Revista Ístmica EISSN: 2215-471X Número 20 Enero-diciembre 2017 Páginas de la 71 a la 96 del documento impreso |
Historia y Arte en la plástica de Cuba y Puerto Rico: puentes entre dos tiempos, entre dos aguas
Haydée Arango Milián
Universidad de La Habana
Cuba
Resumen:
Pedro Álvarez (Cuba) y Rafael Trelles (Puerto Rico) son dos importantes exponentes de la plástica contemporánea en el Caribe hispano que encontraron en dos hitos artísticos del siglo xix una vía para cuestionar las fórmulas fijadas por la Historia y el Arte. Ambos, a partir de la reapropiación de la obra de Víctor Patricio Landaluze y Francisco Oller, respectivamente, reflexionan sobre las complejas circunstancias de sus islas. Mediante el estudio del pasado ambos se preocupan comprometidamente por el sentido de su historia patria, por la (re)actualización de su tradición artística o las funciones del intelectual en la configuración de sus contextos nacionales. La fragmentación y el collage resultan métodos constructivos eficaces que utilizan ambos artistas para descontextualizar los múltiples signos culturales de sus referentes de partida y readecuar sus múltiples significados en la nueva obra, y en el nuevo contexto. Sin embargo, a pesar de las semejanzas se advierten igualmente diferencias de intención, de acuerdo a las respectivas realidades nacionales.
Palabras clave: actualización, artes plásticas, Caribe hispano, Historia, tradición
Abstract:
Pedro Álvarez (Cuba) and Rafael Trelles (Puerto Rico) are two important exponents of contemporary art in the Hispanic-speaking Caribbean who found in two artistic milestones of the nineteenth century a way to question the formulas established by History and Art. Both, from the reappropriation of the work of Víctor Patricio Landaluze and Francisco Oller, respectively, reflect on the complex circumstances of their islands. Through the study of the past, both are committed to the sense of their homeland history, to the (re)updating of their artistic tradition or to the functions of the intellectual in the configuration of their national contexts. Fragmentation and collage are effective constructive methods used by both artists to decontextualize the multiple cultural signs of their starting referents and to readjust their multiple meanings in the new work and in the new context. Nevertheless, in spite of the similarities, differences of intention are also noticed, according to the respective national realities: while the Puerto Rican has the clear purpose of paying homage to Oller, the Cuban intends to claim the figure of Landaluze, in whom he finds inspiration for depicting the present.
Keywords: upgrade, plastic arts, hispanic Caribbean, History, tradition
Volver sobre el pasado para cuestionar el presente
Entre los múltiples caminos que el arte contemporáneo ha preferido para la afirmación de determinadas identidades culturales –nacionales, regionales, raciales– se encuentra, sin lugar a dudas, el de la recuperación de la Historia. Pero en el Caribe esa tendencia a volver sobre el pasado se ha ido manifestando de manera particular, debido a la complejidad identitaria de una región a la que le fueron prácticamente borradas las evidencias históricas de su etapa primigenia; una región que se ha ido conformando, de manera progresiva, como crisol de culturas que poseían diferentes estadios de evolución; una región que fue dividida temporalmente desde su propio período de colonización y que, en general, no ha tenido oportunidad de escribir su propia historia oficial, configurada en cambio por las versiones de sus sucesivas metrópolis. Si desde los años setenta en la literatura caribeña comienza a advertirse la insistencia en la temática histórica a partir de la reevaluación de formas no canónicas del discurso, de la recuperación de lo ex-céntrico y lo fragmentario, de la reivindicación de las voces de los vencidos o de la inclinación a la autorreflexión (Mateo Palmer, 1996), en las artes plásticas de la región quizás pudieran señalarse estrategias similares para canalizar esa preocupación por el pasado.
