LÚ Javier Payeras No me percaté del zumbido en mi oído izquierdo. Eso que me pasa tan a menudo. Bebí anoche y antenoche y antes de antenoche. Putas fiestas de diciembre. Alcohol por todas partes, siempre la culpa del día siguiente, la parranda me acarrea este lodo matinal. Luego la coca que cuando viene en cápsulas es lo peor. Tanta coca que ya ni se sienten los labios, ni la cara, solo el sabor amargo bajando de la nariz a la garganta. En ese minuto me sentí tan vivo, como si las preocupaciones se hubiesen ido. Pobre Lú. Ahora a ella le toca llevarme al primer hospital que aparezca. Me habla, la escucho, me dice que no me vaya, que no me duerma, que resista. Ella no sabe la cantidad residual de alcohol y droga que viaja por mi cuerpo en este momento. Siento sus manos pequeñas sacudiéndome con fuerza mientras aguarda entre uno y otro semáforo que nunca da el verde. Qué le dirá a nuestra hija cuando llegue a casa: Salimos y tu papá se miraba bien. Tomó, pero creí que no era para tanto. Comenzó a sentirse mal mientras manejaba. Dijo que sentía dormida la cara. Se quejó de un fuerte dolor de cabeza. Yo no supe, llamé a un médico amigo, creyó que era la resaca. Luego me asusté cuando frenó de repente. Se salió del carro, me pidió que manejara, que lo llevara a alguna farmacia. Me preocupé tanto, corrimos, le compré un Gatorade. Él no paraba de respirar aceleradamente, volví a llamar al doctor. Compré unas pastillas para la presión alta. Se tomó tres. No sé... no me preguntes... ya no pude hacer nada, había tanto tráfico, cuando pude parquear frente a uno... Un día lunes, hace frío. Sin embargo, se ve como una mañana soleada a través de la ventana del carro. Lú nunca quiso polarizarlo como la gran mayoría. El rebotar en los baches me da náusea. El dolor está haciéndose cada vez más fuerte, es como si tuviera el cráneo entre dos planchas que se cierran. Creo que ya no puedo mover los dedos de la mano, me cuesta, siento dormido el brazo derecho. No siento la pierna, trato de moverla, pero no puedo, no me responde. Nos detuvimos frente a otro semáforo. Los limosneros asoman y ven hacia adentro; ¿qué verán? Les da curiosidad encontrar a un tipo acostado como muerto en el asiento de atrás. Pensarán que voy borracho. Vaya, qué mierda esta de morirse, no tiene nada de tragedia, nada de romanticismo. No hay una cama ni mi familia alrededor ni mis últimas palabras ni siquiera un vaso de agua medio vacío en la mesita de noche... nada... solo la tela áspera del sofá del carro y yo agonizando en posición fetal. Ojalá esté agonizando, no quiero quedarme vivo sin poder hablar o caminar. Oscurece. Un círculo negro va enmarcando lo que veo. Lú está llorando. Tengo que aguantar, quiero llegar a mi casa a ver a mi niña. Voy a respirar... tengo que respirar... que ella vea que estoy respirando... No, al hospital no, quiero ir a la casa, quiero ver el rostro de Pilar y despedirme de ella. Hoy estaba molesta, siempre se molesta al verme borracho. No debí gritarle. No debí hacerlo... Voy a despedirme, no puedo irme sin decirle adiós… Quisiera decirle algo a Lú. Morirse así, viendo pasar al resto de las personas alrededor. Tanta luz afuera. Tanta gente cruzando la calle. Creo que escucho menos, es mareo, un mareo extraño. Siento la taquicardia en mi cabeza, siento el bombeo constante en mis sienes. Es tan largo este viaje, no llegamos jamás, siento el carro como va deteniéndose una y otra vez, siento como se arrastra al frenar, vamos rápido. Lú vuelve a sacudirme. ¿Cómo puede controlarse? ¿Cómo hace para no beber tanto? Era una fiesta de amigos, todo tan calmo, lo común: poner música, comer, tomarse unas botellas de vino, reírse de chistes particulares. Es en la tercera botella de vino cuando cobra fuerza el deseo de seguir bebiendo. Debí