Reconstruir la memoria salvadoreña: un cuento de Oscar García Reconstructing Salvadoran memory: a story by Oscar García Laura Fuentes Belgrave Directora Revista Ístmica |
En esta edición N.° 30 la sección literaria nos ofrece una auto-ficción, es decir, un trabajo de recreación de la memoria personal, escrito desde una perspectiva narrativa que no busca ofrecer juicios ni emociones. Este relato del escritor y académico salvadoreño Oscar García, residente en Suecia, representa un trabajo de memoria individual importante, especialmente en la situación actual de El Salvador, en el que los ejercicios oficialistas de “borrón y cuenta nueva” afectan en lo particular las posibilidades de construcción de la memoria histórica, tanto para las nuevas generaciones como para la diáspora salvadoreña alrededor del mundo.
Oscar García ha publicado en español La odisea de Anders Carlsson (2013, San Salvador: Dirección de Publicaciones e Impresos); Lo que pasó en San Lorenzo y otros cuentos (2001, Quito: Editorial El Conejo); Sisa, la niña kichwa de la Amazonia (2001, Quito: Ediciones Abya-Yala); y en sueco, las obras: Mosaikgänget och den stinkande gubben (2018, Stockholm: Semafor förlag) y Tequilas dröm: noveller & aforismer (2016, Stockholm: Semafor förlag).
El choco Edgar
Oscar García
Edgar usaba lentes. Decir que los usaba desde que nació sería una ridícula exageración, un recurso retórico cuya única finalidad sería conducirnos eventualmente por un momento a la fuente de las sonrisas. Sin embargo, me atrevo a especular que los usaba desde que empezó a caminar, o por lo menos desde que comenzó a ir a la escuela. Nosotros fuimos juntos a primaria, a secundaria y a tercer ciclo, y siempre anduvo lentes. Por eso lo llamábamos “el choco Edgar”, así como les decimos a todos los que usan lentes: el choco Luis, el choco Frank, el choco Meme... Y ahora que me pongo a pensar con detenimiento creo que Edgar y yo fuimos juntos a la escuela desde el principio, desde el primer día, a aquella escuela católica donde solo había un chorro para tomar agua después de los recreos. Cierro los ojos y en mi mente me veo con claridad junto a los otros niños sedientos y sudorosos haciendo la larga cola, con el fuerte sol calentando nuestras cabezas y la campana sonando como fondo: ¡se acabó el recreo! De vez en cuando alguien escupía dentro del grifo, en especial, cuando teníamos que agacharnos y chupar el agua porque la presión era muy débil y no salía nada al abrir la llave. Esa escuela se pasó más tarde a un edificio viejo y cuadrado que pertenecía a la iglesia y quizá había sido un seminario. En el último terremoto todo se vino al suelo.
Sí, es muy probable que Edgar y yo fuimos compañeros desde el comienzo. Y además vivíamos en la misma colonia, a unos cien metros de distancia. Así es que no miento si digo que lo conocía bastante bien. Él jugaba baseball, más que fútbol o básquet, y era y se veía muy ordenado, como un niño oficinista. Ahora que Edgar me ha obligado a escribir un par de líneas sobre él, pienso precisamente en esos atributos. Pienso en sus anteojos, en su guante de baseball y en su pelo liso muy bien peinado. Es decir, pienso en lo que lo caracterizaba ante mis ojos, en lo que lo hacía Edgar y lo diferenciaba de los demás.
Es una noche común y corriente, que parece que será larga y con mucho viento, y yo estoy sentado frente a una computadora en Estocolmo, tratando de escribir un par de líneas sobre alguien que conozco desde que éramos niños, alguien que era tan amigo mío como lo eran todos los otros niños que no peleaban conmigo, y que era vecino mío en una colonia de clase media y obrera en un pequeño país llamado El Salvador. La vida nos separó, como acostumbra a hacerlo. Edgar se fue con sus anteojos, su pelo liso y sus libros e hizo el bachillerato técnico en un colegio de varones, que era administrado por curas, en el que los alumnos iban de camisa blanca y pantalones azules, y yo fui a un instituto público mixto, en el que el uniforme era camisa blanca y jeans. Pero, por supuesto, siempre nos saludábamos cuando nos encontrábamos en el centro o en la colonia, siempre nos saludábamos con alegría. Porque para mí Edgar era siempre Edgar, mi viejo compañero de clase y amigo, el choco Edgar. Y yo era siempre el mismo García para él.