Al amparo de estas estrategias expresivas pudieran establecerse contactos y divergencias en la obra plástica de dos artistas del Caribe hispano que, en los primeros años de la década del noventa del siglo pasado, se apropiaron de dos modelos pertenecientes al costumbrismo decimonónico de sus respectivos países para, a partir de esa herencia pictórica, ofrecer una lectura sobre su propio presente. Por una parte, el cubano Pedro Álvarez se sintió atraído por las posibilidades de “trabajo ideológico” que propiciaba una obra como la de Víctor Patricio Landaluze, cuya iconografía descubrió desde fines de los ochenta y luego consolidó, a partir de 1994, al exponer algunas de sus propuestas en las series Variaciones sobre el fin de la Historia y After Landaluze, donde todas las obras son versiones de las de aquel pintor del xix. Mientras que el puertorriqueño Rafael Trelles encontró posibilidades semejantes en una obra específica –“El velorio”– del más importante pintor decimonónico de su país, Francisco Oller, sobre la cual trabajó en sus años de estudiante para la exposición Suicidio colectivo, nuevo Velorio, y luego, en 1991, para la instalación Visitas al Velorio (Homenaje a Francisco Oller). Se trata, por tanto, de dos puentes similares, que comparten ubicaciones espaciales y temporales más o menos semejantes1.
Una movida ideológica: Landaluze-Álvarez
Para la historia del arte cubano, la figura de Víctor Patricio Landaluze supone un reto clasificatorio, en tanto ha sido reconocido como el “descubridor de la expresión cubana” a pesar de haber nacido en Bilbao y de haber sido ferviente defensor de ideas antiseparatistas, en un período en el que la Isla se reponía de su primera Guerra de Independencia y tomaba fuerzas para una nueva contienda bélica contra España. Aunque pudieran advertirse diferencias de acercamiento a la realidad cubana en las diferentes etapas y formatos por los que atravesó la obra de Landaluze, puede asegurarse, sin muchas objeciones, que en el álbum Tipos y costumbres de la Isla de Cuba, de 1881, Landaluze representó a la esclavitud como un “estado de bienestar” y al hombre negro en un “estado siempre complaciente, pintoresquista, con la mirada puesta hacia lo exótico, lo gracioso o lo representativo” (Portuondo, 1972, p.53). Sin embargo, ningún otro artista de nuestro siglo xix pudo encarnar, con la frecuencia y la intensidad de Landaluze, la belleza plástica del hombre negro, su entorno y sus costumbres. Y ha sido sobre todo a través de esa mirada descubridora que ha llegado a la sensibilidad del cubano contemporáneo la imagen pictórica de los curros, de los caleseros, de los esclavos domésticos, de los pregoneros, de los diablitos, de los días de reyes…
Pedro Álvarez explicó, en una entrevista que se le realizara en el año 2000, por qué, desde sus años de estudiante en la Academia de Artes de San Alejandro, se sintió interesado por la figura de Landaluze:
En las escuelas era oficial la lectura de Landaluze como aquel artista gracias al cual se puede saber cómo eran las costumbres del siglo xix, pero que era un reaccionario, antirrevolucionario, racista. Pero a pesar de ello digo que pintó al negro al óleo, en primer plano, e hizo un cuadro que se llama El Cimarrón. Entonces hice una obra que es un chiste perteneciente a la serie El fin de la Historia, de 1994, que se llama Al socialismo debemos hoy todo lo que somos, y son tres negritos de Landaluze tocando tumbadora debajo de la estatua de Martí en el Parque Central. Todas esas contradicciones del discurso oficial sobre la historia, del discurso político sobre Cuba, y la historia misma que te niega las cosas, que te dice lo contrario, son las que he utilizado2. (Sánchez, 2000, párr. 17)
Es curioso que Álvarez aprovechara, como escenario de una obra donde se proponía reflexionar sobre nuestra historia patria, un símbolo de cubanía que en el momento de ser erigido no resumía exactamente un sentimiento de identidad colectiva. La sustitución de la estatua de Isabel II de España en el Parque Central, por la imagen de José Martí, que entonces ya era sentido como resumen de la nacionalidad cubana, fue en los años de la naciente República un acto simbólico de evidente significación. Sin embargo, la historia oficial –limitada casi siempre a contar desde la evidencia de los resultados y casi nunca desde las complejidades de los procesos– generalmente omite la perturbadora anécdota de que la elección de la estatua de Martí fue el resultado de una encuesta lanzada en las páginas del periódico El Fígaro –de circulación limitada en los sectores populares– en la que, a solo cuatro votos del Apóstol, fue propuesta una imitación de la Estatua de la Libertad neoyorquina y, en tercer lugar, una efigie de Cristóbal Colón.
