Conclusiones generales

El estudio de la crítica literaria en Costa Rica ha sido un tema desatendido por la historia y la literatura. La primera disciplina, por ejemplo, se ha concentrado en la producción literaria como un campo para la circulación de ideas políticas (centro-latinoamericanas o europeas), cambios discursivos, enfrentamiento entre agentes (Iglesia o Estado) o promoción oficial (políticas culturales). Mientras que la segunda disciplina se ha enfocado en la historia de la poesía o narrativa y en la crítica breve a instituciones culturales por sus preferencias literarias.

A diferencia de esos enfoques, nuestro trabajo analiza al crítico literario como un elemento clave en la definición del campo de lo literario. Estudiar este agente nos permitió comprender cómo se valoraron los corpus, cómo se fundamentaron ideas instituyentes en este campo y cómo estas percepciones establecieron parámetros de validez literaria; creando (¿o direccionando?) con ello una “relectura” de las obras y nuevos significados del objeto literario. En ese sentido, nuestro estudio visibilizó al crítico como un sujeto activo en una red de poder en la que intervienen el pasado político, los debates de la esfera pública y el capital simbólico acumulado para ingresar y mediar en ella.

La importancia de nuestro objeto de estudio fue identificar las funciones asumidas por el crítico como directivo (en instituciones del Estado), reseñador (en la prensa), evaluador (en los premios o editoriales), autor (en las publicaciones especializadas) y escritor (poeta, novelista, dramaturgo, cuentista, entre otros géneros). Y desde las cuales, o por la combinación de estas, elaboraron antologías literarias basadas en lecturas previas y en posiciones políticas según la época. Estudiar la crítica nos permitió entender la manera en que se definieron valores literarios (qué escribir, cómo escribirlo) y se crearon imaginarios nacionales, ya que al homologar la literatura con la realidad también se equipararon los comportamientos de los personajes con los del ciudadano costarricense. Visto así, comprendimos que el concepto de literatura costarricense fue una construcción discursiva en la que se disputaron símbolos de identidad, estéticas nacionalistas, prácticas artísticas y formas de reconocimiento.

Como notamos en los Capítulos II y III los críticos apostaron por una política literaria; es decir, una estética oficial fundamentada en el realismo-costumbrista de la generación de finales del siglo XIX, principios del siglo XX (Aquileo J. Echeverría, Manuel González Zeledón y Joaquín García Monge) y de la década de 1940 (José Marín Cañas, Yolanda Oreamuno, Adolfo Herrera, Carlos Luis Fallas, Fabián Dobles y Joaquín Gutiérrez). De las obras de esos escritores se destacó la capacidad de sus referentes (personajes, espacios, lenguaje y tono trágico) para construir un sentido de “realidad” con el entorno nacional, según fueran experiencias vividas por el autor, material para polemizar legislaciones (reforma agraria y reforma penitenciaria) o historias para rectificar conductas (alcoholismo, robo, “ultraje foráneo”, entre otros elementos).

La referencia de los críticos a estos escritores creó la idea de que las letras costarricenses partieron de antecedentes literarios que predefinieron su forma de ser. Así, por ejemplo, en función de estas coyunturas (finales del siglo XIX, inicios del XX y la década de 1940) se justificó el nacimiento de la literatura, haciendo valer que desde un principio el realismo-costumbrismo lideró “la tradición literaria” y que por este motivo debía ser recuperado por las generaciones siguientes. Asimismo, distinguir estas etapas históricas por el desarrollo de las reformas liberales (siglo XIX) y la legislación social (1940) resaltó “el progreso” cultural y económico del país, consolidando la deducción de que al lado de los grandes procesos históricos existieron autores y obras que acompañaron esta magnificencia.

La selección de estos escritores, además, situó el tema del mundo rural como una particularidad de la literatura costarricense. Para ello, se rescató la figura del campesino pobre en dos formas. Por un lado, se emparentó al campesino de Magón y Aquileo con el de Fallas, Dobles y Gutiérrez, argumentando que ambos tipos de personajes reprodujeron el humor como “actitud nacional” para sobrellevar los infortunios de la vida aldeana. Por otro lado, se separó al campesino de Magón o de Aquileo con el de Fallas, Herrera y Dobles, señalando que estos últimos, a diferencia de los primeros, problematizaron la pobreza y el sufrimiento de los individuos. En ambos casos, sin embargo, el campesino (y su tipología) se conceptualizó como la representación literaria de la sociedad costarricense, primigenia, natural y esencial.

