ISSN: 1405-0234 • e-ISSN: 2215-4078
Vol. 10 (2), julio – diciembre, 2022
http://dx.doi.org/10.15359/rnh.10-2.4
Recibido: 08-07-2022 • Aprobado: 28-09-2022
Publicado:20-11-2022
Licencia: CC BY NC SA 4.0
Humanismo: un proyecto revolucionario II.
Humanism: A Revolutionary Project II.
Helen Marenco Rojas1, Jaime Mora Arias2, Juan Diego Gómez Navarro3,
Miguel Baraona Cockerell4.
La Ilustración significa el abandono del hombre de una infancia mental de la que él mismo es culpable. Infancia es la incapacidad de usar la propia razón sin la guía de otra persona. Esta puericia es culpable cuando su causa no es la falta de inteligencia, sino la falta de decisión o de valor para pensar sin ayuda ajena. Sapere aude «¡Atrévete a saber!» He aquí la divisa de la Ilustración.
Immanuel Kant
El hombre ha nacido libre y por doquiera se encuentra sujeto con cadenas.
Jean-Jacques Rousseau.
Ninguno de los supuestos derechos del hombre, por lo tanto, va más allá del hombre egoísta, del hombre tal y como es, como un miembro de la Sociedad civil; esto es, como un hombre separado de la comunidad, alejado de sí mismo, totalmente preocupado y actuando en concordancia con sus caprichos privados. El hombre está lejos de ser considerado, en los derechos del hombre, como un ser perteneciente a una especie; por el contrario, la vida en especie aparece como un sistema que es externo al individuo y que es una limitación a su independencia original. El único vínculo que existe entre los hombres es la necesidad natural, necesidad e interés privado, la preservación de su propiedad y de sus egoístas personas.
Karl Marx.
Resumen:
En este segundo ensayo de la serie de cuatro sobre el humanismo en tanto proyecto revolucionario, abordamos lo esencial del cuarto brote histórico de praxis humanista desde sus orígenes en la Grecia clásica. El texto que sigue comprende básicamente tres facetas del tema que nos convoca intelectualmente en este ensayo: 1. Una introducción general al pensamiento liberal del siglo XVIII y su significación desde el ángulo específico del humanismo; 2. La obra y significación humanista de Jean-Jacques Rousseau; 3. Terminamos con una serie de conclusiones relativas a la temática particular de este artículo así como de su importancia en la serie de cuatro ensayos que cubren en su totalidad los cinco grandes brotes de praxis humanista hasta nuestros días, concentrándonos en el último, en lo que llamaremos “Manifiesto del Nuevo Humanismo”. Así, con este segundo ensayo nos acercamos al humanismo socialista del siglo XIX (quinto brote de praxis humanista) y quedamos en la antesala del artículo más importante con el que intentaremos sentar de manera más avanzada los conceptos fundamentales para un humanismo del siglo XXI.
Palabras clave: Cuarto brote, humanismo liberal, praxis humanista, Rousseau.
Abstract:
This second essay in a series of four concerning humanism as a revolutionary project examines the fourth historical blossom of humanist praxis since its origins in Classic Greece. The following text basically covers three facets of this topic: 1. A general introduction to liberal thought in the XVIIIth century and its specific significance for humanism; 2. The work of Jean-Jacques Rousseau and its humanist significance; 3. Conclusions referred to the particular theme of this article as well as its import within he series of four essays that cover the five main blossoming of humanist praxis up to our days, while in the final one we shall focus in what we have decided to term as “New Humanism Manifesto”. Thus, with this second essay we will come closer to the socialist humanism of the XIXth century (fifth blossom of humanist praxis) and in this manner we will reach the threshold of the most important of these works in which we will attempt to establish in a more advanced form the main concepts necessary for establishing a XXIst century humanism.
Key words: Fourth blossom, liberal humanism, humanist praxis, Rousseau.
En este segundo artículo que es parte de una serie de cuatro ensayos5 en los que se aborda el proceso histórico de la génesis y los principales avatares del humanismo a lo largo de cerca de 2500 años, examinaremos un momento de crucial importancia en el desarrollo histórico de la praxis humanista: 1. El período de La Ilustración (sobre todo en el llamado siglo XVIII de las luces).
Para abordar con mayor precisión este período de enorme amplitud y complejidad, nos centraremos sobre todo en la figura señera de Rousseau (1712-1778), aunque estamos conscientes de que hay una pléyade de otros pensadores que son de gran interés, pero que no podemos examinar con el mismo nivel de profundidad por el carácter limitado de este artículo. No obstante, en dos obras relativamente recientes (2017 y 2021) los autores han presentado una visión más panorámica y al mismo tiempo más detallada de una constelación de propuestas humanistas en La Ilustración.
En el ensayo anterior (el primero de esta serie de 4) abordamos tres “brotes de praxis humanista” (concebidos estos como momentos álgidos del desarrollo combinado y dialéctico de la teoría y la practica humanista en un período histórico determinado) de enorme trascendencia. En ese trabajo examinamos los orígenes de la praxis humanista en el siglo de Pericles en la Grecia clásica enfatizando sus rasgos esenciales que marcarían todo el avance posterior del humanismo a través de grandes altibajos; y que hemos concebido como un giro de 180 grados respecto a la “razón divina” y el misticismo, en dirección hacia la primacía del poder racional humano y de su protagonismo con respecto a sus propios asuntos existenciales. Cambio de orientación filosófica que quedaría explícitamente consignado en la labor de la escuela sofista, impulsada intelectualmente por Protágoras y puesta en práctica por el gran estadista que fue Pericles (Baraona, 2021a).
Un largo hiato histórico separaría este primer brote de praxis humanista del que sobrevendría a continuación. El medioevo y el auge del monoteísmo seguiría derroteros my diferentes en la cristiandad y en el mundo islámico. El medioevo cristiano luego de la caída del imperio romano se atrincheraría en dogmas cada vez más rígidos, confinando la filosofía y la ciencia griega al resguardo de los monasterios y al olvido forzado, como bien ha ilustrado Umberto Eco en su famosa novela El nombre de la rosa (2010). Occidente que en forma tan estridente se apoderaría luego del legado clásico griego haciéndolo casi exclusivamente suyo, lo envolvería en el tabú de la herejía sepultándolo así bajo la lápida del prejuicio y un supersticioso temor por muchos siglos.
El siglo VII d.C. presenció el nacimiento del islam en la península arábiga. Su expansión fulminante hacia el Medio Oriente, el Asia Menor, el norte de África y el sur de Europa en Iberia, consolidó en apenas un siglo un imperio y una nueva civilización. Al principio Damasco es el centro de este imperio naciente, pero pronto luego de varios conflictos entre poderes musulmanes, se traslada a Bagdad en lo que hoy es Irak. Allí se funda La Casa de la Sabiduría (IX-XIII), gran centro de estudio, investigación y producción intelectual realizada por miles de sabios de todas las latitudes (y de varias religiones y credos diferentes) que abarca el imperio islámico e incluso de más allá de sus fronteras. Una de las principales empresas intelectuales de ese gran centro intelectual, sería la adquisición de obras clásicas griegas olvidadas por la cristiandad temprana en Constantinopla, que serían traducidas al árabe y al hebreo en Bagdad. Este proceso que ya había comenzado lentamente en el siglo VIII, se consolida y expande de manera amplificada y acelerada luego de la creación de La Casa de la Sabiduría por el califa al-Mamun (813-833). Como expresión de la orientación ecuménica de ese centro de erudición, el califa nombra al sabio cristiano Hunayn ibn Ishaq (809–873) como principal responsable y coordinador de las labores de traducción que, en este período, alcanzan gran número y calidad. Este es el comienzo del primer Renacimiento (Baraona, 2021b).
Pero donde este Renacimiento musulmán de entre los siglos VIII y XIII se encumbra a su cenit más elevado, al menos en lo que a filosofía y humanismo se refiere, es en al-Ándalus en la península ibérica. Sobre todo, cristalizado este cenit en la obra del filósofo nazarí Averroes (1126-1198). Este se convertiría en el más grande comentarista y estudioso de la obra de Aristóteles traducida al árabe, y partiendo de algunas de las ideas del Estagirita, elaboraría la teoría del “doble conocimiento”, mundano y místico, filosófico y teológico. Con este planteamiento, y varios otros referidos a la cosmogénesis y la universalidad del conocimiento humano, Averroes sienta las bases en plena Edad Media, para legitimar racionalmente la capacidad de la mente humana para discernir la verdad de las cosas sin necesidad de revelaciones divinas. Su trabajo al final fue considerado como inaceptable por los teólogos de la conservadora dinastía de los Almohades, y se le enviaría al destierro y sus obras serían prohibidas. Pronto su influencia se disiparía en el mundo islámico en decadencia luego de las invasiones mogolas a Bagdad y las guerras civiles en Iberia entre reinos musulmanes menores. Pero, paradojalmente, su pensamiento sería estudiado y difundido en la Europa cristiana, apareciendo en la segunda mitad del siglo XIII el llamado “averroísmo cristiano o latino”.