Figura 1. “Día de Reyes”, de Víctor Patricio Landaluze (Cuba)
Fuente: Museo Nacional de Bellas Artes de La Habana
Figura 2. “Al socialismo debemos todo”, de Pedro Álvarez (Cuba)
Fuente: Carmen María Cabrera Álvarez
Al yuxtaponer en un mismo espacio la imagen republicana de Martí, las banderas rojas, la propaganda política socialista y los tres negritos de Landaluze tocando tumbadoras, el espíritu festivo en que estos fueron concebidos originalmente –pues son un detalle de la obra “Día de Reyes”3 (figura 1)– se nos transforma entonces en una propuesta más contemporánea. Los negritos, que al extrapolarse ya no son necesariamente decimonónicos, parecen estar arrollando en una conga mientras corean que “Al socialismo debemos hoy todo lo que somos” (figura 2). Sin embargo, la contradicción y la broma serán más sustanciosas de acuerdo al grado de conocimiento que cada cual tenga sobre su historia patria y sobre el arte cubano: contrario a la concepción prescriptiva de la Historia que proponen algunas tendencias ideológicas, en realidad somos resultado de un complejo proceso identitario, no siempre armónico. La sumatoria de los elementos simbólicos en la obra no solo pretende recorrer y relacionar nuestros tres grandes períodos históricos –Colonia, Republica, Revolución–, sino además contradecir su propio título a partir de la importancia que cada uno genera como conformador de identidad.
En vez de concebir sus obras a partir de la aceptación de Landaluze como mero “dato histórico”, sin cuestionarlo, Álvarez hace estallar la parodia a través de la descontextualización de su referente. En sentido general, este artista aprovecha la obra de Landaluze desde esa estrategia de apropiación en la que, más que ofrecer una versión elaborada del original, toma directamente su iconografía y la descontextualiza juntándola con elementos de otras épocas de la Historia de Cuba. La superposición produce entonces la confluencia de significantes y es el receptor quien deberá deducir las connotaciones del híbrido, quien deberá sospechar e investigar por qué se han unido realidades y signos aparentemente contradictorios u opuestos.
En “La República se prepara para el baile”4, Álvarez hace coincidir dos tiempos históricos aprovechando nuevamente a Landaluze: sobre uno de los cuadros costumbristas de aquel, donde se representa a una mulata empolvándose el rostro y probando las ropas de su ama ausente, Álvarez solo modifica la falda de la mulata, decorándola como si fuera la bandera cubana. Esa pequeña alteración ejercida sobre el original establece entonces vínculo con el título de la nueva obra, de manera que ahora, en vez de estar frente a esa visión ingenua que Landaluze ofreció sobre el negro, topamos en cambio con la simbolización de la República cubana como si esta fuese una mestiza presumida, preocupada por su maquillaje y su apariencia, e intentando parecerse a su dueña.
En otra de las piezas que conforman la serie After Landaluze, Álvarez toma el cuadro original “José Francisco”5 (figura 3) –donde un esclavo doméstico también aprovecha la ausencia del amo para hacer una pausa en su trabajo y besar un busto de mármol que decora la casa– y lo rebautiza como “Vladimir”6 (figura 4): en el suyo, el objeto de culto del negro es una imagen de Carlos Marx. Un estereotipo sustituye a otro: el negro José Francisco ya no anhela secretamente igualarse a sus amos blancos, sino que ahora quiere fundirse a otra cultura, también ajena, y la cual nuevamente le ha dado nombre propio, como antaño. La hegemonía cultural no siempre se impone por la fuerza y Álvarez parece alertarnos sobre esas otras penetraciones más sutiles, y también peligrosas.
