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Reseña de La alquimia de la bestia1 Review of La alquimia de la bestia Emilio Vargas Mena Costa Rica |
Resumen
Esta es una reseña de la novela de Luis Diego Guillén, La alquimia de la bestia, ganadora del Premio Nacional de Literatura Aquileo J. Echeverría en el 2016, editada por URUK editores en San José, Costa Rica, el mismo año. La novela consta de 512 páginas y cuenta con el ISBN 978-9930-526-22-4.
Palabras clave: Costa Rica, rebelión indígena, siglo XVIII, Talamanca, sistema colonial, violencia, ficción.
Abstract
This is a review of the novel written by Luis Diego Guillén, La alquimia de la bestia (The Beast’s Alchemy), winner of the National Prize of Literature in 2016, edited by URUK editors in San José, Costa Rica, in the same year. The novel consists of 512 pages and has the ISBN 978-9930-526-22-4.
Keywords: Costa Rica, indigenous rebellion, 18th century, Talamanca, colonial system, violence, fiction.
Esta excepcional novela está centrada en la rampante corrupción al interior del sistema político colonial-patriarcal, según se muestra, muy dramáticamente, en la coyuntura del levantamiento cultural protagonizado por los indígenas cabécares, teribes, bruncas y bribris, y liderado por Presbere y Comesala —entre otros— a principios del siglo XVIII, en la cordillera de Talamanca.
La novela es más biográfica y psicológica que histórica, y más fantástica que realista. Las quinientas páginas de largo formato dan paso a narraciones excesivas del personaje principal, un locuaz criollo, descendiente español, Santiago de Sandoval y Ocampo, quien una y otra vez es apresado, amenazado de muerte, para luego, providencialmente, escapar todas las veces y, entonces, volver a su ciclo de persecuciones y transformaciones de autoflagelación que lo persiguen desde el final de su infancia, para alimentar su autodefensa frente al acoso político y sus ansias o necesidad de poder.
El recurso literario principal utilizado en la narración es una eficiente mezcla de efectos especiales —magistralmente logrados en pasajes de gran riqueza literaria— que acercan la historia a aquellos guiones cinematográficos, los cuales pretenden atrapar la atención del espectador con repetida violencia descarnada, como la crucifixión de indígenas cristianizados en Cartago, incontables violaciones y vejámenes a mujeres indígenas en la selva, diálogos inteligentes llenos de ironía, sarcasmo y brutalidad, ingenio alquimista al servicio de la guerra, muertes violentísimas bajo la furia del misterioso fuego o de otras poderosas armas bioquímicas. La historia es una sucesión de escenas de pantalla grande, cuyo ritmo trepidante no da tregua en ningún momento a quien se adentre en la trama, ya como lectora o como espectador.
Lo propiamente indígena queda reducido casi solo a su dimensión mítica, presentada como superstición o realidad alterna, fuente de miedo para los conquistadores y de poder para los usékares o sacerdotes indígenas. Sobresale esa dimensión en boca de tres indígenas cristianizados, “cholos” o “pardos”, residentes en las reducciones de Cartago; esos tres indígenas ofrecen en la historia un contexto necesario para introducir las transformaciones fantasmagóricas que va a experimentar el personaje principal y darles mayor sentido. Este llega a creer, deformándose físicamente a sí mismo, que se ha convertido en una poderosa entelequia sobrenatural, llámesele la serpiente arcoíris o un usékar. La descripción rápida de algunos pasajes de la cosmovisión indígena está, entonces, al servicio del narrador, para potenciar el poder de su personaje y moverlo en tal escenario.
