Revista Letras ISSN 1409-424X Número 56 Julio-Diciembre 2014 Páginas de la 149 a la 162 del documento impreso |
Dos traducciones costarricenses de Guy de Maupassant
(Alejandro Alvarado Quirós)
La historia de la traducción literaria en Costa Rica ya tiene buena documentación académica que corrobora su desarrollo y su persistencia. Desde los años tempranos del siglo XX, no pocos escritores dedicaron su pluma, a modo de oficio paralelo, tanto a su creación literaria como a la traducción. Sin duda alguna, porque las obras que tradujeron significaban, en buena medida, sus verdaderos modelos de escritura, pero también porque como traductores, entendieron desde temprano que misión suya era también verter al español, y para Costa Rica, obras que de otro modo difícilmente se conocerían con prontitud en el medio.
Un insigne escritor costarricense de aquella etapa inicial de las letras nacionales fue Alejandro Alvarado Quirós (1876-1945), autor de crónicas, crítica literaria y ensayos de singular interés. Como escritor asociado al modernismo costarricense, fue asiduo lector de las letras francesas de la segunda mitad del siglo XIX, y varios de los grandes narradores del realismo y el simbolismo francés fueron sus preferidos.
En 1912 reunió en el pequeño tomo titulado Lilas y resedas (Imprenta Alcina, San José) varios cuentos franceses, especialmente del ilustre cuentista Guy de Maupassant. De esa colección se han extraído dos, para esta sección de Letras: «Nuestras cartas» y «Adiós», que pulcramente Alvarado Quirós vertió al español; desde luego, un español culto, al modo del discurso modernista, como conscientemente el traductor ejecutó su labor.
Como Alvarado Quirós, no pocos modernistas se vieron seducidos por el oficio de traducir: Roberto Brenes Mesén, Ricardo Fernández Guardia, Fabio Baudrit, José Fabio Garnier. Fue una empresa que se fue convirtiendo en tarea obligada y, con el tiempo, en una especie de tradición solapada, que hasta nuestros días se extiende.
Adiós1
Guy de Maupassant
Traducción de Alejandro Alvarado Quirós
Terminaban de comer ambos amigos. Desde la ventana del café veían el boulevard lleno de gente. Sentían pasar esos soplos libres que circulan en París en las dulces noches del verano, que hacen estremecerse á los paseantes y les dan buenos deseos de viajar lejos, no se sabe en dónde, bajo las hojas, y hacen suspirar por los ríos iluminados por la luna, ó soñar con el gorgeo del ruiseñor.
Uno de ellos, Enrique Simon, dijo, suspirando profundamente: –¡Ah! Me hago viejo, qué tristeza! En otra época, en noches parecidas, sentía el demonio en el cuerpo y ahora sólo tengo la sensación del vacío. La vida corre de prisa!
Estaba ya muy gordo, á sus escasos cuarenta y cinco años y demasiado calvo.
El otro, Pedro Carnier, un poco menor, pero más delgado y ágil, repuso:
–Querido amigo, me he envejecido sin darme cuenta siquiera. Antes era alegre, bien dispuesto, vigoroso, listo y como cada día se mira uno al espejo, no se ve el trabajo que el tiempo ejecuta, porque es lento, regular y modifica el semblante tan suavemente, que las transiciones son insensibles. Por eso únicamente es que no morimos de amargura después de dos o tres años de estragos, porque no los podemos apreciar. Para darse cuenta sería preciso que permaneciéramos unos seis meses sin mirarnos la cara y al cabo de ellos consultáramos el espejo, qué golpe, qué decepción! Y las mujeres, amigo mío, cómo considero á los pobres seres que cifran su dicha, su poder, su vida entera en la belleza que dura… diez años.