En el calamitoso siglo XIV, salvo algunas excepciones notables, el silencio de la filosofía y del humanismo fue atronador. Pero en el siglo XV reaparece con vigor en la Italia del Cinquecento, y el más brillante de todos los averroístas cristianos sería el joven Giovanni Pico de la Mirandola (1463-1494). Con su obra precoz las 900 tesis y su Discurso sobre la dignidad del hombre (1486) y que constituyen el Manifiesto Humanista del Renacimiento europeo, que se erige sobre los cimientos indispensables plantados por el primer Renacimiento islámico. Muy pronto Pico cae en desgracia con las autoridades eclesiásticas y es perseguido y su obra prohibida. Parece ser el sino aciago de todos los grandes humanistas.
El Renacimiento europeo, anunciado con tan enormes expectativas por los averroístas cristianos, pronto deja de ser una idílica utopía filosófica, para tornarse, cada vez más, en la distopía sangrienta de la globalización capitalista que se inaugura con la llegada de Colón al Nuevo Mundo. Y vienen varios siglos en que el “humanismo” es concebido en el mejor de los casos como piedad cristiana al estilo del padre Las Casas, o, en el peor de ellos, como despiadada empresa “civilizatoria” en nombre de un Dios compasivo que pende ensangrentado de una cruz.
Y en este punto de la narrativa que aquí presentamos, es donde entramos de lleno en el gran cuarto brote de praxis humanista en el siglo XVIII: el humanismo liberal del Siglo de Las Luces.
Cuando el avance de la globalización civilizatoria capitalista desde su metrópolis europea hacia la periferia del nuevo sistema mundo ahoga en sangre y miseria humana los ideales del humanismo renacentista, un eclipse moral de varios siglos ensombrece toda noción de protagonismo humano emancipador, a excepción de heroicos estallidos de resistencia que alumbran la noche de la historia con sus espléndidos relámpagos de breve intensidad. En las Américas, cientos de miles, sino millones, de mártires sucumben resistiendo, casi siempre de manera infructuosa a corto plazo, la expansión territorial, económica y religiosa de la civilización cristiana occidental. Sólo entre principios del siglo XVI a principios del siglo XVII s estima que la demografía de los pueblos originarios se desploma de cerca de 80 millones a 5 millones. Es una de las devastaciones humanas y culturales más brutales que haya experimentado la humanidad. Son naciones étnicas enfrentadas en asimétrica lucha con el mundo capitalista que ha parido la Europa renacentista; el desenlace tarda, pero al final, la “racionalidad” del orden social hegemónico se impone, y aunque la victoria nunca será definitiva, los pueblos originarios son esclavizados de una forma u otra.
Pero será el mismo desarrollo del capitalismo que se va desembarazando de todo resabio feudal a lo largo y ancho del nuevo sistema global, erosionando de paso al frágil imperio colonial español basado en la tesaurización compulsiva y la expoliación sistemática de sus colonias, lo que, junto al colapso de la población indígena en América Latina, hace del siglo XVII un período de transición a otro orden mundial no enteramente dominado por las monarquías absolutistas y el despotismo aristocrático. La Revolución Industrial y el mercantilismo comienzan a sedimentarse en Inglaterra, Holanda, Bélgica y otros países europeos, desde tan temprano como la segunda mitad del siglo XVI. Este cambio de orientación económica mundial sacude la atrasada y parasitaria economía española, y ello conduce, junto con la reducción del botín en metales preciosos en el Nuevo Mundo, a un cambio en la hegemonía global. Emergen Gran Bretaña y los países bajos, y cae España. Las primeras cinco décadas del siglo XVII pondrían a prueba toda la estructura económica del capitalismo que pugna por transitar del mercantilismo a las manufacturas, mostrando que la transición de un poder hegemónico mundial a otro nunca es un proceso fácil. Hay ralentización, estancamiento y debilidad global del capitalismo, aunque la cadena se rompería por su eslabón más débil que sería las potencias Ibéricas de España y Portugal. Así el siglo XVII fue uno de muy lento crecimiento económico general:
En los dos siglos iniciales (XVI y XVII) del Primer Orden Mundial, la productividad media en las economías y sociedades más avanzadas de Europa siguió creciendo a una tasa promedio entre 0.1% y 0.2 anual acumulativo. Es decir, el ritmo de crecimiento no presentaba diferencias significativas con el registrado desde el inicio de la expansión del capitalismo mercantil, alrededor del siglo XI. En el caso de los alimentos, el lento aumento de la producción seguía sometiendo a los pueblos europeos a las hambrunas provocadas por los periódicos fracasos de las cosechas. El insignificante comercio de alimentos respecto del consumo total impedía resolver las crisis con el aumento de las importaciones. (Ferrer, 1996, p. 3).
Así como el calamitoso siglo XIV en Europa aceleró la descomposición del feudalismo, el decepcionante siglo XVII acicateó y apuró el paso de la economía capitalista del mercantilismo hacia los albores de la industrialización en el siglo XVIII:
Todavía hacia 1700, el débil crecimiento del producto por hombre ocupado implicaba que las innovaciones tecnológicas no eran una vía importante de generar ganancias y acumular capital. En la producción de bienes y servicios, los salarios y la subsistencia de los trabajadores seguían absorbiendo la mayor parte del producto. Los márgenes de beneficio eran, por tanto, reducidos. De allí que las fuentes principales de utilidades y acumulación seguían siendo las mismas que prevalecían desde los inicios del Primer Orden Mundial. A saber: 4 i. La renta agrícola, apropiada principalmente por los propietarios territoriales y, en menor medida, por las incipientes empresas agropecuarias capitalistas. ii. El comercio y la explotación de los monopolios establecidos por las Potencias Atlánticas para su comercio con sus posesiones de América, África y Asia. La extracción de metales preciosos y las plantaciones para la producción de azúcar, café, tabaco y algodón, en el Nuevo Mundo, eran otras vías importantes de ganancias y acumulación. iii. La intermediación financiera fuertemente asociada a la actividad mercantil y el financiamiento de los estados nacionales y principados. En conclusión, a principios del siglo XVIII, en las regiones más avanzadas de Europa, las instituciones del Medioevo estaban en vías de disolución y el capitalismo se consolidaba como sistema de organización económica y social … A comienzos del siglo XVIII, en la mayor parte de las actividades productoras de bienes y servicios, las innovaciones tecnológicas tenían poco que ver con la generación de utilidades y la formación de capital. (Ferrer, 1997, p. 4).
A partir de la segunda década del siglo XVIII, el estancamiento económico del siglo XVII empieza a ser superado. Luego de aproximadamente la segunda década de ese siglo, se comienza a vislumbrar una tímida prosperidad que rara vez favoreció a los desposeídos de siempre, pero que alentó a una burguesía que se afianzaba mediante nuevas oportunidades de acumulación de capital resultado del nuevo flujo de metales preciosos provenientes de América. A lo largo del siglo XVI las muy productivas minas de oro y plata del Nuevo Mundo fueron declinando hasta quedar casi completamente agotadas en el siglo XVII. Pero, partiendo de los años veinte del siglo XVIII, se descubren nuevas vetas de oro de enorme productividad en Brasil. Este nuevo influjo de riqueza apropiada y expropiada al Brasil por diversos mecanismos de transferencia de capital de la periferia al centro del sistema-mundo, reactiva la languideciente economía de partes de Europa, y a partir de esa instancia hay riqueza para invertir en las manufacturas antes estancadas.
El relanzamiento del crecimiento industrial redundó indirectamente en una agricultura más generosa y abundante que evoluciona en algunos ámbitos hacia una producción puramente mercantil y capitalista. En el siglo XVII se cultivaban apenas cuatro granos por cada uno sembrado, y dos de ellos estaban destinados por el vasallaje impuesto, a los diezmos de la Iglesia y a los impuestos a la corona y para la nobleza parasitaria. Quedaba muy poco para la subsistencia del campesinado. Para tornar la vida aún más dura para los campesinos, el clima en el siglo XVII es terrible con la intensificación de una nueva “pequeña edad del hielo” (Parker, 2017).