Por ello sostenemos que la polémica nacionalista de finales del siglo XIX e inicios del XX sobre los motivos y la escritura de la literatura costarricense estaba resuelta en las décadas de 1960-1970. Con ello queremos decir que la perspectiva nacionalista había triunfado en las visiones oficiales de la literatura, y al menos en las décadas de estudio, valoraba las obras según los contenidos descritos anteriormente, tales como el campesino, sus tradiciones y su mundo rural. La perspectiva nacionalista, así entendida, significó la resistencia a las corrientes literarias cosmopolitas y la preferencia por los contextos locales en las narraciones. A pesar de ello, notaremos una contradicción en este discurso, puesto que el costumbrismo era originalmente un movimiento europeo (español) y su aceptación (como corriente nacionalista) se atribuyó a la herencia del pasado español, utilizado para dignificar las cualidades costarricenses y pasar por alto o no ver el aporte artístico de las culturas indígenas.

No obstante lo anterior, la validación realista-costumbrista de la crítica coexistió con propuestas literarias que en la misma época buscaron trascender esta corriente. Así, por ejemplo, la crítica latinoamericana y los escritores emergentes en Centroamérica y Costa Rica optaron por estéticas míticas, paralelismos simbólicos, traslapes temporales y voces múltiples. El objetivo principal en estos textos era precisamente romper con la estructura lineal del realismo (y sus variantes: criollismo, nativismo, regionalismo, entre otras), renovar los temas o la escritura y universalizar la obra, aspectos que el realismo tradicional había dejado a un lado.

En nuestro país predominó la perspectiva nacionalista en la crítica, por ejemplo, de Alberto Cañas, Fabián Dobles, José León Sánchez, Luis Barahona, Isaac Felipe Azofeifa y León Pacheco, quienes concibieron la literatura como uno de los campos esenciales e ideológicos de la Patria. La materialidad de este bien simbólico (en obras, premios e instituciones) se asumió como un medio para definir nuestro “modo de ser” y acomodar “las esencias” a los rasgos más aceptados de la nacionalidad. Desde este punto de vista, el esencialismo nutrió los ideales de la “cultura nacional” en una época en que se pretendía difundir el “avance” de nuestra producción intelectual (con la Historia de la literatura costarricense de Abelardo Bonilla), publicar sus creaciones (con la Editorial Costa Rica) y premiar sus valores idiosincráticos (con los premios nacionales).

Siguiendo este precepto, la literatura fue un terreno para construir imágenes de lo nacional. Las interpretaciones de los textos retrataron un “pueblo costarricense” (campesino y obrero-urbano) de la Meseta Central o del Caribe, sumergido en la pobreza o el abuso de poder. Estas circunstancias (expropiación de tierras, traumas de guerra, abuso patriarcal, encarcelamiento, entre otras) forjaron la característica más importante del sujeto político: su agonía cotidiana, de manera que en estos relatos ya no se reproduce el imaginario de una comunidad feliz, según la estética referencialista de principios de siglo, sino que el sufrimiento se instituyó como un “símbolo encarnado” de la vida moral.

Las imágenes del campesino desvalido y apacible, situado en un entorno familiar, rural y religioso, construyeron la idea de lo “autóctono”. Es decir, el “tipo de campesino” (obediente, trabajador y supersticioso), sus costumbres (fiestas patronales, rezos y cogidas de café), su habla (sencilla y vocablo campesino) y sus espacios domésticos (aldea y finca). La presencia de estas “marcas” en las obras reflejó signos de identidad, pertenencia y autenticidad, especialmente cuando se intentaba demostrar que “la esencia” de la vida costarricense se encontraba en el campo. En este orden de ideas, apuntamos que definir la literatura costarricense fue al mismo tiempo un esfuerzo de imaginarnos a nosotros mismos, o al menos de seleccionar (¿o ajustar?) los atributos de la comunidad nacional a partir de un tipo esencial.