Dos de los tres indígenas que tienen la palabra en unas cuantas páginas, y que solo son nombrados con su mote español —Juan Manuel, Gil, Emiliano—, son asesinados vilmente por las mismas autoridades a cargo de subir a las montañas a suprimir la rebelión, para confundir y asustar a la plebe de Cartago, haciéndoles creer que los rebeldes habían entrado ya a la ciudad y estaban cobrando víctimas de la manera más cruel, despiadada y pagana. Pero, más bien, era la espada atacando su propia cruz. Unas pocas facciones en lucha por el poder —léase: en lucha por acaparar indígenas en en condición de esclavos para su usufructo personal— no tienen ningún escrúpulo y se convierten en malvadas máquinas políticas de conspiración fratricida que se temen mortalmente unas a otras.
Eso mismo ocasiona que hasta el fraile franciscano recoleto, Fray Anselmo, uno de los pocos personajes que muestra mayor solidez moral a lo largo de la historia, acabe asesinando vilmente a dos de los traidores, quienes buscaron, en suprimir la rebelión, el beneficio económico de la esclavitud y el poder de gobernar, asolando comunidades indígenas en la selva, incluso con gavillas de mercenarios a quienes prometieron pagarles con personas esclavas. Estos mercenarios, al darse cuenta, en plena selva, de que la Real Audiencia de Guatemala había derogado los repartimientos y ordenado llevar los indígenas capturados a las reducciones de Boruca y Térraba, optaron por amotinarse y tomar la ley en sus manos, sacrificando niños/niñas y ancianos indígenas del modo más infame, arrojándolos vivos en un mismo foso profundo, para que ahí murieran, y llevándose a los demás como esclavos, incluso con el fin de abusar sexualmente de las mujeres indígenas en sus largas travesías selváticas.
Los indígenas son calificados, en boca de españoles y criollos, principalmente, como “indios”, añadiendo los múltiples adjetivos, sustantivos y frases ofensivas ya conocidas, algunas de las cuales han llegado, en su uso lingüístico, hasta hoy, estructurando una columna vertebral del imaginario social y del inconsciente colectivo que pervive a lo largo de los siglos en las actitudes racistas. Las personas indígenas de aquella coyuntura bélica, en 1709, eran, según lo manifiestan múltiples personajes del Cartago de aquella época, en diversos pasajes de la novela: “alcohólicos, mendigos, cholos, pardos, lobos, bribones, salvajes, descarriados, trúhanes, animales, alimañas, sabandijas, malvados, toscos, bestias, tunantes, feroces, siniestros, bellacos, esbirros, bribones, esclavos, rebeldes, brujos, infieles, herejes, paganos, apóstatas, perjuros, brutos sin alma, botín de guerra…”
Parte de esa construcción de la persona indígena como pobre, incapaz, violenta, supersticiosa e inmoral, sin valor positivo alguno en su modo de vida, que sigue vigente en el saber dominante, se apoya también en conceptos reflejados en numerosas frases: “los chiquillos sucios y barrigones hacían juego con la inmundicia del lugar”; “visten taparrabo, adoran buitres y lunas llenas, y estupideces por el estilo”; “se encuentran en guerra permanente entre sí, practican decapitaciones, sacrificios humanos, quema de ranchos, someten a suplicio a mujeres y niños, derraman sangre en familia”; “realizan bacanales de chicha y cuerpos desnudos”; “un montón de mujeres para cada hombre”; “son obra del demonio”. Las tierras remotas en las que viven son también “tierras sacrílegas, tierras paganas, o montañas embrujadas”.
Para Fray Anselmo, los indígenas son, sin embargo, “hijos de Dios” que, una vez pacificados, bautizados y cristianizados, se volverán fieles y amados; y llegarían a ser “cautos, devotos, silenciosos y con suavidad de maneras”, como eran ya vistos en Europa por algunos intelectuales románticos, según apunta un personaje de la novela. Ellos deben ser salvados de la guerra permanente que asola Talamanca, donde teribes, zambos mosquitos e ingleses los asedian para capturarlos y venderlos a los traficantes de esclavos del Caribe. Con el objetivo de salvarlos, el fraile Anselmo se propone continuar la extradición forzada desde las tres misiones principales de Talamanca (Chirripó, San José Urinama y San José Cabécar) hacia la reducción de Boruca, donde estarían lejos de esos peligros. La primera relocalización forzosa de teribes hacia la reducción de Térraba, ya había sido realizada por el fraile Rebullida apenas unos años antes de la rebelión que cegó su vida, lo decapitó unos pocos meses antes de que empezara el segundo movimiento planeado desde las tres misiones.