Hacia finales del siglo XVII se introducen cada vez más nuevas plantas de cultivo mucho más productivas como la papa y el maíz de origen americano, lo que se traduce en mayores cosechas que abastecen no sólo las necesidades alimentarias de las unidades campesinas, sino que generan un excedente para alimentar más cabezas de ganado y animales de corral, y que, en algunos casos, permiten incluso la adquisición de mejores instrumentos de labranza; es un círculo virtuoso: mejores aperos de trabajo rural, mejores cosechas y producción de carne, y así sucesivamente. Y como broche de oro de estos vientos de cambio socioeconómicos tan favorables, hay un cambio climático óptimo para el campo, quedando atrás los años magros de sequía del siglo XVII (O’Gorman, 1997).
Desligar el florecimiento intelectual, filosófico, y creativo del siglo XVIII de las auspiciosas condiciones económicas de esa centuria -sobre todo en comparación con el sufrido siglo XVII- es científicamente errado. A menudo los estudios sobre “modernidad” nos hacen creer que se trató esencialmente de una progresiva revolución cultural, y no de un nuevo sistema de interacciones entre muchos ámbitos de la vida social y, en particular, entre vida cultural e intelectual y desarrollo capitalista. La modernidad es, sobre todo, un nuevo marco existencial subjetivo en respuesta a la modernización cada vez más acelerada de la economía capitalista; no es su reflejo, sino más bien la otra cara antagónica de la transformación económica regida de manera cada vez más descarnada sólo por la racionalidad (que es irracional desde el punto de vista humano y ecológico en su sentido más amplio) de la acumulación de capital. Así, la modernidad incluye tanto el movimiento destructivo del capital en expansión, como la respuesta creativa de una humanidad en busca de preservar y crear valores humanos que no poseen valor de cambio, sino solo validez en términos de las necesidades profundas de la siquis y la naturaleza humana (Baraona, 2016).
La Ilustración es entonces un proceso de creación de nuevas visiones intelectuales que dieran respuesta a las inquietudes de una elite educada y pensante ante el cambio y la prosperidad del siglo XVIII. Es una verdadera revolución intelectual de vastas dimensiones que se inserta en el cambio cada vez más acelerado de una sociedad tradicional, conservadora, estamental, rígida, estancada, e idealmente concebida como bucólica a pesar de la crueldad de las condiciones de vida imperantes para la gran mayoría, que ingresa de pronto en la vía rápida de la historia.
Aún nos sorprende a pesar de la distancia histórica y contextual de los tres primeros brotes de praxis humanista la inexistente preocupación por la suerte de los vulnerables y oprimidos en los tres tipos de sociedad. Tanto Protágoras y los sofistas en general muestran nula preocupación por la terrible condición de los esclavos y las mujeres en su sociedad; del mismo modo como Averroes y los humanistas de su época ni siquiera mencionan el trágico tema de la esclavitud y de las mujeres en el orden social medieval; y tampoco resalta en el pensamiento de los humanistas del Renacimiento europeo mayor preocupación por estos grupos sociales desfavorecidos, ni tampoco por las grandes masas campesinas sometidas a despiadado vasallaje en el feudalismo.
Son visiones humanistas carentes de ese referente en un sujeto humano de carne y hueso, como lo demandaba Unamuno en el siglo XX (Unamuno, 1970). Se trata de la reivindicación de las virtudes (o carencia de ellas) de un hombre que, en su expresión más real y efectiva, no pasa de ser el igual en género, condición étnica, e incluso posición de élite, de los filósofos humanistas de cada época y región del mundo durante los tres primeros brotes de praxis humanista. (Baraona, 2021b, p. 190).
Esta tradición del humanismo de los primeros tres brotes de lucubrar sobre un ser humano ahistórico, y con una naturaleza desprovista de contexto social en el sentido más pleno y amplio del concepto, es parcialmente interrumpida durante la Ilustración. Esa vieja filosofía política de los sofistas de la Grecia Clásica que sólo concebía al ciudadano como el hombre griego libre y ateniense, se amplía con numerosos matices dependiendo de cada autor, a un espectro mucho más amplio de sujetos sociales. Hay por primera vez en los discursos que reivindican la noción de un protagonismo humanos en sus propios asuntos, la propuesta de dar forma legal y política a la consagración y ampliación de las libertades individuales y públicas, y de proteger el derecho a la disensión no sólo para una pequeña parte privilegiada de la ciudadanía.
No obstante, aún estamos muy lejos de plenos derechos igualitarios para mujeres, grupos raciales no-caucásicos, y clase trabajadora en general, aunque la idea es expresada por intelectuales como Nicolás Condorcet y algunas mujeres de la alta sociedad como Mary Wollstonecraft con su obra Vindicación de los derechos de la mujer (1792/2020) (Madruga Bajo, 2020). Condorcet sería uno de los humanistas liberales más radicales del siglo XVIII, quien, además de tener una participación en la Revolución Francesa, expresaría opiniones como la que sigue:
El hábito puede llegar a familiarizar a los hombres con la violación de sus derechos naturales, hasta el extremo de que no se encontrará a nadie de entre los que los han perdido que piense siquiera en reclamarlo, ni crea haber sido objeto de una injusticia.(...) Por ejemplo, ¿no han violado todos ellos el principio de la igualdad de derechos al privar, con tanta irreflexión a la mitad del género humano del de concurrir a la formación de las leyes, es decir, excluyendo a las mujeres del derecho de ciudadanía? ¿Puede existir una prueba más evidente del poder que crea el hábito incluso cerca de los hombres eruditos, que el de ver invocar el principio de la igualdad de derechos (...) y de olvidarlo con respecto a doce millones de mujeres? (Condorcet, 2014, p. 133-134).
Aunque, como ya señalamos poco antes, estos progresos del humanismo de la Ilustración fueron solo parciales y, en el amplio espectro de pensadores de aquella época, hubo posturas francamente poco aceptables con respecto a temas de igualdad y equidad social, racial y de género:
Resulta sorprendente corroborar que grandes próceres del pensamiento y la emancipación liberal, como Tocqueville (1805-1859), Bentham (1748-1832), Jefferson (1743-1826), Mill (1806-1873), Washington (1732-1799), Locke (1632-1704), Adam Smith (1723-1790), Montesquieu (1689-1755), Mandeville (1670-1733), y Kant (1724-1804), entre otros, fueron de manera explícita partidarios de la esclavitud, e incluso varios de ellos, propietarios de esclavos. Tal pareciera que, al final de cuentas, en los cuatro brotes de praxis humanista, lo que delimita la comunidad de los libres y a quienes se les otorgan “derechos humanos”, sigue siendo racial, de género y étnica. El otro y la otra que no son parte de esa comunidad de humanos dotados de plenos derechos son, no obstante, la inmensa mayoría de la humanidad realmente existente (Losurdo, 2005). (Baraona, 2021b, p. 190)
Pero, de ningún modo, lo anterior, por muy poco aceptable que nos resulte hoy, significa que debamos desechar la valía del pensamiento liberal de la Ilustración. Si así fuera habría que tirar igualmente por la borda a todo el humanismo de eras anteriores. Sin embargo, no seríamos coherentes con nuestro humanismo actual, si no pusiéramos el dedo en una llaga que no debe ocultarse: En los tres brotes anteriores de praxis humanista -sobre todo en lo referente al pensamiento específico de Protágoras, Averroes y Pico- no hay atisbos de apología (aunque sí de total indiferencia) de odiosas diferencias y formas de discriminación, como sí lo podemos leer entre intelectuales destacados del siglo XVIII. Los escritos de numerosos intelectuales destacados de la Ilustración muestran inclinaciones racistas considerando a los negros como una “raza” biológicamente inferior -como es, por ejemplo, el caso de Kant- o que justificaran que los niños proletarios debían comenzar a trabajar desde los tres años (Locke, 2018, p. 454), o incluso, la acendrada misoginia de Rousseau, quien en cuanto a la esclavitud se presenta como un abolicionista con radicales ideas igualitarias. Y en términos generales, hay una amplia gama de pensadores liberales clásicos que, aunque fuesen críticos a menudo del despotismo absolutista de las monarquías de la época, ya comenzaban a ver con buenos ojos al capitalismo en su fase de transición del mercantilismo al industrialismo. El capitalismo volvía surgir en la imaginación de muchos pensadores de la Ilustración con ribetes libertarios. Así como el capitalismo mercantil de los siglos del renacimiento europeo fue percibido como una fuerza revolucionaria y positiva, del mismo modo resurgía de sus cenizas en el siglo XVIII mediante el avance progresivo del industrialismo.