Estas imágenes del mundo rural también se construyeron en la literatura centroamericana, principalmente a través de la corriente regionalista. Tal y como lo vimos con los casos salvadoreño y guatemalteco, la identidad cultural se buscó en “la ruralidad”, porque según los escritores folcloristas ahí residía “lo propio” o “lo auténtico”. Para lograrlo, los relatos recrearon un lenguaje de habla popular y estilo directo que imitara la oralidad, y un tono literario que remarcara la ingenuidad y fatalidad de los personajes. Estos textos representaron lo que creían (¿o querían?) del campesino e indígena, caricaturizando sus miserias y reforzando la fragilidad de su condición humana. Por tanto, fueron visiones cargadas de prejuicios y paternalismos que trataron de homogeneizar la vida del campo e integrar a estos grupos sociales al proyecto nacional.

De igual manera, el discurso literario en Costa Rica privilegió una vulnerabilidad de la vida campesina que no amenazara al orden (patriarcal, moral y económico) y que más bien reforzara su necesidad de protección. Para ello debemos recordar que las obras de este realismo no se comprendieron como textos ficcionales (o la posibilidad de “lo que pudo haber sido”), sino como documentos fidedignos (“lo que realmente ocurrió”). Con base en esta premisa, rescatar la fragilidad del mundo rural se pudo vincular con el conflicto que para estas décadas enfrentó al Estado y a los pequeños productores por las invasiones ilegales de tierra y las consecuencias de la “modernización” agrícola. Planteado así, la construcción de los sujetos por parte de los críticos oficiales fue una manera simbólica de neutralizar el espíritu combativo del movimiento campesino, puesto que sus interpretaciones naturalizaron el dolor e idealizaron las cualidades del campesino a través de una narrativa paternalista y patriótica.

Estas ideas-imágenes que elaboraron identidades y modelos formadores también filtraron discusiones ideológicas, como lo vimos en el Capítulo III. Es decir, mientras representaron negociaciones generalizadas, como el realismo-costumbrismo de una literatura (nacionalista) para el consumo interno; asimismo, representaron conflictos por la militancia comunista de algunos de sus creadores. Para entonces se debatía hasta qué punto el comunismo podía formar parte de “la cultura nacional” en un país alineado con el bloque capitalista y en el que se ilegalizó este partido. Una serie de eventos como el decreto contra el material comunista, las polémicas por las publicaciones de la Editorial, la clausura del seminario sobre el escritor y el cambio social demostraron que durante la década de 1960 y los primeros años de la década de 1970, la lectura sobre el comunismo aún se guiaba por las divisiones políticas del conflicto de 1948, intensificadas a su vez por la Guerra Fría.

La estética realista, extendida a otros campos del arte, permitía controlar los mensajes de las producciones culturales. El realismo-costumbrismo, el paisajismo, el cine documental, el teatro clásico y el teatro popular se enfocaron en contenidos educativos e informativos que no desembocaran en temas políticos “usualmente” clasificados por las autoridades oficiales como filtraciones comunistas. Estas representaciones (escritas o visuales) eran la imagen (producida) de la Nación, por lo que privilegiaron contenidos “folclorizados” sin tintes de denuncia social o levantamientos populares. Posiblemente, la aceptación del expresionismo abstracto se entroncó con esta lectura, pues el lenguaje cifrado de sus obras valoraba al arte por sus aspectos formales y cromáticos más que por lenguajes figurativos abiertos a interpretaciones ideológicas.

Las obras, principalmente de escritores comunistas, tampoco portaron críticas demoledoras a las estructuras de poder, condición que facilitó su incorporación a los valores nacionales. Sin embargo, en esta época la afiliación de sus autores era la razón principal para cuestionar las creaciones y disputar su reconocimiento, ya que implicaba admitir que la producción intelectual y el capital literario costarricenses se cimentaron sobre actores comunistas que en un pasado fueron perseguidos, exiliados o expropiados por la misma política del Estado.

Desde esta perspectiva, cuestionamos el análisis de Rafael Cuevas para quien las políticas culturales de mecenazgo, difusión y promoción del Estado Benefactor convirtieron estas décadas en una “época de oro”; igualmente su premisa de que los intelectuales socialdemócratas atendieron el “problema comunista” cooptando a sus líderes en las instituciones artísticas. Si bien el Estado fundó entidades culturales como la Dirección General de Artes y Letras, la Editorial Costa Rica, los premios nacionales y el Ministerio de Cultura, con las que ofreció publicaciones, becas y cargos, también este estímulo tuvo restricciones.