Yo envejecí casi sin darme cuenta. Me creía un adolescente á pesar de mis maduros años y como no tenía ninguna pena que lamentar, vivía dichoso y tranquilo. La revelación de mi decaimiento sobrevino de un modo simple y terrible que me tuvo aterrado cerca de seis meses… después, qué diablo! he tomado mi partido.
A menudo anduve enamorado, como le pasa á todos los hombres, pero nunca cual una vez.
La encontré a la orilla del mar, en Etretat hace doce años más o menos, poco después de la guerra. Nada más lindo que esa playa, á la hora de los baños. Es pequeñita, en forma de herradura encuadrada por altas rocas blancas. Estas falaises están horadadas en el centro por dos grandes huecos extraños á que llaman puertas; una enorme, extiende sobre el mar su pierna gigante, otra es acurrucada y redonda. La multitud de mujeres se aglomera en la estrecha lengua cubierta de guijarros y forma con sus claros vestidos un vistoso jardín dentro del marco de las enormes rocas. El sol cae de lleno sobre la costa, en las sombrillas de variados matices y sobre el mar azul verdoso; todo aquello alegra, encanta, sonríe verdaderamente. Es costumbre sentarse junto al agua para mirar á las bañistas. Estas bajan envueltas en peinadores de franela que luego dejan caer con un lindo movimiento, ganando después la línea de espumas de las pequeñas olas. Entran al mar con paso presuroso y coqueto, aunque á veces las detiene un escalofrío delicioso ó una corta sofocación.
Pocas, muy pocas resisten esta prueba del baño. Allí se las califica de la pantorrilla á la garganta; la salida sobre todo es terrible delatora de flaquezas, á pesar de que el mar es un gran cómplice de las carnes blandas.
Así ví por primera vez a esta joven y desde luego quedé encantado, seducido. Era bella, de una belleza firme y atractiva. Hay además figuras que nos encantan inmediatamente, que nos invaden por decirlo así de repente, que encarnan la mujer para cuyo amor nacimos. Yo tuve esta sensación, mejor dicho esta sacudida.
Me hice presentar y en breve me sentí enamorado como nunca. Ella se había apoderado de mi corazón. Cosa horrible y deliciosa á la vez es hallarse dominado por una mujer, es casi un suplicio a la vez que un indecible encanto. Su mirada, su sonrisa, los cabellos de su nuca que las brisas á veces agitan, las más simples líneas de su cara, los imperceptibles movimientos de su fisonomía lograban conmoverme, encantarme, enloquecerme. Yo le pertenecía por completo, por sus gestos, por sus actitudes y hasta por las cosas que solía llevar y que por ello me hechizaban. Me enternecía al ver su velillo sobre un mueble o sus guantes sobre un sillón. Inimitables me parecían sus trajes y nadie, creía yo, tenía sombreros parecidos á los suyos.
Era casada, y el esposo llegaba los sábados y partía los lunes. Por otra parte él me era completamente indiferente, no tenía celos, jamás he encontrado un ser más insignificante, más poco digno de llamar la atención.
Yo la amaba mucho. ¡Verdad que ella era joven, graciosa, y bella! Era la juventud, la frescura, la elegancia misma! Nunca hasta entonces me había penetrado de cuán lindo y fino ser es una mujer, distinguido, delicado, hecho de encanto y de gracia. Jamás había comprendido como entonces la belleza seductora que hay en la curva de una mejilla, en el movimiento de los labios, en los redondos pliegues de una oreja pequeñita, o en la forma de ese tonto aparato que se llama la nariz.
Esto duró tres meses, después partí para América con el corazón colmado por la desesperación. Su recuerdo quedó en mi persistente y luchador. Me poseía desde lejos como antes de cerca. Los años pasaron, sin que pudiera olvidarla, porque llevaba su imagen en los ojos y en el corazón y mi ternura le era fiel, una ternura tranquila al cabo, el grato recuerdo de lo que me había parecido más bello y más seductor en la vida.