irme cuando salió Pony y su esposa. Era la hora de salir, de irme. ¡Cuánto bebimos! creo que nos acabamos el vino, el ron, el whisky… todo hasta ese extraño trago dulce que llevó Luvia y su novio argentino. Luego la vieja escapada, volver a mi casa, sacar más plata, Pili escuchó el carro y se despertó, comenzó a llorar, uno no puede verse, uno solo ve lo que tiene enfrente y no entiende por qué la gente no está de fiesta como uno; levanté la voz, Léster me dijo que me calmara, pero ella no me hacía caso ¿Qué podía hacer? El padre es padre, aunque llegue borracho a las 2 de la mañana para sacar el dinero del pago del teléfono para comprar ocho cápsulas de perico. Luego acelerar por todo el periférico, hallar aquel punto donde venden coca toda la noche. Tocar la puerta, saludar a Nato, el dueño, encontrarme a caras conocidas, Fantasma, Tito y Cuba… Léster es cauto, se quedó esperándome con el carro encendido. Yo soy el almirante, el que dirige el barco de esta fiesta. Caen las ocho pepas de la peor coca del mundo en mi mano, pago con tres billetes de cien, guardo la mierda en la bolsa del pantalón y salgo. Entro al carro, nos vamos por la Avenida Elena. Pasamos viendo los Pick Up de la policía que siempre están cerca de los puntos de droga. Los polis nos cuidan, ellos no quieren molestar a los clientes del comisario, ¿qué sería de las autoridades de la policía sin el negocio de la coca al menudeo en la ciudad? En dos inhalaciones se acabó la primera cápsula, me entusiasmó ver la euforia que tomó a Léster luego de jalar perico. Todos los dolores desaparecieron, se fueron las responsabilidades, las culpas. ¿Cuándo pasé de ser un fiestero a convertirme en un padre de familia con tarjetas de crédito al tope; un hombre de familia con responsabilidades celosas; un padre de una niña maravillosa y una esposa inteligente; un neurótico que sale a darse en la madre desde el viernes hasta el domingo medio día entre cuarentones adictos a ser jóvenes? Pero ya no somos jóvenes, Gustavo se estrelló en Bulevar Los Próceres y quedó sin poder caminar, esa noche me salvé, no pude llegar al concierto, Lú tuvo que trabajar hasta tarde en la empresa. Viejos rinocerontes divorciados que conocimos a nuestras mujeres en la universidad y que las dejamos y que volvimos con ellas. Una mafia de gente que esconde su dolor. Pero de qué habría servido pensar, ¿la muerte?, ¿este recorrido largo, estas calles en el desierto? Sube la taquicardia, sé que no voy a llegar a tiempo, siento que son horas lo que apenas son minutos transcurridos; estoy seguro que aún falta mucho, el tráfico maldito del lunes. Lú, estás lejos, ¿verdad que estás herida? Siempre tus heridas expuestas conmigo. Pero aun así decidiste borrar el tiempo, hacer caso omiso a la infidelidad, al dolor, decidiste aceptar este resorte de amor y codependencia que te hice vivir. Adelanto este final, ya no quiero esperar. No puedo mover un solo músculo, estoy adormeciendo, un punto de luz en medio de tal oscuridad, un tragaluz que apenas absorbe el destello de un día que se ve luminoso. Aquí mi cabeza se cierra, el dolor es continuo. Anoche cuando volví Lú ya estaba bebida, no se dio cuenta de mi estado, ni siquiera cuando mi tartamudeo se mezcló con en el tric trac de mi quijada, mordiéndome los labios, el amargo en las fosas de mi nariz, la tos… Completamente inmóvil. Esto es por demás, voy a quedarme quieto. Todo va pasar. Lú y Pili, ellas también van a pasar, y para ellas, yo también voy a pasar. Pondré mis párpados en caída libre. Se acaba tanto. Solo. Extraño. Siento que llegamos a un lugar. Siento que me levantan, que me sacan de atrás del carro, siento brazos alrededor de mis piernas, siento mucho frío… pero me voy. Quiero abrir los ojos… ese es el rostro de Lú. Lú. (A Juan Hernández) |