Aún más que en el caso del tercer brote de praxis humanista durante el Renacimiento europeo, los principios e ideales fundamentales del humanismo del siglo XVIII, serían hábilmente ajustados para configurar una narrativa ideológica favorable a un capitalismo heroico y emancipador de la humanidad. Si el llamado a colocar al ser humano en el centro de la atención nuestra, celebrando todo lo humano e impulsando así una forma de antropocentrismo más desenfadada que nunca antes en la trayectoria del pensamiento humanista, sirvió en forma invertida a los intereses de una burguesía comercial en pañales al exaltar el voluntarismo del emprendedor capitalista, la recuperación del liberalismo para servir y glorificar la brutal sociedad industrial que con tanto dolor paría Europa, fue mucho más drástica y también mucho más efectiva. Y a tal propósito sirvió el entusiasmo con el que algunos pensadores liberales creyeron ver en el capitalismo industrial y en la nueva burguesía, la encarnación de aquellos sueños de libertad y legitimidad que en teoría acariciaban desde fines del siglo XVII. (Baraona, 2021b, p. 194).
La llamada edad de la razón comienza formalmente con Thomas Hobbes (1588-1679), un deísta -que nos presentará con un pensamiento muy diferente al de otro deísta, Thomas Paine (1737-1809)- con el cual se cierra esta fase ilustrada del conocimiento y la acción humana. Si bien Thomas Paine (Paine, 1990) se declara igualmente escéptico ante la posibilidad de que las religiones reveladas sean expresión genuina de la esencia de Dios -y al igual que Hobbes mucho antes no niega la existencia de este último- sino las versiones institucionalizadas que se presentan de él, su visión de la humanidad es positiva y esperanzadora. En contraste, el ser humano de Hobbes es de naturaleza maligna, inclinado a las trampas y los engaños, egoísta e incapaz de actuar con nobleza, integridad y elevación si ello no le es impuesto por un sistema de leyes y poderes muy superiores. Es un pensamiento contradictorio, pues, aunque piensa que el ser humano únicamente puede ser corregido y disciplinado por una autoridad de hierro y superior, nos deja en gran medida sin una respuesta satisfactoria en cuanto a la interrogante de qué puede domeñar y regular el poder de los poderosos. Para remediar esto, recurre a la figura de El Gran Leviatán:
… como todo pensador propio de un período de transición, Hobbes poseería una sorprendente capacidad para sostener al mismo tiempo puntos de vista en conflicto entre ellos. En 1666 se quemaron sus libros en Inglaterra por supuestamente promover el ateísmo, y luego de su fallecimiento se volvieron a incinerar en grandes piras en público. Su pensamiento parecía ser demasiado extremo y avanzado para su época, pero su apoyo a las monarquías absolutista lo hace aparecer como un conservador para La Ilustración que vendrá después. Su obra más conocida Leviatán o La materia, forma o poder de la riqueza común, eclesiástica y civil (1651) expone la necesidad de un contrato social entre el Estado y la ciudadanía, para proteger a esta última de los excesos posibles del primero. Esta concepción conocida como contractual nos habla de la importancia de una sociedad civil protegida de la sociedad política por medio de un sistema de leyes apropiado, y formas de gobierno en que los diferentes poderes del Estado se regulen y equilibren entre ellos. Pero es difícil entender cómo esta visión contractual y de Inter regulaciones de poderes podía ser efectivamente sostenida bajo un régimen de monarquía autoritaria como el defendía. (Baraona, 2021b, p. 197).
Hobbes defiende la idea de un contrato (que luego sería replicada en términos casi opuestos por Rousseau), pero obviamente este acuerdo es entre partes muy desiguales y asimétrica en términos de poder e influencia, motivo por el cual su propuesta carece de viabilidad efectiva. Muy lejos estaba este pensador de concebir algo como una democracia moderna en tiempos tan pretéritos, y, además, es difícil imaginar un proceso virtuoso emergiendo de un populacho sin virtudes y de un poder ejercido igualmente por individuos carentes de ellas, puesto que tal es la naturaleza humana en su concepción. Es en realidad una trampa mortal y sin escapatoria.
En el universo moral de Hobbes lo único que distingue al “bien” del “mal”, es el interés creado:
Lo que de algún modo es objeto de cualquier apetito o deseo humano es lo que con respecto a él se llama bueno; y el objeto de su odio y aversión, malo; y de su desprecio, vil e inconsiderable o indigno. Pero estas palabras de bueno, malo y despreciable siempre se usan en relación con la persona que las utiliza. No son siempre y absolutamente tales, ni ninguna regla de bien y de mal puede tomarse de la naturaleza de los objetos mismos, sino del individuo (donde no existe Estado) o (en un Estado) de la persona que lo representa, o de un árbitro o juez a quien los hombres permiten establecer e imponer como sentencia su regla del bien y del mal. (Hobbes, 1987, p. 29).
Para Hobbes en una sociedad carente de un cuerpo político normado por leyes, las relaciones dejadas al libre arbitrio de la naturaleza humana en estado puro, acabaría siendo un caos, sangriento, amorfo, y animado por individuos estrellándose los unos contar los otros en una guerra fratricida permanente:
En tal condición, no hay lugar para la industria; porque su fruto es incierto; y, en consecuencia, no hay cultura en la tierra; no hay navegación, ni uso de las mercancías que pueden importarse por mar; ningún edificio cómodo; no hay instrumentos para mover y quitar cosas que requieren mucha fuerza; ningún conocimiento de la faz de la tierra; sin cuenta de tiempo; sin artes; sin letras; ninguna sociedad; y que es lo peor de todo, miedo continuo y peligro de muerte violenta; y la vida del hombre, solitaria, pobre, desagradable, brutal y baja. (Hobbes, 1987, p. 67).
¿Pero cómo pedirles a los filósofos de los siglos XVII y XVIII que adoptaran una visión más compleja de la naturaleza humana, cuando poco o nada se sabía de esta en aquellos tiempos?
El paradigma dominante e implícito era por supuesto el mecanicista, que, aunque había sido severamente sacudido ya por la física newtoniana, era aceptado sin mayores cuestionamientos respecto a su falta de veracidad y viabilidad en tanto marco conceptual efectivo:
Como para todos los científicos y filósofos de su época, nada era conocido del mundo natural para Hobbes si no podía ser replicado mediante algún artefacto mecánico, o sea una máquina, que reprodujera el accionar y las funciones del objeto en estudio. Era un materialista a ultranza, de la corriente que hoy llamaríamos materialismo mecanicista, y que sería el primer paradigma transdisciplinario de las ciencias físicas y naturales durante mucho tiempo a partir del siglo XVII. En esta teoría todo está regido por el equivalente a poleas, palancas y engranajes, y no hay propiedades emergentes que brotan de la complejidad de diversos sistemas naturales, como la mente, los sentimientos, las comunidades de seres vivos organizados en ecosistemas autorregulados, etc. Para Hobbes y muchos otros en su tiempo, todos los seres vivos no son más que artefactos mecánicos con diferentes niveles de complejidad, pero al fin y al cabo con la complejidad variable de las máquinas, aunque sean hechas de músculos, nervios, tendones, huesos, y todos los otros mecanismos biológicos necesarios. Obviamente, en esta concepción tan extremadamente mecanicista, tampoco puede existir la sociedad organizada en tanto propiedad emergente de la propia naturaleza humana, y únicamente puede crearse mediante un contrato social racionalmente diseñado para “obligarnos” a vivir en una comunidad política, compulsivamente establecida y externa a nosotros. (Baraona, 2021, p. 198).
Los desarrollos en el siglo de las luces del liberalismo económico suelen referirse mayormente a Hume, Locke, Voltaire, Condorcet, Smith, Ricardo y otros, con referencias menores al pensador de los Países Bajos, Bernard Mandeville (1670-1733), quien pasó la mayor parte de su vida en Inglaterra. Su obra La fábula de las abejas, vicios privados y beneficios públicos (1705/2002), plantea con astucia la idea de que las grandes regulaciones e instituciones políticas y jurídicas de la sociedad, nacen de la voluntad y el egoísmo molecular de los millares de individuos que pugnan por alcanzar sus fines egoístas. Así, las constricciones a la acción y voluntad individual son posibles ya que los “débiles” se unen para apoyarse y defenderse de los “poderosos”. El famoso contrato social defendido por Hobbes, en este caso no responde a la protección solidaria del bien común, como luego plantearía Rousseau, sino de la mera conveniencia pragmática de las grandes mayorías de pequeños hombrecitos (las abejitas recolectoras de polen) que imponen límites al poderío de los fuertes para cautelar al menos en parte sus propios intereses moleculares. Así, de los vicios privados y el egoísmo microscópico, emergen virtudes públicas nutridas por el interés y la necesidad.