Así quedó demostrado con el rechazo inicial a las obras de Carlos Luis Fallas (Mamita Yunai) por parte de la Editorial Costa Rica, la reacción de la prensa ante su posible integración al Consejo Directivo, la necesidad de aclarar la filiación política de los directivos y la justificación de las publicaciones una vez avaladas por otras instancias. A estos claroscuros de la “época de oro” podríamos agregar la censura del documental Costa Rica Banana Republic, la concentración de trabajos artísticos en pocas manos (como ocurrió con las portadas designadas a Manuel de la Cruz González, Rafael Fernández y Rafael García), la concentración de puestos institucionales (Alberto Cañas, Alfonso Chase y Laureano Albán) y la concentración de publicaciones en un solo autor (como sucedió con Jorge Debravo).

Las restricciones de la política cultural con respecto a los escritores comunistas se presentaron hasta mediados de la década de 1970. La legalización del Partido Vanguardia Popular, el surgimiento de nuevos grupos de izquierda y la participación de integrantes afines a estas tendencias en instituciones como la Editorial Costa Rica, generaron cambios en la recepción de estos creadores. Partiendo de ese panorama, podemos entender la disposición para apoyar los actos conmemorativos de Fallas, la declaratoria de patrimonio editorial a su obra, la participación en las ferias del libro en países socialistas, así como la Colección XXV Aniversario, que reunió artistas de diversas tendencias estéticas y políticas.

Es importante resaltar que estos cambios en la política cultural (vista desde el caso de la ECR) estuvieron antecedidos por los conflictos descritos; es decir, que no hubo cambio sin pugna. Recordemos que, inicialmente, se debatía entre los directivos y la prensa si incluir escritores comunistas despertaría las “rebeldías juveniles”, avivaría los “rencores” del pasado o amenazaría el sistema democrático. Pesaba en estos debates un discurso anticomunista –alimentado por la posguerra del 48, las dictaduras centroamericanas y las movilizaciones estudiantiles– que generó una reacción negativa y a veces ambigua ante las manifestaciones de izquierda. Esto nos explica por qué en ciertos momentos existieron reclamos por publicitar este “tipo de literatura” (la de Luisa González, Fabián Dobles y Joaquín Gutiérrez), incautaciones de material comunista (Adolfo Herrera y Carlos Luis Fallas) y reconocimientos parcializados de los textos (Fallas). Mientras que en otros, se aprobó la obra de un escritor rechazado veinte años antes (Fallas) y las reediciones de escritores de izquierda en tiempos de crisis económica (González, Carmen Lyra, Gutiérrez y Fallas). A partir de entonces, nuestra obra evidencia que el proceso de aceptación fue controversial y complejo para la intelectualidad editorial, puesto que estaba en juego el derecho de entrada a la literatura costarricense y el hecho de admitir la militancia (o diferencia) política en sus autores.

En este punto argumentamos la validación de nuestra hipótesis, ya que identificamos las negociaciones (realismocostumbrista), los marcos de referencia (generaciones de finales del siglo XIX y década de 1940) y los conflictos (comunismo) de la literatura costarricense. Estos nudos de definición los contextualizamos en un proyecto cultural socialdemócrata que se apoyó en el esencialismo para forjar símbolos de identidad y pertenencia. Sin embargo, un aspecto imprevisto por nuestra hipótesis fue que el realismo también era un concepto del cual se apropiaron las izquierdas, debido a su connotación de “arte comprometido” y revolucionario. Y que, además, el realismo se había oficializado fundamentalmente en la novela, en vista que los nuevos grupos de poetas criticaron el predominio del trascendentalismo en la poesía por encima de otras corrientes estéticas (más vinculadas con el “realismo poético”). Por lo que podemos evidenciar que en el campo literario nacional se articulaba un proceso más amplio del que la estética realista impuso.