***
En la vida del hombre doce años son tan poca cosa que apenas si se les siente pasar. Desfilan los años, uno después de otro, despacio y con presteza, lentos y apresurados, nos parece cada uno muy largo y terminan pronto sin embargo. Se juntan tan ligero, dejan tan poca traza en pos de ellos, se desvanecen de tal modo, que al volver hacia atrás á contemplar el tiempo transcurrido, nada se divisa y no se explica uno el por qué de la vejez.
De la misma manera me parecía que pocos meses apenas mediaban entre aquella encantadara temporada de la playa pedregosa de Etretat y un día de la última primavera en que iba á comer á casa de algunos amigos en Maisons-Laffitte.
En el momento que partía el tren, subió al carro una gruesa dama escoltada por cuatro niñitas. Apenas si miré á esta matrona altísima, muy redonda y con una cara de luna llena que coronaba un sombrero encintado. Respiraba con fuerza, sofocada por haber andado ligero; las niñas se pusieron á charlar. Yo abrí mi periódico y comencé á leer.
Acabábamos de pasar Asniéres, cuando de pronto mi vecina me dijo:
–Perdone usted caballero, ¿no es usted el señor Carnier?
–Sí, señora.
Entonces ella se echó á reir, con risa satisfecha de mujer simple, aunque algo triste sin embargo.
–¿Y no me reconoce?
Yo dudaba. Creía en efecto haber visto en alguna parte esa cara, pero dónde? cuándo? Entonces respondí:
–Sí y no… La conozco á usted ciertamente pero no recuerdo su nombre.
Sonrojándose un poco, contestó:
–La señora Julia Lefebre.
Nunca he recibido impresión semejante. En un segundo me pareció que todo había concluido para mí, sentía como si un velo se hubiera desgarrado delante de mis ojos y que iba á descubrir cosas horribles y dolorosas.
¡Era ella! Esta señora gorda y vulgar! Y había tenido cuatro niñas después que la había dejado de ver. Estos pequeños seres me causaban tanta admiración como su madre; eran suyos, ya estaban casi grandes con un lugar en la vida, mientras que ella que había sido maravilla de gracia, coqueta y fina, ya no ocupaba ninguno. La había visto ayer, tal me parecía y la encontraba de ese modo, tan cambiada.
¿Cómo era posible?... Un dolor violento me oprimió el corazón, una protesta contra la naturaleza, indignación no razonada contra esta obra brutal é infame de destrucción.
La miré de una manera extraviada. Después le tomé la mano mientras mis ojos se bañaban en lágrimas. Lloraba por su juventud perdida, lloraba su muerte, pues efectivamente, desconocía en absoluto á la obesa señora.
Ella, emocionada también, balbució:
–Estoy muy cambiada ¿verdad? Qué quiere usted, todo pasa. Vea, ahora me he convertido en una madre, una buena madre; todo lo demás se ha ido, ha concluido. ¡Oh! estaba segura de que usted no me reconocería si alguna vez nos encontrábamos. Por otra parte, usted ha cambiado también; necesité algún tiempo para tener la seguridad de no equivocarme, ha encanecido por completo. Pero hay que pensar que hace ya doce años, doce años… Mi hija mayor tiene diez cumplidos…
Yo miré á la niña y encontré en ella algo del antiguo encanto de su madre, pero un poco indeciso aún, algo que no estaba formado, que se adivinaba para lo venidero. La vida se me antojó tan rápida como un tren que pasa.
Llegábamos a Maisons-Laffitte. Besé la mano á mi antigua amiga. Nada había podido decirle fuera de insípidas trivialidades, porque estaba demasiado emocionado para poder hablar.
Por la noche, en mi casa, ya solo, me contemplé largo rato en el espejo, mucho tiempo; y concluí por reconstituirme como había sido, por volver á ver con el pensamiento mi bigote oscuro, los cabellos negros y la frescura joven de mi rostro.