Para Hobbes … no se debe hacer la distinción ociosa de las acciones e iniciativas nobles de las viles, ya que casi siempre los vicios privados como la codicia y el interés egoísta contribuyen al bienestar público, mientras que el idealismo y el altruismo pueden ser poco prácticos y desatinados, empujando al final hacia la ruina del acuerdo colectivo de conveniencia mutua entre intereses privados usualmente mezquinos … Mandeville es quizá el pensador más importante en el nacimiento de la moderna teoría económica clásica y neoclásica, en cuanto su planteamiento -que no es apología de ello sino reconocimiento sarcástico de su existencia en forma independiente de las apariencias- conduce a las nociones del “libre mercado”, la teoría racional, y concepciones económicas que en el trabajo de economistas y filósofos como Friedrich Hayek (1899-1992)6 y Ludwig von Mises (1881-1973),7 se coronan en las propuestas neoliberales. (Baraona, 2021, p. 199).
La obra de Mandeville influyó en Adam Smith, aunque no de la misma manera que parece haber sido para los neoliberales de hoy. El dictum neoliberal de hoy suele asociarse con Smith, pero en realidad es un percolado intelectual derivado de Mandeville, pero, aun así, representa un obvio retroceso moral y científico en relación con las ideas de este último:
Puede parecer asombroso, pero si examinamos el registro histórico y la trayectoria del capitalismo a partir de la Revolución Industrial a nuestros días, no sin cierta tristeza y horror, tendríamos que admitir que la sarcástica parodia de Mandeville sobre los mecanismos amorales-inmorales que permiten capitalizar el vicio individual en riqueza pública se queda muy corta frente a los reales y muy despiadados métodos de maximización de la ganancia y acumulación de capital; métodos ante los cuales el propio Mandeville quedaría escandalizado, mientras que Adam Smith los aborrecería. (Baraona, 2021b, p 199).
Mientras Mandeville aún veía algún beneficio importante en la adscripción de las abejas obreras y la reina a los intereses supremos de la colonia, en el neoliberalismo de hoy sólo vemos una idolatría al bien supremo de las grandes corporaciones capitalistas, con escaso o ningún interés retórico o real por las grandes mayorías trabajadoras. En todo caso, Smith nunca estuvo convencido de la propuesta de Mandeville, y aunque suscribía la idea de un mercado libre que a través de la oferta y la demanda se autorregula, critica la definición de este último de lo que son “virtud” y “vicio” (Smith, 2004). Este filósofo y economista escocés señala, con mucho sentido común, que si definimos como “vicio” cualquier aspiración o deseo que esté por encima de las necesidades básicas y biológicas del ser humano, concluiríamos que no existe casi ninguna persona virtuosa en toda la humanidad. La naturaleza humana está integrada por elementos que superan con creces la simple necesidad de comer, dormir, tener sexo, etc. Somos una especie animal, pero también dotada de un gran cerebro que produce imaginación, fantasías, esperanzas, sentimientos, temores, sueños, fobias, gustos, ideas abstractas, arte, lenguaje, filosofía, ciencia, entre muchas otras funciones del neocórtex, y que, por ende, sería una fuente interminable de “vicios” en la concepción tan esquemática y limitada de Mandeville.
Debemos tener presente que Smith es un estudioso del capitalismo anterior a la Revolución Industrial, y creía en la posibilidad de un contrato social justo, honorable, igualitario, basado en decencia humana básica y en la competencia leal. El capitalismo que Smith imagina es un campo parejo, un ámbito de acción económica en el que todos los participantes participan en igualdad de condiciones y posibilidades, y donde triunfa exclusivamente el que ofrece un mejor servicio y/o producto para que los consumidores escojan y decidan cuál es el ganador. En esa utopía de Smith existe un mérito genuino, un emprendedor que respeta las reglas del juego y que no sólo es un competidor leal, sino también uno que derrama, dentro de lo posible, riqueza entre sus trabajadores mediante “salarios justos”. No es un mercado libre al estilo neoliberal (una máquina deshumanizada, automática, y que funciona al margen de las iniciativas de los propios seres humanos)8 Otra gran utopía que el capitalismo realmente existente deformaría hasta convertirla en una distopía más. En su obra sobre La riqueza de las naciones (1759/1982) escribe textualmente:
El ingreso anual de toda sociedad es siempre precisamente igual al valor intercambiable de todo el producto anual de su industria, o más bien es precisamente la misma cosa que este valor de intercambio. En consecuencia, ya que cada individuo trata, al máximo posible; primero emplear su capital para hacer valer la industria nacional; y segundo dirigir esta industria de manera que haga producir el mayor valor posible, cada individuo trabaja necesariamente para devolver el mayor ingreso anual posible de la sociedad. En verdad, su intención, en general, no es la de servir al interés público, ya que él mismo no sabe hasta qué punto puede ser útil a la sociedad. Prefiriendo el éxito de la industria nacional al de la industria extranjera, no piensa más que en darse personalmente una mayor seguridad; y dirigiendo esta industria de manera que su producto tenga el máximo valor posible, no piensa más que en su propia ganancia; en aquello, como en muchos de otros casos, es guiado por una mano invisible hacia el cumplimiento de un fin que nunca ha estado en sus intenciones; y no es siempre lo peor para la sociedad que esta finalidad no entre en sus intenciones. Buscando sólo su interés personal, trabaja a menudo de una manera mucho más eficaz para el interés de la sociedad, que si se lo hubiera puesto como objetivo de su trabajo. (Smith, 1982, p.220. Traducción nuestra).
Tres afluentes principales, con muchos matices y diferencias internas cada una de ellas, confluyen en el enorme caudal intelectual del siglo XVIII: la filosofía alemana, el justicialismo social francés y la teoría económica liberal británica. Estos tres ramales alimentarían un poderoso rio que estaría destinado a estrellarse contra el llamado “antiguo régimen”. Son innumerables pensadores, obras, teorías, enfoques, énfasis diversos, de tal manera que hay posturas sociales y políticas muy progresistas y otras bastante retrógradas; pero incluso hasta las menos osadas en su crítica al orden social imperante, coinciden en la necesidad de reformar al menos en parte el sistema monárquico, e introducir mayor tolerancia con ideas que no siempre serán del agrado de los poderes seculares y religiosos imperantes. La mayoría de las teorías favorecen la ciencia y la filosofía por sobre la teología y la escolástica, muchas ven con buenos ojos transformaciones significativas en los métodos y propósitos de la educación, y muy pocas cuestionan de verdad el capitalismo o el sistema económico existente, y al que, por lo general, no suelen denominar como capitalista. Varias teorías o autores incurren en abiertas expresiones de discriminación de clase, género y raciales, pero hay otros que proponen nociones que incluso hoy consideraríamos de vanguardia. Y es “… allí es donde emerge el genio y figura de Rousseau, probando junto con otros como Condorcet y Diderot, que el contexto histórico de la Ilustración no justifica en absoluto ciertos puntos de vista que son y eran ya aborrecibles en el siglo XVIII. (Baraona, 2021b, p. 201).
J.J. Rousseau y el cuarto brote.
El pensamiento optimista de Rousseau se haya en las antípodas del sombrío universo de Hobbes, quien, a pesar de ello, da inicio con su trabajo a la Ilustración. Oportunamente hemos destacado la misoginia de Rousseau, quien no dudaría en escribir sin pudor sobre la “inferioridad” de la mujer con frases como la siguiente: “A las mujeres, en general, ni les gusta ni aprecian el arte, y no tienen ningún talento” (Rousseau, 1998, p. 23). Pero aún así, en lo que respecta al orden social desde el punto de vista de clases y racial, sus planteamientos dejaron hondo impacto que con el tiempo influirían en el surgimiento del socialismo utópico y el socialismo marxista en el siglo XIX.
La noción central del humanismo respecto a la universalidad intrínseca de la naturaleza humana en tanto fenómeno independiente del orden divino, y que fuera restrictivo exclusivamente para los hombres griegos libertos en un comienzo, después a los hombres musulmanes, y por último en los siglos XV y XVI a los hombres de alcurnia y elevado estatus, se amplía algo más en el siglo XVIII. El círculo de la emancipación humanista se extiende, pero nunca alcanza ese perímetro total con que Marx y Engels lo formularían en el siglo XIX. Dependiendo del autor y de su obra, mujeres, esclavos y pobres seguían siendo excluido del círculo elitista de la igualdad esencial en términos de naturaleza humana. El proceso autoemancipatorio propugnado, abierta o implícitamente, por el humanismo desde su cuna, estaba todavía a una distancia sideral de ser concebido con toda su necesaria y profunda radicalidad en la teoría filosófica, y mucho más en la realidad práctica cotidiana de la sociedad de la época.
En ese contexto, Rousseau, a pesar de sus evidentes limitaciones intelectuales y morales respecto a las mujeres, sembró la idea de una igualdad universal entre los seres humanos no solo como un ideal a alcanzar, sino como una condición primigenia de nuestra especie que en las sociedades complejas se perdió. Ese afán humanista igualitario que desde la Grecia clásica fue plantado mediante la aplicación del sueño prometeico de una humanidad autoemancipada de los dioses mediante el poder de la razón, y que por siglos fue resucitado con modalidades muy limitadas de su potencial alcance en dos brotes posteriores y previos a la Ilustración. Esa simiente que tardará más de dos mil años en brotar de nuevo como visión societal igualitaria en la noción de los derechos humanos inalienables de la Revolución Americana y la Revolución Francesa, fue cosechada también por Rousseau, dándole formas ingenuas pero cautivadoras y persuasivas para muchos.