Las nuevas agrupaciones, entre ellas, Oruga, Grupo Sin Nombre y el Círculo de Poetas de San Ramón, apelaron por valores literarios distintos a la oficialidad estética e institucional, según lo estudiamos en el Capítulo IV. Con respecto a la primera, entraron en contacto con la antipoesía y el exteriorismo nicaragüense, siendo el lenguaje conversacional y los temas de la Revolución Sandinista las principales influencias en sus poemas. Con respecto a la segunda, criticaron la concentración de poder en instituciones como la Editorial Costa Rica, la Asociación de Autores y los premios nacionales, mediante las cuales se promovía según sus cuestionamientos un tipo de poesía (trascendentalista). Estos grupos, por su parte, agregaron otras dimensiones a la literatura al buscar su público (obreros, campesinos), crear espacios (parques, bar/cafeterías) y disponer la creatividad al servicio de la revolución (o de las causas sociales).

Al respecto, podríamos comparar el concepto de literatura oficial (novela) con el de estas nuevas propuestas (poesía). En ambos casos se valoró el realismo y el lenguaje directo, pues los textos iban dirigidos a una colectividad (pueblo). Con esta intencionalidad, los dos se asumieron como prácticas políticas, en el caso de los críticos oficiales para la construcción de imaginarios nacionales, y en el caso de los grupos alternativos para difundir los discursos militantes. Sin embargo, la diferencia estuvo en que la literatura oficial (que también era política) evitó las discusiones políticas y acudió para ello a la idealización/victimización de la figura del campesino. Aunque la literatura política recuperó el sufrimiento del pueblo y sus guerrilleros, en estos poemas existió

una utopía de transformación social, convirtiendo a sus destinatarios en sujetos activos con posibilidades de cambiar su condición (de pobreza, de injusticia, de opresión), por lo que creó a su vez imaginarios nacionales alternativos.

Esta literatura política, nacida en el contexto de las movilizaciones contra ALCOA, las guerras civiles centroamericanas (El Salvador y Nicaragua) y los partidos de izquierda (Partido Socialista Costarricense, Frente Popular Costarricense, Partido Vanguardia Popular y la izquierda del Partido Liberación Nacional, entre otros), acentuó el papel combativo del intelectual y del arte en las luchas sociales. Lo anterior contrastó con la posición de los escritores emergentes en la década de 1980, que inmersos en la decepción por los resultados de la revolución y la fuerza del discurso de derecha, se inclinaron por una literatura intimista, cuyos temas y lenguajes experimentales esquivaban los debates públicos.

La literatura política de la Revolución y su posterior desencanto también fueron un fenómeno compartido en Centroamérica. Hacia las décadas de 1960-1980, en el contexto de las guerrillas salvadoreñas, guatemaltecas y nicaragüenses, el testimonio fue un género empleado como arma de combate, cuya función social era denunciar la dominación y los abusos del poder mediante la voz de un protagonista/sobreviviente. El recuento de estos acontecimientos muchas veces reseñó la lucha armada de los partidos de izquierda en términos de héroes y utopías. En contraste, desde finales de la década de 1970 y en el decenio de 1980, aparecieron textos sobre el fracaso de los proyectos políticos revolucionarios, los cuales señalaron el despotismo y la traición al interior de estos grupos. Todo ello dio lugar a una visión crítica del proceso y a la desilusión de los individuos por el desenlace de los eventos y su manejo por parte del Estado, las fuerzas militares y los partidos de izquierda.

Las novelas de los escritores costarricenses emergentes en las décadas de 1980 y 1990 incursionaron en enfoques históricos, eróticos y ambientales, desde los cuales manifestaron otras posturas, al margen, de la historia oficial. Es por eso que estos autores adoptaron otra concepción de la literatura costarricense, ya que sus obras plantearon la deconstrucción de los imaginarios del Estado-Nación en una época en que los metarrelatos habían dejado de ofrecer explicaciones absolutas de la sociedad, o al menos, de tener esta representatividad según las corrientes posmodernistas. Por otro lado, la crisis económica de 1980 y los ajustes presupuestarios contribuyeron a que estos escritores buscaran nuevos vínculos editoriales, tales como EDUCA, EUNA, EUCR, Farben y otras iniciativas privadas, en vista de que la Editorial Costa Rica no era capaz de ampliar su programa de publicaciones ni abrir más circuitos de distribución.

Este escenario también colaboró con las nuevas construcciones de la literatura, porque ahora sus formas de legitimación se basarían en la conquista de mercados más extensos (Centroamérica, México y España), desmarcándose la producción del reconocimiento exclusivamente nacional, un espacio local que se venía cuestionando por su literatura nacionalista, los fallos de los jurados (en los premios nacionales), la poca difusión de sus medios (reducidos al Ministerio de Educación) y el recorte financiero del sector cultura (crisis de 1980).