Entonces comprendí que estaba viejo… ¡Adiós!
Nuestras cartas2
Guy de Maupassant
Traducción de Alejandro Alvarado Quirós
Ocho horas pasadas en el tren les producen sueño a unos y a otros insomnio. A mí me sucede que todo viaje me impide dormir a la siguiente noche.
Serían las cinco de la tarde cuando llegué a la casa de mis amigos Muret dʼArtus a pasar tres semanas en su finca de Abelle. Tienen una linda casa, construida a fines del siglo XVIII por uno de sus abuelos, casa que ha quedado en la familia. Esa morada tiene el carácter íntimo de las que han sido siempre habitadas, amuebladas y animadas por unas mismas gentes. Allí nada ha cambiado, nada se ha evaporado del alma del hogar que nunca fue desamueblado y los tapices, siempre sobre los mismos muros, se han usado y descolorido allí. Nada se pierde de los muebles antiguos que sólo fueron desacomodados de tiempo en tiempo para dar paso a uno nuevo que llega como un recién nacido en medio de hermanos y hermanas. La casa, situada sobre una colina, está rodeada de un parque en declive que va hasta un riachuelo sobre el cual hay colocado un puente de piedra. Detrás del riachuelo se extienden los prados. Allí se ven caminar con paso lento grandes vacas nutridas con yerba mojada, y sus ojos húmedos parecen llenos del rocío, de la bruma y de la frescura de los pastos. Me encanta esta finca como todo lo que se desea poseer ardientemente, voy a ella todos los años en otoño, con placer infinito, y me vuelvo con tristeza.
Después de la comida que hice con la familia en gran tranquilidad y con la confianza de un pariente, pues así me recibían, pregunté a Pablo Muret, mi camarada,:
–¿Qué cuarto me has dado este año? –El de «tía Rosa».
Una hora más tarde, la señora Muret dʼArtus seguida de sus tres hijos: dos jovencitas y un chicuelo, me condujo al cuarto de «tía Rosa» en donde nunca había dormido.
Así que me dejaron solo examiné las paredes, los muebles y la fisonomía del cuarto para instalar allí mi espíritu. No me era del todo desconocido por haber entrado varias veces y haber dado una ojeada indiferente al retrato al pastel de la «tía Rosa» que daba su nombre a la pieza.
No me preocupé en absoluto de esa vieja «tía Rosa» rizada y borrosa que estaba detrás del vidrio. Tenía aire de ser una buena mujer de antaño mujer de principios y de preceptos, igualmente versada en las máximas de moral como en recetas de cocina, una de esas tías viejas que ahuyentan la alegría y que son el ángel arrugado y tristón de las familias de provincia.
Nada, por otra parte, había oído contar de ella, nada sabía ni de su vida ni de su muerte. Vivió en este siglo o en el anterior? Había dejado la tierra después de una existencia trivial o agitada? Su alma al volver al cielo era una alma pura de solterona, una alma tranquila de esposa, una alma tierna de madre o un alma conmovida por el amor? ¡Qué me importaba! Su nombre de «tía Rosa» me parecía ridículo, común y feo.
Tomé una bujía para mirar su semblante severo que aparecía entre un antiguo marco de madera dorada colgado en alto; y habiéndolo hallado insignificante, desagradable, casi antipático, me puse a examinar los muebles. Eran en su totalidad del tiempo de fines de Luis XVI, de la Revolución y del Directorio.
Desde esa época, ni una silla, ni una cortina, nada había penetrado en ese cuarto. Se sentía en él el olor del recuerdo, ese perfume sutil desprendido de las maderas, de las telas, de los sillones, de las tapicerías, de ciertas moradas en que los corazones han vivido, amado y sufrido.
Luego me acosté pero no pude dormir, y al cabo de una o dos horas de fatiga decidí levantarme a escribir cartas.