Para quienes tienen incluso la más pequeña noción de la perspectiva de Rousseau, es generalmente sabido que su postura era opuesta a la de Hobbes e incluso Locke en lo relativo al ser humano en estado de natura. La esencia humana en estado prístino es gentil, igualitaria, empática y altruista, pero luego la educación, la propiedad privada, el adoctrinamiento religioso y las instituciones del poder político, destruyen estas inclinaciones naturales. Las dos obras clásicas de Rousseau, Emilio o de la educación (1762)9 y El contrato social (1762),10 exponen justamente estas ideas y proponen algunas otras para remediar el problema de la enajenación del ser humano como resultado de la acción nefasta de esas instituciones que lo encadenan y reducen a la peor versión de sí.
Jean-Jacques Rousseau
Esos dos libros son el fundamento troncal de la visión rusoniana. Ambos están compuestos de varios ensayos, pero el primer libro aborda de forma novelada el proceso del desarrollo de niños y jóvenes desde el comienzo de su vida hasta la edad adulta. Este relato sirve para presentar las ideas de Rousseau sobre pedagogía, con reflexiones políticas y filosóficas que apoyan su propuesta de una educación que incentive el espíritu de colaboración, la integridad, la bondad, el altruismo y la capacidad creativa, en vez de someter a los educandos a un proceso de adoctrinamiento en que se destruyen todas esas capacidades innatas del ser humano. Esta metodología y sistema educativo propuesto por este filósofo suizo, tendría entre sus seguidores más importantes a otro pedagogo de la misma nacionalidad, Johann Heinrich Pestalozzi (1746-1827),11 quien fundó a su vez una corriente educativa basada en la noción de preservar la naturaleza original sana del niño dentro de un ambiente social corruptor. La idea central de Rousseau al respecto queda expresada con meridiana claridad en el párrafo que sigue:
Sólo con un sistema educativo que impulse la dignidad y la libertad del individuo, se podría mantener vivo “… el principio fundamental de la Moralidad, que he razonado en todos mis escritos y desarrollado tan claramente como pude, es que el Hombre es un ser naturalmente bueno, amante de la Justicia y el Orden, que no hay perversidad original en el corazón humano, y que los primeros movimientos de la Naturaleza siempre tienen la Razón.” (Rousseau, 2010, p. 163. La traducción es nuestra).
A pesar de que las teorías sociológicas de Rousseau sobre el origen de la “maldad” entre los seres humanos hoy nos puedan parecer casi pueriles, sus principios educativos aún pueden ser considerados como de gran actualidad: 1. Para cada fase biológica y cronológica del desarrollo de los individuos, debe crearse un ambiente educativo y cognoscitivo con métodos y materias apropiadas, pero siempre permitiendo la libertad del estudiante y estimulando su iniciativa y creatividad; 2. En todo momento el agente principal en el proceso de aprendizaje debe ser el estudiante mismo; 3. La educación debe ser un proceso integral de formación en el que el desarrollo intelectual y físico de los educandos; 4. Que la educación no sea un catálogo de sanciones y castigos para “forzar” el aprendizaje y, obviamente, eliminar toda forma de castigo corporal.
De modo que, aunque El contrato social sigue siendo la obra más famosa de Rousseau, hoy no nos impresiona mucho luego de las luces que arrojara el trabajo monumental de Marx y Engels al fundar el Materialismo Histórico en el siglo XIX, y considerando todos los avances de las ciencias sociales desde el siglo XVIII al siglo XXI. La obra se sitúa en el contexto de las sociedades de clase, y plantea que es necesario un Estado que se legitime mediante un contrato social con la ciudadanía que garantice las libertades públicas y la igualdad entre individuos. La gran diferencia entre Rousseau y Hobbes y Locke, otros dos filósofos de la llamada escuela contractual, es que el primero partía del supuesto que los seres humanos poseen virtudes inherentes a su condición, y que no se traba de reprimir en ellos ninguna tendencia espontánea a la maldad, el cálculo egoísta y mezquino, sino en protegerlos dentro de un sistema político que cautelara sus derechos y libertades individuales. Se trataba de una idea cardinal en el liberalismo, y que buscaba garantizar las prerrogativas de los más débiles enfrentados a los abusos del Estado despótico característico de los siglos XVII y XVIII. Los discursos liberales trasnochados de hoy siguen concentrando todos sus fuegos en el supuesto gran déspota de todos los tiempos, el Leviatán estatal, olvidando así que las grandes maquinarias opresoras actuales son las grandes corporaciones transnacionales, y que son sistemas de poder enormes y con estructuras verticales, autoritarias, y que escapan en gran medida a todo escrutinio democrático. Los Estados en esta ecuación de poder casi ilimitado, usualmente, no son más que instrumentos manipulados por las grandes corporaciones.
La filosofía rusoniana expuesta en ambos libros discutidos hasta aquí, abarcaba también una caracterización muy crítica de la religión a la que consideraba inútil en el mejor de los casos, y nociva en la mayoría de ellos. Y aunque hoy las posturas de Rousseau nos parecerían bastante inofensivas, ellas atraen casi de inmediato persecución y censura oficial en Francia. Abandona apuradamente este país y logra entrar de nuevo en Suiza donde será igualmente perseguido; comienza, entonces, un peregrinaje interno con la mayor discreción posible dentro de su propio país natal. Por fin consigue acogerse a la protección de Julie Emélie Willading, quien le da abrigo y sustento. Allí recobra las energías y escribe con desesperada energía defendiéndose de sus detractores y persecutores religiosos, políticos e intelectuales, entre los cuales se haya Voltaire quien poco antes había escrito una diatriba llena de insultos personales contra Rousseau.
Aun cuando Rousseau era mucho más joven que Voltaire, este último al parecer se sintió celoso de su rápido ascenso en el firmamento filosófico de Europa, y molesto, además, con la postura del primero frente a la religión y la desigualdad social. En 1764, Voltaire publica un panfleto anónimo (pero el estilo y las motivaciones del texto lo delatan como su autor) atacando a Rousseau en términos que eran difamatorios. Entre los epítetos que lanza en contra de él podemos leer el de “desgraciado sifilítico”. Tampoco es un secreto que la novela breve de Voltaire titulada Cándido o el optimismo (1759),12 era un ataque velado, pero no menos obvio, contra Rousseau. Curiosamente, hoy ambos reposan el uno junto al otro en el mismo cementerio
La encendida critica de Rousseau en contra de la religión fue claramente un motivo que explica su persecución por parte de católicos y calvinista,13 sin embargo, la ofensa más grave contra los sistemas de poder del siglo XVIII, serían sus concepciones respecto al origen de la desigualdad entre los individuos y grupos sociales. Teoría que Rousseau expondría en su obra de 1754/ (2014), Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres. Por este libro Rousseau sería premiado por la Academia de Dijon. El autor acababa de cumplir 44 años, y esa notoriedad no sólo le granjeó la enemistad de Voltaire (61 años), sino, como ya hemos indicado, el odio de las clases dominantes del Antiguo Régimen.
El origen de la desigualdad social según Rousseau se halla en el surgimiento de la propiedad privada.; algo que más tarde Marx y Engels14 suscribirían, pero en términos muy diferentes. En la visión rusoniana partía de supuestos bastante simplistas: primero existió la diferencia individual entre personas, luego algunas de estas con ciertos talentos particulares supieron apoderarse de recursos y hacerlos privados, y por último tuvieron el poder para imponer esta distribución desigual de bienes al resto de la sociedad. “El primero que, habiendo cercado un terreno, descubrió la manera de decir “esto me pertenece”, y encontró gentes sencillas que le creyeron, fue el verdadero fundador de la sociedad civil” (Rousseau, 2014, p. 261).