¿Qué es la vida, pienso y miro por la ventana, sino relaciones humanas? Yo entré con todo mi amor en la amistad con mis nuevos compañeros del bachillerato, y junto con ellos dejé de ser niño y me convertí en hombre. ¡Pun! Todavía escucho nuestra música, el rock pesado que en mis oídos aún suena como la poesía más hermosa y, asimismo, tengo pegado en la boca el sabor de aquellos cigarrillos compartidos y aquellas cervezas baratas. ¿Qué es la vida, sino amistad? La vida, la vida… Una nube de insectos zumbaba sobre nuestras cabezas y nosotros no sospechábamos nada. Solo veíamos sol y luna. De vez en cuando mataban gente que conocíamos, incluso a nuestros propios profesores, pero nosotros éramos jóvenes y bellos y vivíamos con el sol y con la luna. No entendíamos muy bien. Veíamos la sangre, pero no entendíamos muy bien que toda esa gente que aparecía muerta a la orilla de la calle no era algo normal. No sabíamos que no todos los países eran así.
Un día terminé el bachillerato, y Edgar también terminó el bachillerato. Y de repente yo estaba sentado en la plataforma de un camión militar, vendado y amarrado de las manos, rodeado de odiosas botas militares; y más tarde iba en un incómodo autobús que me llevó lejos de mi país, de mi familia y de mis amigos, y luego en un avión que cruzó el cielo y me llevó a un mundo completamente distinto. Desde aquí estoy escribiendo estas líneas que Edgar me ha obligado a escribir, rodeado de libros y de gente de todos los colores. Yo podría haber sido Edgar, o por lo menos alguien cuya vida se pareciera a la de él, si el camión militar, el autobús internacional y el veloz avión no hubieran entrado en mi vida. Edgar se quedó en El Salvador. Yo no sé qué hizo en todos esos años. Seguramente llenó sus días con algo que era importante para él, de la misma forma que yo llené los míos con algo importante para mí. En otras palabras: vivió.
Hace unos años se acabó la guerra en mi país. Era difícil creerlo, porque para entonces yo y todos los demás ya nos habíamos acostumbrado a la idea de que había guerra en nuestro país. Doce años es una eternidad. Sin embargo, era cierto, los fusiles de los militares se habían callado, había llegado la paz. Pero la nube de insectos aún estaba ahí. Desde antes de que terminara la guerra, el ruido de otras armas había empezado a asustar a la población. Así es que en realidad nunca hubo silencio. Los que ahora disparaban eran unos jóvenes tatuados, jóvenes que tenían la misma edad que Edgar y yo teníamos cuando salimos del bachillerato, y también disparaban ladrones comunes, hombres de mirada turbia que podían matar a alguien para quitarle una cadena brillosa o una cartera llena de papeles.
En verdad es injusto. Edgar me ha obligado a escribir estas líneas, pero no me ha dicho de dónde viene toda esa violencia. ¿Y yo cómo lo voy a saber? ¿Cómo lo voy a explicar? Yo no sé nada. Yo soy un hombre común y corriente que solamente desea que el sol nos alumbre a todos por igual. Cuando la guerra se acabó empecé a viajar más a menudo a mi país. Porque a pesar de la violencia, eran tiempos de paz. Alguna vez me encontré con Edgar en nuestra vieja colonia y cruzamos algunas palabras. ¿Qué ondas? Bien, ¿y vos? Bien. ¿Y qué hacés en Suecia? Porque es ahí donde estás, ¿verdad? Sí, ahí estoy. Estudio y trabajo en la universidad. Pero siempre es bueno venir de visita, sobre todo para ver a la familia, y también para encontrarse con los amigos y probar los platos típicos. Cabal. Eso nunca se olvida, ¿verdad? No, eso es imposible. Edgar se había convertido en ingeniero en computación, o quizá era otro tipo de ingeniería. Me alegró mucho. Eso estaba muy bien. El bachillerato lo había conducido a algo. Y además ahora era padre de familia. El tiempo sigue su marcha.
Como digo, yo habría podido ser Edgar. Pero no lo soy. Ayer o anteayer estaba yo en un parque de Estocolmo, con un café en la mano y un pan de canela en una bolsa, cuando mi hermana me contó algo de Edgar que yo no sabía. Sabés quién es, ¿verdad? ¿Edgar? Claro. Fue la semana pasada. Él y su esposa venían en carro de una fiesta, en la nueva calle que va de San Salvador a Oriente. Ella venía manejando. De repente les salen unos policías en el camino, o quizá eran hombres que se habían disfrazado de policías, y les hacen señas para que paren. Y ellos pararon. ¿Quién no para si se lo ordena la policía? Entonces los hombres les piden el dinero, o quizá fue el carro lo que les pidieron. Parece ser que Edgar protestó. Entonces el que estaba más cerca de él le da cinco balazos en la cara. Cinco balazos, pienso yo. Veo cómo sus lentes se hacen pedazos y cómo los vidrios se incrustan en su carne. Veo sangre. Y veo cómo la esposa de Edgar primero se asusta y después se vuelve loca en el asiento del conductor. Entonces, digo... ¿se murió? Sí, se murió. Edgar ya no existe. Desde entonces ha estado tocando en mi cabeza. Y cada vez que he abierto, me ha pedido que escriba estas líneas.