Con ese objeto abrí un pequeño escritorio de caoba con maniguetas de cobre, colocado entre dos ventanas, esperando hallar papel y tinta, pero solo descubrí un lapicero muy usado, hecho de una púa de puerco-espín, y muy mordido en la punta. Iba a cerrar el mueble cuando mis ojos se fijaron en un punto brillante, una especie de punzón amarillo que hacía un relieve redondo en el ángulo de una tablilla.
Habiéndolo rascado con el dedo me pareció que se movía. Lo tomé entre dos uñas y tirando con fuerza, salió lentamente un largo alfiler de oro, acostado y escondido en el hueco de la madera.
¿Para qué serviría eso? Pensé en el acto que con alfiler se haría mover un resorte que escondía un secreto. Me puse a buscarlo largo tiempo. Al cabo de dos horas por lo menos de investigaciones, descubrí otro hueco, casi en frente del primero, pero en el fondo de una ranura. Al hundir mi alfiler adentro me saltó una planchita a la cara y hallé dos paquetes de cartas. Esas cartas estaban amarillentas y atadas con una cinta azul. Las he leído y reproduzco aquí las dos que siguen:
«Así pues, mi queridísima amiga, usted quiere que le devuelva sus cartas; se las envío no sin gran sentimiento. ¿Que le daba miedo que las perdiese? Estaban bajo llave. ¿Que las robasen? Yo velaba sobre ellas como sobre el más querido tesoro.
Sí, esto me ha causado una pena extremada. Me he preguntado si en el fondo del corazón no tendría usted algún remordimiento… No el de haberme amado, porque sé que aun me quiere, sino el de haber expresado en el papel blanco ese »amor ardiente, en horas en que su corazón se confiaba no a mí sino a la pluma que usted tenía en la mano.
Cuando uno ama siente a veces la necesidad de las confidencias, el deseo enternecido de hablar o de escribir y así lo hacemos. Las palabras vuelan, las dulces palabras hechas de música, de aire y de ternura, las palabras cariñosas que se desvanecen tan pronto como se dicen, que sólo quedan en la memoria y que no podemos ver, ni tocar, ni besar como aquellas escritas por una mano. ¿Quiere sus cartas? Bueno, se las devuelvo, pero con qué dolor!
Es probable que después de escritas usted haya experimentado el pudor delicado de los términos indelebles, y su alma sensible y tímida, que se hiere por una nada impalpable, se ha arrepentido de que usted hubiera escrito a un hombre que la amaba. Se acordó de frases que emocionaron sus recuerdos y se dijo: «convertiré en cenizas esas palabras».
Quede contenta, quede tranquila. Aquí tiene sus cartas. Yo te amo».
Amigo mío: no. Ud. no ha comprendido ni adivinado. Yo no me arrepiento ni me arrepentiré nunca de haberle confesado mi ternura. Continuaré escribiéndole, pero Ud. me devolverá mis cartas apenas las reciba.
Tal vez mi amigo se extrañará mucho si le digo la razón de esta exigencia que no tiene nada de poética, que es práctica: tengo miedo no de usted, sino del azar. Soy culpable y no quiero que mi falta recaiga en otros fuera de mí.
Voy a explicarme. Nosotros, tanto usted como yo, podemos morir. Ud. por ejemplo, puede morir de una caida de a caballo, puesto que monta todos los días; de un ataque, en un duelo, de una enfermedad del corazón, en un accidente de carruaje, de mil maneras, porque si no hay más que una muerte, hay más maneras de recibirla que días nos faltan de vida.
Entonces, su hermana, su hermano o su cuñada encontrarán mis cartas.
¿Usted cree que ellos me quieren? Yo no lo creo; y aunque me adorasen ¿sería posible que dos mujeres y un hombre que saben un secreto parecido lo dejaran de propalar?
Pena me da decir estas cosas duras, suponiendo primero su muerte y sospechando después de la discreción de los suyos; pero todos hemos de morir, verdad? y con seguridad que uno de los dos precederá al otro bajo tierra, de modo que hay que prever todos los peligros, aun ese.