Las disquisiciones de Rousseau sobre la génesis de la desigualdad social entre humanos se inician con la suposición de que existen dos tipos de desigualdades que se deben considerar: la natural y la social. La primera se deriva de diferencias individuales en cuanto a fuerza física y otras aptitudes innatas, que son por supuesto de origen natural. En “estado de natura” tales diferencias individuales no tenían mayor relevancia social, pero que se convierten en tales en cuanto se establece el principio de la propiedad privada. No está claro en qué momento y debido a cuáles procesos anteriores las diferencias naturales entre individuos se convierten en la fuente de las desigualdades sociales, aunque contrastes en materia de fuerza física podría haber sido palancas importantes de diferenciación. En otras palabras, no hay en Rousseau una explicación convincente al respecto, lo cual no nos debiera sorprender si consideramos las enormes lagunas en conocimientos antropológicos en el siglo XVIII. Bueno, el hecho es que, en la narrativa del autor, una vez que se instalan esas diferencias en la vida social, se vuelven crónicas y llevan a mayores asimetrías en cuanto a riqueza, poder, prestigio e influencia. Con la propiedad privada y la desigualdad social, se van borrando de la memoria histórica de la humanidad recuerdos de ese “paraíso perdido” del ser humano natural viviendo a plenitud en su estado natural. La desigualdad se cristaliza en reglas del juego social, sistemas de poder, y convenciones. Es una trampa apuntalada por los poderosos en contra de la gran mayoría carente de poder y dinero, y cuyas únicas salidas serían mediante una educación apropiada y el contrato social (…). (Baraona, 2021b. p. 237).
Hay una frase en El contrato social que plasma con fuerza la idea cardinal de Rousseau en cuanto a la necesidad de defender a los sectores más vulnerables como fruto de la desigualdad social: “Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general; y cada miembro es considerado como parte indivisible del todo” (Rousseau, 1995, p. 110). Así, con esta propuesta, Rousseau consideraba que, en una sociedad ya sometida al interés egoísta de los bienes privados, y en la cual, por tanto, la desigualdad era ya un hecho cristalizado, se pueden proteger los derechos de los más vulnerables sometiendo a un acuerdo común por encima de todos.
Rousseau no se limita a prescribir poderes relativamente autónomos en una división administrativa y funcional de los tres órganos de Estado principales (ejecutivo, legislativo y judicial) como podemos leer en Locke y Montesquieu, o de aceptar a regañadientes un Leviatán al que hay que maniatar y regular como en Hobbes, sino de algo mucho más peligroso para las clases dominantes: instalar la soberanía política en las mayorías de los desafortunados, para que estas decidan sobre la conducción del Estado. Era una fórmula ominosa e inaceptable para los poderes oligárquicos del Antiguo Régimen. Las ideas constitucionalistas de otros pensadores liberales eran una pócima bastante repulsiva para los poderes reinantes, pero trasladar la potestad del “príncipe” al populacho ignaro y bestial, era definitivamente una noción sediciosa y que debías ser obliterada cuanto antes. El liberalismo era difícilmente tolerable en sus versiones del “laissez-faire”, la tolerancia religiosa e intelectual, la independencia de la filosofía (ciencia) de la teología, la crítica al despotismo y corrupción de la Iglesia y la monarquía, la necesidad de un régimen de leyes por encima de todos los poderes mundanos, la separación de los poderes del Estado, mayor aceptación hacia los derechos de las mujeres de alcurnia, uno que otro fogonazo anti esclavista, pero otorgar soberanía al pueblo, eso era una barbaridad totalmente inaceptable. DE esta forma Rousseau terminaba atravesando una línea invisible, pero de acero: los intereses supremos de las clases dominantes. Y con estas ideas tan peregrinas como inadmisibles, Rousseau se posiciona como el humanista fundamental del siglo de las luces.
I)La ideología dominante en el mundo capitalista suele ensalzar el pensamiento liberal, y lo hace por lo general a través de dos procesos entretejidos: 1. Efectúa una distorsión de los principios liberales presentándolos como un conjunto de nociones que constituyen el fundamento del sistema capitalista de “libre mercado”; 2. Y se apropia del liberalismo mediante una hagiografía bastante esquizofrénica de los pensadores de este cuarto brote humanista, ocultando de este modo el hecho flagrante de que vivimos en un sistema social capitalista que se opone en la práctica a todos los planteamientos liberales clásicos. Sólo así se puede entender que Estados Unidos se reclamará de todos los ideales liberales, al tiempo que seguía siendo un Estado esclavista y racista, como incluso dos grandes representantes del liberalismo -Alexis de Tocqueville y Victor Schoelcher (1804-1893)15- constataran personalmente durante sus visitas a ese país en el siglo XIX. En su famosa obra, La democracia en América (1835-1840), Tocqueville desmenuza y expone las contradicciones del capitalismo norteamericano, y resulta aún instructivo leer sus agudos comentarios y notas al respecto, que se extienden por más de mil páginas. Aun así, Tocqueville concluye, que EE. UU. es la mayor democracia del mundo, compartiendo de este modo el supremacismo racial “blanco” predominante en ese país, que al mismo tiempo que exaltaba principios y valores liberales, condonando por ende la institución esclavista y el exterminio de los pueblos originarios en esa nación.
II)El divorcio en apariencia insalvable entre “liberalismo” y “socialismo”, a nuestro juicio no es otra cosa que la manifestación de dos distorsiones concurrentes de ambas formulaciones humanistas, y que, en el curso histórico de una dialéctica bastante perversa, parecen reforzarse la una a la otra. La primera distorsión nos presenta al capitalismo como la apoteosis del liberalismo, y la segunda, nos hace creer que el socialismo no es más que la estatización extrema de toda la vida social de una nación. Aquí, por el contrario, defendemos una visión completamente opuestas a ambas distorsiones complementarias, y sustentamos la idea que sin el antecedente del liberalismo, el socialismo de Marx y Engels no habría podido ser formulado con la profundidad y alcances que tuvo posteriormente; y que, de otra parte, sin el impacto del humanismo socialista en las luchas sociales dentro del capitalismo, el liberalismo no habría sido más que sueños de opio con poco o ningún significado e impacto real más allá de la retórica. Toda esta temática la analizaremos en nuestro próximo ensayo III de esta serie.
III)Rousseau, sin alcanzar los elevados principios ético-filosóficos de Condorcet, tuvo, empero, la virtud de haber planteado teorías que, por su amplitud, profundidad, y audacia, dejaron una marca más profunda que la del revolucionario francés. De hecho, no es extraño que muchos estudiosos del tema lo consideren el precursor no sólo del socialismo utópico, sino del socialismo en general, incluyendo el de Marx y Engels. La inquina que generó en su tiempo fue grande, y aún hoy tiene reverberos en un cierto discurso supuestamente “liberal” y que le achaca consecuencias diabólicas que irían desde enemigo de la libertad individual, hasta fundador ideológico de los totalitarismos del siglo XX. Cito inextenso a continuación porque a pesar del carácter panfletario del escrito, revela con meridiana claridad lo que muchos otros desde las trincheras de la reacción, engalanada de “liberal”, piensan, pero callan con prudencia:
La obra del moralmente degenerado y psicológicamente tarado ginebrino ha pasado a la posteridad como la inspiración más sublime de la democracia inorgánica, asumida en los países occidentales prácticamente como la única forma de gobierno que permite la existencia de la libertad y el progreso. En efecto, en los escritos de Rousseau se encuentra el germen de las formas políticas que sustituyeron al Ancien Règime, aunque, en realidad, el sistema rousseauniano, tal y como fue formulado en su día, esté muy alejado de la partitocracia en la que ha degenerado la democracia contemporánea … El razonamiento del contrato social rousseauniano, por otra parte, lleva inexorablemente a la aceptación de afirmaciones precursoras del totalitarismo estatal. Así sucede con la premisa de que “la voluntad general es siempre recta y tiende siempre a la utilidad pública” (p. 233), o la de que “cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general; y recibimos en cuerpo a cada miembro como parte indivisible del todo” (p.166), o la idea que subyace tras la densa palabrería rousseauniana, del vínculo inexorable entre la inferioridad social y la superioridad moral. (Molina, 2005, p.1).
Otro ejemplo más refinado de estas extrapolaciones a mi parecer exageradas y lindantes con el absurdo, son aquellas que asocian a Rousseau (y su secuela en Marx) como fundador de la obliteración de la “libertad individual” en nombre de la omnipotente “voluntad general”. El putativo dilema, supuestamente insoluble, que Rousseau enfrenta entre “igualdad” y “justicia” según estos críticos contemporáneos, se resuelve en su pensamiento, al igual que en el de todos los socialistas, a favor del primero. El igualitarismo a rajatabla acaba por aniquilar toda posibilidad de libertad individual. Según un autor que enseguida citaré en varios de sus párrafos, esta contorsión teórica que lleva a Rousseau de una postura liberal a una autoritaria y totalitaria, es por su uso de la noción justamente de “voluntad general”. Nos dice este académico:
Rousseau es, sin embargo, extremadamente ambiguo en lo referente a la generación de los conductores del pueblo. En cambio, es inusualmente claro al especificar que ellos no son representantes del pueblo, porque “tan pronto como un pueblo se da representantes, deja de ser libre y de ser pueblo”. Pero si no son representantes de nadie, entonces su mandato es absoluto. ¡Una contribución más de Rousseau a los socialismos totalitarios de nuestro siglo! (Miranda, 1990, p. 243).