Figura 3. “José Francisco o servidumbre de casa rica”, de Víctor Patricio Landaluze (Cuba)
Fuente: Museo Nacional de Bellas Artes de La Habana
Figura 4. “Vladimir”, de Pedro Álvarez (Cuba)
Fuente: Carmen María Cabrera Álvarez
Consciente de lo problemático que resulta una figura como la de Landaluze para la historiografía, Álvarez lo aprovecha para establecer un paralelismo con otros momentos en los que esa propia historiografía ha reivindicado los valores de una nueva sociedad desde la seguridad de lo acabado, o de lo que ha llegado a su expresión más auténtica:
Por una parte yo me hallaba en la escuela, en las clases, con que Landaluze daba una visión de la realidad del xix, de la esclavitud, idílica; y por otro lado, la iconografía de Landaluze estaba sirviendo al mismo tiempo para reconstruir una visión de La Habana, para el turismo, que era la que hacía falta por las necesidades económicas. (Sánchez, 2000, párr. 12)
Y luego añade: “O sea, estoy haciendo chistes sobre la cultura cubana, sobre la Historia de Cuba, sobre la vuelta que ha dado, la carambola” (Sánchez, 2000, párr. 17). En Pedro Álvarez el collage se convierte entonces en una estrategia para quebrantar el orden, para sabotear la linealidad de la representación que han erigido los discursos históricos tradicionales sobre la cultura y sobre la identidad nacional. Su proceder se nutre de esa dualidad, entre lo serio y lo cómico, que caracteriza a una representación carnavalesca. A pesar de la intención humorística que se advierte en sus obras, él mismo reconoció que su propósito era serio por el tipo de enfrentamiento con sus referentes y porque lo que subyace en ellas es su gusto por la Historia y por la indagación de Latinoamérica como ente cultural.
Figura 5. “The End of the U.S. Embarg”, de Pedro Álvarez (Cuba)
Fuente: Carmen María Cabrera Álvarez
En “The End of the U.S. Embarg”7 (figura 5), Álvarez vuelve sobre “Día de Reyes” (figura 1), una de las obras más conocidas de Landaluze y cuyo motivo es precisamente el del carnaval. Esta vez Álvarez aprovecha la totalidad de la composición para hacer su propuesta: sobre los mismos personajes, respetando la disposición y la significación que cada uno tiene en la obra del bilbaíno, se introducen varios iconos de la cultura norteamericana, como la propaganda de la Coca Cola, un Chevrolet o Mickey Mouse. El conjunto ya no es entonces la representación idealizada de una fiesta de negros en tiempos de la Colonia, sino el festejo de una nación que no ha sabido defender su identidad y que ha sido absorbida por el consumismo. La festividad pierde su esencia identitaria y da paso, en cambio, a lo inauténtico. El pasado puede hablar sobre el presente: una nación que ha luchado por liberarse de la mirada colonial debe cuidarse de recurrir, nuevamente, a la voz ajena. La historia puede repetirse si no se toma conciencia de ella a partir de sus matices y complejidades, o si se polarizan los fenómenos como si ya se hubiesen vencido y no fuera posible el retroceso. Lo carnavalesco es entonces motivo y es también estrategia, puesto que hace aflorar, por debajo del disfraz, las apariencias y el jolgorio, la preocupación por una realidad contradictoria que, de otra forma, no se muestra en su verdadera naturaleza.
Figura 6. “El diablito”, de Víctor Patricio Landaluze (Cuba)
Fuente: Museo Nacional de Bellas Artes de La Habana
Otro de los grabados más reconocidos de Landaluze ha sido el de “El diablito”8, donde representó al írime de las ceremonias ñáñigas, que simbolizaba el espíritu de los muertos. Inspirado en éste, Pedro Álvarez crea “El hábito secreto de V[íctor] P[atricio] L[andaluze]”9, una obra donde reproduce al mismo personaje del diablito, pero sustituyendo su máscara por el rostro del propio Landaluze, y el instrumento ceremonial que llevaba en la mano, por un pincel ¿Cuál podría ser entonces el hábito secreto de una figura tan contradictoria como este pintor del xix? En un gesto paródico, haciendo uso una vez más del disfraz y del choteo desacralizador, Álvarez podría estar cuestionando nuevamente esa visión reduccionista que ha dejado la historia sobre la figura de Landaluze. El pintor superficial, atraído inicialmente por lo pintoresco de los personajes y de sus costumbres, ha terminado fascinado por su objeto de observación y anhela secretamente formar parte del mismo. La intención de Álvarez parece ser la de afirmar ese “aplatanamiento artístico” con que Jorge Mañach explicó la evolución de la sensibilidad de Landaluze hacia la realidad cubana (Lescano, 1941, p.166), y quizás entender, a partir de ahí, su propia inserción, como sujeto del siglo xx, dentro de la cultura nacional:
Para mí, que soy blanquito, me parecía mucho más sincero y ético utilizar la visión de la cultura afrocubana a través de la iconografía de este artista particularmente, del blanco del siglo xix. […] Por eso, en un principio, todo eso [la apropiación de Landaluze] fue una movida ideológica, era todo una construcción conceptual en primer lugar”. (Sánchez, 2000, párr. 12)
La obra de Landaluze permite a Pedro Álvarez explorar en aquellos estereotipos culturales que se han convertido en axiomas identitarios, y en aquellos personajes que, como resumen de la sociedad y la cultura cubanas, han llegado a la contemporaneidad a través de un imaginario heredado, de generación en generación, desde el siglo xix. Es por eso que en “Cecilia Valdés y la lucha de clases”10 elige representar al famoso personaje de Cirio Villaverde, símbolo de la mujer criolla, no como una “virgencita de bronce” que “parece blanca”, sino como una negra curra al estilo de las que pintó Landaluze (figura 7). El título de la obra y la representación en ella de un auto norteamericano y de la estatua de Cervantes del parque de San Juan de Dios nos hacen pensar en la supervivencia de los conflictos de Cecilia aun en nuestros tiempos. Si en la novela de Villaverde la mulata no puede ser feliz por causa de su condición racial y social11, en esta propuesta de Álvarez el color de la piel de Cecilia no le otorga siquiera la esperanza de aspirar a la felicidad. Pero el título de la obra, que evidentemente asume una terminología marxista, traslada el conflicto racial a otros tiempos mucho más cercanos y lo ¿enmascara? en un conflicto de clase, quizás para burlarse de ese discurso oficial según el cual en Cuba ya los conflictos raciales habían sido superados. Vuelve así el guiño irónico de Álvarez a inspirarse en el artista del xix para distorsionar los relatos históricos y los mitos identitarios sobre lo cubano.
Figura 7. “Los negros curros”, de Víctor Patricio Landaluze (Cuba)
Fuente: Museo Nacional de Bellas Artes de La Habana
Repensar la identidad nacional: Oller-Trelles
A diferencia de Landaluze para Cuba, en Puerto Rico la figura de Francisco Oller sí ha sido considerada como la demostración del nacionalismo que caracterizó a esta otra isla antillana durante el siglo xix. De ahí que incluso algún crítico se haya referido a su obra como expresión del “boricuismo”. Aunque también realizó sus estudios artísticos en Europa, afiliado a la escuela realista de Courbet, Oller regresó luego a su tierra natal para asentarse en ella definitivamente y desarrollar, desde la observación persistente sobre los paisajes, las costumbres y los personajes típicos, la obra pictórica más importante de Puerto Rico después de la del mulato José Campeche12. De ella, la pieza titulada “El velorio” quizás sea la que mejor sintetice sus búsquedas expresivas y conceptuales, además de tratarse de la que mayor empeño le exigió, dada sus enormes proporciones y el largo período de tiempo en el que la estuvo trabajando, hasta su culminación en 1893 (figura 8).
Figura 8. “El velorio”, de Francisco Oller (Puerto Rico)
Fuente: Museo de Historia, Antropología y Arte de la Universidad de Puerto Rico
La importancia que tradicionalmente le ha sido concedida en Puerto Rico a una figura como la de Oller y, en especial, a una obra como “El velorio”, ha propiciado que durante el siglo xx más de un artista plástico se haya inspirado en esta pieza para, desde ella, hablar de los nuevos tiempos. Así, por ejemplo, José Morales –que ya había aprovechado los plátanos verdes de Oller como símbolo de lo puertorriqueño en obras como “El sobreviviente” de 1994, o en otras posteriores como “De una caja” y “En la brisa”– se apropió de la obra cumbre de Oller en 1996 para ofrecer su propia lectura con la pieza homónima “El velorio”. Pero quizás sea Rafael Trelles el artista que de manera más obsesiva ha trabajado sobre esta obra específica de Oller desde finales de los ochenta y principios de los noventa, hasta que en 1991 expuso, en el Museo de la Universidad de Puerto Rico, donde se conserva el original decimonónico, su instalación Visitas al Velorio (Homenaje a Francisco Oller) (figura 9).