En la visión de la iglesia que se proyecta en la novela, el indígena es desvalido y salvaje, inmoral, y solo se salva al ser cristianizado. Una frase común en ese medio eclesiástico, todavía escuchada 300 años después, es “nuestros indios”, la cual remite a un contexto de esclavitud en el que las instituciones coloniales de las encomiendas y repartimientos entregaban como propiedad privada a criollos y cofrades empoderados grupos de numerosas personas indígenas capturadas y encerradas en múltiples “reducciones” cercanas a las ciudades principales. Para entonces, el adjetivo posesivo “nuestros” era parte de la realidad opresora y de explotación del indígena convertido en mercancía, pero, ¿hoy? ¿Por qué se mantiene ese adjetivo posesivo para referirse a los pueblos indígenas que habitan en el territorio de Costa Rica?
Santiago de Sandoval y Ocampo, víctima sobreviviente de la violencia de los mercenarios en la montaña, ya transmutado en serpiente arcoíris, acaba liderando un grupo de indígenas, mayores y niños, hombres y mujeres, en la búsqueda de Surayom, lugar sagrado de los bribris. Al ser testigo del modo de relación entre ellos, admite que son “buenas gentes”, especialmente las mujeres, en quienes reconoce “altivez y brío” en su hacer cotidiano, las considera “hábiles cazadoras y recolectoras” y madres “dolientes y heroicas”. Cree que las abuelas son “sabias”, al cuidar tan asiduamente de todos los demás, a pesar de los “horrores que habían contemplado”. Y, entonces, confiesa la profundidad de su machismo histórico: “El desprecio que siempre sentí hacia las mujeres, cedió ante aquella conmovedora escena”.
Santiago termina apoyando a los indígenas que no quieren irse con el fraile Anselmo a las reducciones de Boruca y comprende que tienen derecho a escoger. Es claro, en la novela, que la movilización forzosa de las comunidades indígenas hacia las reducciones de Cartago tenía un sentido económico como fuente de mano de obra esclava que iba a ser usada por los cacaoteros y en las cofradías, de las cuales se beneficiaba directamente la Iglesia. Pero había otro sentido de mucho mayor alcance, cuya relevancia sigue vigente en nuestros días y es fuente permanente y principal de conflicto entre los pueblos indígenas y el Estado, ahora republicano y también patriarcal, pero, además, racista, que no ha dejado de colonizarlos, evadiendo el reconocimiento activo de sus derechos2.
Relocalizar forzadamente a los indígenas no solo facilitaba su vigilancia y castigo, desde el panóptico eclesiástico-militar de la cruz y la espada, sino también su esclavización y el intento de adoctrinamiento religioso. No obstante, no era eso lo principal que se buscaba, pues lo que realmente quedaba atrás eran “tierras pacificadas”, “tierras libres para al fin ser colonizadas en los valles entre las montañas”, significaba deshacerse de “la última úlcera pagana a extirparse para que un buen católico pueda transitar sin miedo entre Costa Rica y Tierra Firme”, “¿Qué tierra sería más fácil de comprar, ya pacificada, sin indios revoltosos (…)?”.
Y los ambiciosos militares españoles de la novela querían esas tierras para establecer un nuevo Virreinato, localizado entre Nueva España y Perú, y que, si sus planes fructificaban, se convertiría en un pequeño imperio casi privado al comprar ellos las tierras baratas a la Corona y declarar “el Marquesado de Talamanca”. Doscientos años después de las primeras guerras de conquista contra los huetares en el centro del Pacífico y en todo el Valle Central, faltaba conquistar Talamanca, apropiarse sus tierras, pero Santiago gritó a los cuatro vientos que “Talamanca era fuerte e imbatible (…) y que nunca, nunca conocería el yugo de la sumisión”.