De modo que, según Carlos Miranda, la voluntad general no puede ser sino de carácter autoritario e impuesta por una minoría arrogándose la representatividad absoluta del pueblo. Primero, eso no se distingue en nada de lo que ocurre en las llamadas “democracias liberales” en que con ciertas mayoría grupos elitistas pequeños manejan todo el sistema de poder nacional, y con mucha frecuencia, precisamente en contra del interés general de la sociedad civil. Algo similar, pero más rudimentario que en esas flamantes democracias, el socialismo de Estado -un oxímoron bastante obvio- fue cuna de un sistema de dominación bastante similar en el que la nomenklatura (que llamamos burguesía burocrático estatal) en otros trabajos, ejerce la voluntad general sin tapujos y en forma más abierta y menos hipócrita que en los sistemas de capitalismo de Estado. Ese sistema de dominación resultó aún más ineficiente y aborrecible que en las democracias liberales; y por ello cayó la URSS, y se transitó hacia un aparato político más “representativo” formalmente, en el cual la nomenklatura de la era soviética mutó sin mayores contratiempos hacia la nueva burguesía de capitalismo de Estado. Claro, que, en el proceso, el pueblo ruso sufrió una merma aún mayor de sus derechos sociales que en tiempos soviéticos, y por ello, la nostalgia con el pasado, incluso estalinista, sigue siendo un tema recurrente en muchos sondeos de opinión pública postsoviética en ese país.
Plantear que en la visión rusoniana ya está en germen “el totalitarismo” moderno, es negar, simplemente, que, en las autollamadas democracias liberales, la voluntad general se traduce en las mayorías electorales que legitiman el capitalismo de Estado donde se coluden la clase política con la clase empresarial y, sobre todo, el aparato estatal nacional con las grandes corporaciones transnacionales que dominan en general a estos supuestos órganos centrales de la “soberanía nacional”. Quizá, entonces, lo más lógico sería concluir que en contra de la inocente propuesta del siglo XVIII de Rousseau, puede ser manipulada, distorsionada, implementada e impuesta mediante poderosos aparatos de propaganda como los ha definido Chomsky, o simplemente de coerción y represión de todo orden, como un sistema de dominación totalitaria en las democracias liberales. La propuesta de Rousseau se resume bien en el siguiente párrafo que el propio Miranda cita en su trabajo como “prueba” del totalitarismo larval en el ginebrino de la Ilustración:
El que se atreve a emprender la tarea de instituir un pueblo, debe sentirse en condiciones de transformar, por así decirlo, la naturaleza humana; de transformar cada individuo, que por sí es un todo perfecto y solitario, en parte de un todo mayor, del cual reciba en cierta manera la vida y el ser; de alterar la constitución del hombre para fortalecerla; de sustituir por una existencia parcial y moral la existencia física e independiente que hemos recibido de la naturaleza. Es preciso, en una palabra, que despoje al hombre de sus fuerzas propias dándole otras ajenas, de las cuales no pueda hacer uso sin el auxilio de otros. (Rousseau citado por Miranda, p. 242).
No hay nada en esa cita que oriente de manera ineluctable hacia el totalitarismo, aunque, por cierto, puede ser aplicada de manera conveniente, ya sea para implementar tal sistema de dominación en una democracia liberal como en un sistema de socialismo de Estado. En ambos casos se puede comprimir/reprimir la naturaleza humana para reducirla a una sola dimensión conveniente (Marcuse, 2016), hacerla entrar en un chaleco de fuerza conveniente llamada “voluntad general”, y así servir a los intereses de las elites capitalistas y burguesas dominantes. La gran diferencia con los sistemas de dominación en el socialismo de Estado es que en las democracias liberales más avanzadas (sobre todo en los países metropolitanos del sistema mundo capitalista), el control mental se ejerce en forma mucho más encubierta, sofisticada, sibilina, y efectiva que en otros sistemas más rudimentarios y hoy obsoletos. A ello concurren poderosas industrias culturales, medios de propaganda y desinformación masiva, la seducción del consumismo y la mercadotecnia con bases en neuromarketing, instituciones educativas que venden información y diplomas sin por ello educar sino más bien castrar todo pensamiento crítico, y mediante diversas y cambiantes formas de sometimiento ideológico hegemónico. Será no sólo injusto, sino rayano en lo demencial culpar de ello intelectualmente a Rousseau o a Marx.
IV)Por el contrario, Rousseau es, junto con Condorcet, uno de los más grandes humanistas liberales de la Ilustración. No sólo rescata el humanismo con vocación político-filosófica y deseos de generar una sociedad más en acorde con las necesidades de los más desfavorecidos y vulnerables expresada por Protágoras y los sofistas, con limitaciones que ya hemos discutido en el ensayo I de esta serie, sino que expande esas nociones planteando la necesidad de un acuerdo contractual para legitimar e institucionalizar ese proceso. Y con este propósito intelectual en mente, enfila sus críticas hacia los establecimientos religiosos, la oligarquía del Antiguo Régimen, los sistemas educativos, y, en general, contra toda forma de despotismo monárquico, ilustrado o no. Todo ello le valió implacable persecución y difamación (¡hasta el día de hoy!), antes, justamente, de que la Revolución Francesa literalmente barriera precisamente con el sistema de dominación que el ginebrino criticara sin cesar a lo largo de toda su producción intelectual. Rousseau muere once años antes de la Revolución Francesa.
Baraona, M. (2016). La trama y los hilos. Modernización capitalista y las cuatro espirales de la modernidad. EUNA.
Baraona, M. (2021a). “El primer brote: origen del humanismo”. Revista Latinoamericana de Derechos Humanos. Vol. 32, Núm. 1.
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1 Doctora en Educación con énfasis en Mediación Pedagógica. Maestría en Danza con Énfasis en Formación Dancística. Licenciada en Ciencias de la Educación Preescolar y en Danza. Académica del CEG-UNA y extensionista de la UNA. Co-coordinadora del proyecto Cultura de Paz y Expresiones Artísticas con personas privadas de libertad en el Centro de Atención Institucional Calle Real (Liberia) y en el Centro Semi-Institucional (Nicoya). Correo electrónico:
helen.marenco.rojas@una.ac.cr
2 Doctor en Estudios Latinoamericanos con Mención en Pensamiento Latinoamericano. Máster en Humanidades y Licenciado en Derecho. Actualmente se desempeña como Vicedecano y académico del Centro de Estudios Generales de la Universidad Nacional de Costa Rica. Correo electrónico: jaime.mora.arias@una.cr
3 Doctor en Educación con énfasis en Mediación Pedagógica. Máster en Derecho Registral y Notarial. Bachiller en Relaciones Internacionales, Licenciado en Derecho. Académico del CEG-UNA, investigador en la Cátedra Rolando García. Correo electrónico: jdgomezn@gmail.com
4 Escritor y antropólogo. Estudió Sociología en Francia en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Escribió su tesis bajo la dirección de Alain Touraine. Trabajó en el Colegio de México en el Centro de Estudios Sociológicos con Rodolfo Stavenhaguen. Dirigió una investigación para la Organización Internacional del Trabajo (OIT) sobre la colectivización agraria en el estado de Veracruz-México. Posee un Doctorado en Antropología por la Universidad de Texas en Austin. Trabajó en el Tomás Rivera Policy Institute, Estados Unidos y cómo profesor en el campus de la Universidad de Texas en Austin y en Brownsville hasta el 2002. Académico de la Universidad Nacional, donde coordina la Cátedra de Humanismo para el Tercer Milenio. Correo electrónico: baraona_miguel@hotmail.com
5 Originalmente había pensado en hacerlo en tres partes, pero la amplitud de los brotes 4 y 5 de praxis humanistas, nos han forzado a desarrollarlos en trabajos separados y autocontenidos.
6 Ernesto Screpanti y Stefano Zamagni, 2005.
7 Israel M. Kirzner, 1996.
8 Lo que es una distopía en si misma, pero lejos de la verdadera y real distopía que gobierna los mercados capitalistas: las grandes compañías privadas transnacionales que no se ajustan a esa maquinaria autónoma, sino que la dirigen y manipulan a su antojo, autoritarismo y corrupción.
9 Jean-Jacques Rousseau, 2016.
10 Jean-Jacques Rousseau, 1995.
11 Johann Heinrich Pestalozzi, 1969.
12 F. Voltaire, 2013.
13 La iglesia católica lo acusó de negar el pecado original con sus teorías del hombre natural bueno en su esencia, y de promover la herejía del pelagianismo.
14 F. Engels, 1884/2013.
15 Fabienne Federini, 1998.
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