Yo, en cambio, guardaré sus cartas al lado de las mías en el secreto de mi escritorio. Allí se las mostraré, en su escondrijo de seda, unas al lado de las otras, saturadas de nuestro amor y durmiendo como enamorados en una sola tumba.
Pero Ud. objetará que si yo muero primero mi marido encontrará esas cartas? No lo creo, primero porque él no conoce el secreto del mueble, porque no lo buscará y porque nada debo temer, si lo encontrase después de mi muerte.
Se ha puesto usted a pensar alguna vez en todas las cartas de amor halladas en los gabinetes de las muertas? He reflexionado mucho sobre ese punto y por lo mismo me decidí a reclamarle mis cartas.
Figúrese que nunca, óigalo bien, nunca una mujer quema, rompe o destruye cartas en que se le habla de amor. Allí está toda nuestra vida, nuestra esperanza, nuestra ilusión y nuestro sueño. Esos papelitos que llevan el nombre nuestro y que nos acarician con dulzura, son reliquias: nosotras, las mujeres adoramos las capillas y sobre todo aquéllas en que somos las santas. Las cartas de amor son nuestros títulos de belleza, de gracia, de seducción, son nuestro orgullo íntimo de mujer y los tesoros de nuestro corazón. No, no, jamás una mujer destruye esos archivos secretos y deliciosos de su vida.
Pero como nosotras morimos como todos los demás, esas cartas suelen encontrarse. ¿Por quién? Por el marido. ¿Qué hace entonces? El las quema.
¡Oh! Yo he madurado mucho este asunto. Figúrese que todos los días mueren mujeres que han tenido amores, y que las trazas, las pruebas de sus faltas caen entre las manos del marido y nunca estalla un escándalo ni se verifica un duelo.
¿Ha pensado usted, mi querido amigo, en el hombre, en el corazón del hombre? Se vengan de una que vive, se baten con aquel que los deshonra, le matan, mientras ella vive, porque…sí, por qué? no lo sé exactamente. Pero si después de la muerte de la mujer encontraran pruebas semejantes que la comprometen, las queman, fingen ignorarlas, continúan dando la mano al amigo de la muerta y quedan muy satisfechos de que dichas cartas no cayeran en manos extrañas y de la seguridad de haberlas destruido.
Conozco algunos de mis amigos que han debido quemar pruebas de esa especie, que hacen como si nada supieran y que si las hubieran descubierto en vida de ellas, se habrían batido con rabia; pero una vez que la esposa ha muerto, el honor cambia. La tumba es la prescripción de la falta conyugal.
Así, pues, deseo guardar nuestras cartas que entre sus manos son una amenaza para los dos. ¿Osaría Ud. decir que no tengo razón?
Yo te amo y te beso los cabellos.
Rosa»
Levanté los ojos al retrato de «tía Rosa», miré su semblante severo, arrugado, un poco maligno y me quedé pensando en todas esas almas de mujeres que no conocemos, que suponemos tan diferentes de lo que son, en esas almas en que no adivinamos la malicia nativa y simple, la falsedad tranquila y vino a mi memoria este verso de Vigny:
Toujours ce compagnon dont le coeur nʼ est pas sûr3.
1 Este cuento de Maupassant, «Adieu», apareció en la revista parisina Gil Blas, en marzo de 1884. Posteriormente, su autor lo incluyó en la colección Contes de jour et de la nuit (1885). N. de la e.
2 «Nos lettres» se publicó en Le Gaulois, periódico parisino de literatura y política, el 29 de febrero de 1888. Maupassant lo inserta, posteriormente, en el tomo Claire de lune (1888). N. de la e.
3 Este verso es tomado del poema «La Colère de Samson», Alfred de Vigny (1797-1863). N. de la e.
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