Figura 9. “Visitas al Velorio (Homenaje a Francisco Oller)”, de Rafael Trelles (Puerto Rico)
Fuente: Rafael Trelles
Pero más allá del lugar que ocupa Oller, como el artista más importante del siglo xix en Puerto Rico, su actualidad en la centuria siguiente tendría que comprenderse por cuestiones jerárquicas o estéticas. Como en Cuba, y aun de manera más agónica, el arte puertorriqueño también se ha caracterizado por la búsqueda de una identidad nacional que, lejos de consolidarse, se ha ido desdibujando con el tiempo. Ante la conflictiva definición política de Puerto Rico, durante los años noventa –e incluso mucho antes– los artistas boricuas se han sentido obligados a rexaminar sus raíces y a tratar de entenderse como pueblo, a pesar de las fragmentaciones culturales y de ese espacio indeterminado en el que parece diluirse la identidad del país.
A partir de la voluntad de explorar y cuestionar su historia patria, sus esencias y su identidad, es que debe entenderse la apropiación de “El velorio” de Oller por parte de un artista contemporáneo como Rafael Trelles. Mientras que en la obra decimonónica se representa el cuadro costumbrista de un baquiné o “velorio de angelito” –que era una ceremonia tradicional de los campos boricuas, celebrada por los esclavos y los jíbaros para despedir a los niños que morían–, Trelles se propone conservar la estructura general de la obra, con los mismos personajes y los mismos motivos, pero a la vez introduce una serie de modificaciones que hacen trascender una ceremonia rural a la representación simbólica de la nación actual.
Tal cual aparecen en la obra de Oller, en la de Trelles se conservan algunos elementos, como el lechón, el racimo de plátanos, el crucifijo o la silla de madera, que dentro del conjunto significan iconos de la cultura puertorriqueña. Asimismo, determinadas interpretaciones sobre la distribución de los objetos en el cuadro de Oller pudieran mantenerse invariables en la obra de Trelles, puesto que la composición general es la misma. Se ha señalado, por ejemplo, que una de las intenciones del cuadro original era la de acusar la participación de la Iglesia dentro de este tipo de ceremonias populares que Oller consideraba como “una orgía de apetitos brutales bajo el velo de la superstición grosera” (Boime, 1983, p.48). Contrario al dolor que debería caracterizar un velorio, el baquiné solía transformarse en una bacanal donde se cantaba, se reía y se comía con abundancia. Es por eso que Oller concibió su cuadro no solo como una muestra de una costumbre popular de Puerto Rico, sino además como una protesta contra la ignorancia, la superstición, el oscurantismo clerical y el desenfreno de los vicios. En tal sentido es que se ha leído, por ejemplo, la curiosa disposición de la madre del niño y el cura: aquella sonríe al espectador mientras ofrece una bebida al hombre de Dios, quien por su parte tiene toda la atención en el lechón que cuelga sobre él. Como la mirada del cura se cruza con la de un gato, que también observa al lechón desde una viga del bohío, algunos críticos han interpretado en ello una posible asociación de la Iglesia con la hechicería, sobre todo si también se tiene en cuenta que el palo en el que está clavado el lechón forma una cruz con otra de las vigas del techo, de manera que el lechón parece entonces el cuerpo de Cristo, que, en vez de haberse sacrificado para la redención de los hombres, lo ha sido para satisfacer sus apetitos. Salvo algunas modificaciones en la propia representación de estos elementos, ninguno de ellos fue trasladado de lugar por Trelles, puesto que su obra supone la aceptación de las significaciones originales.
Pero “El velorio” de Oller también se pronuncia contra la esclavitud y la pobreza: en la composición se incluyen cinco personajes negros, entre los cuales se encuentra el único que no participa de la orgía, el único que expresa compasión y respeto por la muerte del niño. Ese personaje es un mendigo anciano y, junto al angelito, es el centro compositivo de la obra porque en él se resume, por contraste, la crítica al espectáculo circundante: mientras los otros permanecen ajenos al dolor, el mendigo se convierte en símbolo de humildad y reverencia. Por otra parte, Venegas (1983), estudiosa de la obra de Oller, ha advertido que con el niño negro de la izquierda el pintor quizás quiso representar una metáfora de la suerte de los negros en la sociedad puertorriqueña, una vez que, a pesar de que ha estado correteando como los otros niños, es él el que se lleva la peor parte en la caída, puesto que se lastima con un tenedor. A diferencia de la obra de Landaluze, se trata en este caso de un pintor abolicionista que observó la vida de su país desde un sentido de pertenencia incuestionable; Oller “no sucumbe a la idealización del negro, que lo representa con los mismos defectos y virtudes que el resto de sus personajes” (Boime, 1983, p.48).