La alquimia de la bestia deja, entonces, leer, entre líneas, a pesar de sus constantes excesos dramáticos, el origen y consolidación de un imaginario social de larga data, que alimenta todavía hoy el racismo contra los pueblos originarios y deja, asimismo, entrever que la defensa de sus tierras ha sido y sigue siendo la fuente fecunda de su resistencia y lucha permanentes. Igualmente, la novela señala que, bajo esas circunstancias, un levantamiento político puede estar indisolublemente ligado a una espiritualidad atávica: los líderes espirituales indígenas que acompañaron aquella legendaria rebelión se ocuparon de desenterrar a los suyos de los cementerios católicos establecidos en las tres misiones intrusas para proceder a sus propios rituales. Ahí estaría, según sugiere el texto, el sentido fundamental de aquella rebelión. En términos de Foucault, este relato realiza un aporte excepcional a la reconstrucción dramática de una fuente fundamental del discurso histórico-político del saber indígena: la crítica profunda del poder colonial desde “sus bajos fondos, sus perfidias y sus traiciones”3.
Pero, quien quiera ir más allá de los entresijos del poder colonial y conocer un poco más a fondo los pormenores de esa rebelión indígena, desde la óptica de los oprimidos, se frustrará en el intento. No hay en esta historia ningún personaje que nos presente ese punto de vista del levantamiento.
Luis Diego Guillén lo explica de esta manera:
Fue entonces cuando tomé una decisión crucial para aligerar el peso de la tarea. Hasta ese momento, había decidido llevar la trama en dos líneas narrativas paralelas y contrapuestas, una desde el punto de vista del protagonista y otra desde la perspectiva de Pablo Presbere, alma principal de la revuelta. Pero era imposible entrar al hermético mundo que él representaba. No me sentía en su piel, no comprendía la cosmovisión que defendió a costa del sacrificio, como al final invariablemente ocurrió. Fue entonces cuando me di cuenta que no importaba cuantas veces le diera vueltas y me mimetizara con él, solo sería yo un criollo mestizo tratando de entender su mundo. La envidiable soltura con la cual Tatiana Lobo le dio voz en su Asalto al paraíso4 estaba completamente fuera de mi alcance5.
La alquimia de la bestia, desde la actual perspectiva del contrapoder indígena y su saber insurrecto, puede leerse como una crítica al poder disciplinario y su saber dominante, no solo de gran valor literario, sino también histórico, pues pone en evidencia, con profundidad y dramatismo, la violencia y discriminación tanto patriarcal como racista contra los pueblos indígenas en Costa Rica, en un período álgido de su complicada historia política; violencia y discriminación que se siguen proyectando hasta hoy, incluso con asesinatos impunes de líderes indígenas en el estado republicano del siglo XXI.
2 Emilio Vargas Mena, Pueblos indígenas contemporáneos en Costa Rica. Construyendo sus derechos. (Costa Rica: Escuela de Historia de la Universidad Nacional de Costa Rica, 2020).
3 Michel Foucault, Defender la sociedad. Curso en el Collége de France (1975-1976) (México: Fondo de Cultura Económica, 2014), 130.
4 Tatiana Lobo, Asalto al paraíso (San José, C.R.: Editorial de la Universidad de Costa Rica, 1992).
5 Luis Diego Guillén, “Apostillas a la Alquimia de la Bestia”, Blog de Luis Diego Guillén, http://www.luisdiegoguillen.com/wp-content/uploads/2017/02/Apostillas-a-La-Alquimia-de-la-Bestia.pdf, (consultada el 12 de setiembre de 2017).
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