Nuestra obra analizó la forma en que se elaboraron los imaginarios nacionales y literarios de la producción costarricense durante las décadas de 1950-1980. Sin embargo, este estudio debe entrar en diálogo con nuevas fuentes de investigación, quizá localizadas en un futuro, o en archivos privados, que ofrezcan un panorama más amplio sobre el campo literario. Si bien nos concentramos en la figura del crítico y la Editorial Costa Rica, evidenciamos el poder de otras instancias, tales como el sistema educativo, los premios, la Asociación de Autores y las editoriales para autolegitimarse unas con otras e incorporar o mantener individuos (como escritores o funcionarios) en puestos de poder. Aunque ofrecemos respuestas parciales, quedan aún por resolver con mayor profundidad las siguientes interrogantes: ¿cómo participaron los evaluadores del sistema educativo en la selección de la literatura costarricense?, ¿con cuáles horizontes de expectativas analizaron estos textos y qué interpretaciones realizaron en los programas de estudio?, ¿qué criterios emplearon los jurados de los premios nacionales para galardonar y descalificar las obras?, ¿cuáles discursos extraliterarios e intertextuales se filtraron en sus valoraciones finales?, ¿de qué manera los miembros de la Asociación de Autores se reintegraban a las estructuras de poder?, ¿conformaban un frente político de artistas ante espacios más institucionalizados como la Editorial Costa Rica y el Ministerio de Cultura?, ¿el corpus literario validado por los líderes culturales del Partido Liberación Nacional era el mismo del Partido Vanguardia Popular?, ¿existieron disputas por la apropiación de escritores u obras entre partidos políticos?, ¿la creación de EDUCA representó una competencia editorial, una alternativa literaria o un punto de contacto con los intelectuales centroamericanos?, ¿era una forma de entroncar a las literaturas centroamericanas con la práctica política o de crear un proyecto común de difusión/producción?

Finalmente, el estudio sobre la validación comercial de la literatura costarricense (tirajes, total de ventas) y sus cadenas de distribución se pueden reconstruir en períodos contemporáneos a través de las editoriales privadas e independientes que surgieron a finales de la década de 1990 y principalmente en el 2000, tales como Perro Azul, Uruk Editores, Legado, Santillana y Farben. El análisis de estos agentes complementaría una variable aún inexplorada por los estudios histórico-literarios en Costa Rica, es decir: ¿cómo el mercado del libro posiciona una literatura específica e incide en la percepción de los lectores sobre la producción nacional?, ¿cuáles condiciones modifican estos repertorios de autores y obras y cuáles otras aseguran su permanencia?, ¿cuáles agentes y con qué grado de participación se relacionan en esta red de comercialización?

La incorporación de estos factores, como el sistema educativo, las premiaciones, los concursos literarios, las editoriales (privadas, públicas e independientes) y el mercado, pueden brindar nuevos datos sobre la construcción de esta categoría y la manera en que se desarrollan las valoraciones de los textos en las coyunturas actuales, quizá basados en los horizontes de expectativas del pasado literario, quizá en función de publicaciones recientes (realistas, fantásticas y géneros mixtos) o quizá enfocados en mecanismos de legitimación internacional. Estos elementos podrían ofrecer mayores herramientas para comprender la constitución del “canon comercial”, los puntos de convergencia con otros cánones (periodísticos, académicos y educativos) y los períodos (o ciclos) en los que experimenta cambios.

Con lo anterior queremos señalar que, el estudio del campo literario y de un concepto particular como la literatura se compone de una serie de escalas de análisis, las cuales pueden abarcar las dimensiones filológicas, historiográficas, político-ideológicas y comerciales de los textos. Si bien nuestro estudio se enfoca en la lectura política de las obras, y a partir de entonces, en la legitimación de una estética por parte de los críticos oficiales, quedan aún por explorar las lecturas alternativas o disidentes que también nutren este concepto durante las décadas posteriores a nuestro período de estudio, valoraciones que dicho sea de paso, implican necesariamente situar este concepto frente a otras variables como escritores emergentes, nuevos géneros literarios, instancias internacionales, editoriales privadas, mercados globalizados y, por consiguiente, el tipo de lector que cada una de ellas promueve.