reproducción del campesinado en Costa Rica”, Ciencias Sociales (Costa Rica) 43 (1989): 35. El autor argumenta, según información de la Dirección General de Estadística y Censos, que la frontera agrícola representó en 1950 un 35.6% del territorio nacional, mientras que para 1963 ascendió a un 52.4% y en 1973 a un 61.2%. Agrega, además, que las microfincas (menos de 0.7 hectáreas) pasaron de 50.211 a 10.505 entre 1963-1973. Finalmente, menciona que la población económicamente dedicada a las actividades primarias descendió de un 56.5% en 1950 a un 38.4% en 1973, 33-35.

288 Allen Cordero, Los movimientos campesinos costarricenses vistos a través de tres casos de asentamientos del IDA (San José, Costa Rica: FLACSO, 2011), 94-195. Refiere a la Colonia Trinidad en San Ramón de Alajuela, donde los campesinos mantuvieron relaciones políticas con los diputados liberacionistas y calderonistas para obtener la titularidad de la tierra a cambio de votos durante el período electoral de 1962. Mora, 28-29, señala, sin entrar en detalles, que los partidos de izquierda, socialdemócrata y socialcristiano apoyaron mediante organizaciones sindicales a estos grupos campesinos. Carlos Abarca menciona que en el Pacífico Sur las huelgas estuvieron respaldadas por el sindicalismo, a través de la Federación de Obreros Bananeros y Anexos (FOBA, 1952), la Confederación General de Trabajadores (CGTC, 1953), la Federación Única de Trabajadores (FRUTA) y la Unión de Trabajadores de Golfito (UTG). Carlos Abarca, “Los movimientos sociales en el desarrollo reciente de Costa Rica”, 42.

289 Enrique, Tovar, “José Marín Cañas, los clásicos y la joven literatura costarricense”, La República, 11 de abril de 1971, 9.

290 José Marín Cañas, “Fallas el novelista”, Excélsior, 8 de mayo de 1976, 2, Posdata. Textualmente, el escritor explica: “En Costa Rica, o por lo menos dentro del concepto de lo que es literatura costarricense, se ha calificado como escritor costarricense, el que escribe costumbrismo… porque lo que tenemos –con la poca edad recorrida, historia pacífica, carente de grandes conmociones– es la costumbre”. Y en ese sentido, para él, Fallas fue el primero en romper con el costumbrismo.

291 Fernández Lobo, Textos de lectura y comentarios para undécimo año. Literatura costarricense, hispanoamericana y española. Desde el Romanticismo hasta nuestros días, 341-344.

292 S.A., “La lectura de los lunes”, La Nación, 21 de febrero de 1966, 2. Estas palabras aparecieron atribuidas a Yolanda Oreamuno en el prólogo de la edición de Juan Varela en 1966. Según esta fuente fueron publicadas en 1939 en Repertorio Americano. Adolfo Herrera, Juan Varela (San José, Costa Rica: Editorial Costa Rica, 1966), 12.

293 Gladis Miranda, “Literatura costarricense. “Mamita Yunai: testimonio social y político”, Excélsior, 15 de junio de 1975, 5, Posdata. También consultar: Gladis Miranda, “La novela en Costa Rica”, La República, 17 de febrero de 1975, 13.

294 José Marín Cañas, “Fallas el novelista”, Excélsior, 8 de mayo de 1976, 2, Posdata.

295 Luis Barahona, “De las “Concherías” y sus posibilidades actuales como género literario”, Artes y Letras (Costa Rica) 1, n. 5 (1968): 14. Concluye el autor: “la época del “CONCHO” ya pasó. Es hora de que nuestros escritores y poetas amantes de lo propio vuelvan los ojos a esa otra realidad humana que está en franco proceso de surgimiento, la nueva promoción del “tipo sub-urbano que, aún sin características definidas, es el único que tiende a representar la verdadera Costa Rica del siglo XX”. Una solicitud muy distinta a la demanda planteada por el mismo autor en El gran incógnito en 1953. En 1975, Mario Flores, interesado en reflexionar sobre los temas de la literatura centroamericana, apuntó lo contrario: “nos guste o no, seguimos siendo, pese a nuestro decanto desarrollo industrial, sociedades agrarias en donde lo telúrico y cosmogónico de nuestro acento, no puede ser sustituido de la noche a la mañana”. Mario Flores, “El criollismo de nuestra literatura”, Excélsior, 14 de noviembre de 1975, Tercera Sección, 3.