Figuras 10 y 11. Detalles de “Visitas al Velorio (Homenaje a Francisco Oller)”, de Rafael Trelles (Puerto Rico)
Fuente: Rafael Trelles
Figuras 12 y 13. Detalles de “Visitas al Velorio (Homenaje a Francisco Oller)”, de Rafael Trelles (Puerto Rico)
Fuente: Rafael Trelles
De los muchísimos elementos que conforman la escena del velorio, muy pocos fueron respetados por Trelles en todos sus detalles accesorios. Llama la atención entonces que los que permanecen casi idénticos a los de Oller sean, justamente, los más marginados e inocentes: el niñito negro que está en el suelo con un tenedor en el trasero (figura 10), la niña negra que toca las maracas mirando hacia afuera (figura 11), el esclavo liberto que observa al angelito (figura 12) y los dos perros (figura 13). Como ocurría en las apropiaciones de Álvarez sobre Landaluze, a Trelles también le interesa la reflexión contemporánea sobre la cultura nacional y la sociedad de Puerto Rico a partir de la problemática racial. Y como Álvarez, en la medida en que esa situación aún conserva las mismas contradicciones que antaño, a pesar del tiempo transcurrido, se hace válida entonces la fidelidad a las representaciones que toma como punto de partida.
Muchos más son, sin embargo, los elementos que cambian en la obra de Trelles. Lo más evidente en términos visuales resulta la transformación de una obra bidimensional en una instalación donde se integran pintura, escultura y música. Trelles combinó varias siluetas, recortadas y dibujadas sobre madera, con objetos reales, y ambientó el escenario con luces y música, pues de trasfondo estaba concebido que se oyera un cántico propio del baquiné. Como atmósfera, por lo tanto, lo festivo de Oller se conserva en Trelles, aunque también se mantiene el sentido del absurdo y de lo trágico de la obra original. Por otra parte, la tridimensionalidad permite a Trelles contemporaneizar la obra de Oller de manera inmediata; es decir, hacerla mucho más cercana a la sensibilidad del puertorriqueño un siglo después.
Figura 14. Detalle de “Visitas al Velorio (Homenaje a Francisco Oller)”, de Rafael Trelles (Puerto Rico)
Fuente: Rafael Trelles
Salvo las excepciones ya comentadas, los objetos y personajes que conforman el conjunto también se modernizan a partir del uso de elementos industriales o de referencias culturales más actuales: las vigas de madera del techo han sido cambiadas por tubos plásticos y mangueras; la palmatoria con la vela, por una lamparita de neón; las canastas de paja, por bolsas plásticas; las flores silvestres, por flores artificiales; el plato de arroz, por una caja de rositas; la silla rústica parecida a un dujo, por una silla plástica de playa donde se lee el nombre de Puerto Rico sobre una palmita; el mantel artesanal, por un mantel industrial; el cántaro de agua y la botella de pitorro, por el ron y la lata de cerveza… En resumen, la casita campestre y el paisaje rural que podía advertirse a través de sus puertas y ventanas han sido sustituidas en Trelles por una habitación urbana y por el paisaje de una ciudad moderna, que se vislumbra por entre la reja de la puerta y las persianas estilo Miami (figura 14). El espacio rural, que para Oller es representativo de las esencias boricuas, queda en la obra de Trelles reducido a un par de cuadritos pequeños colgados de la pared, junto a un cartel que publicita alguna bebida. Lo tradicional, lo auténtico, ha sido remplazado por ese abigarramiento de elementos artificiales e inauténticos que caracteriza a los tiempos modernos en Puerto Rico.
Figuras 15. Detalle de “Visitas al Velorio (Homenaje a Francisco Oller)”, de Rafael Trelles (Puerto Rico)
Fuente: Rafael Trelles
Trelles llama la atención sobre el peligro en que se encuentra una identidad puertorriqueña que ha sido reducida a una serie de elementos comerciales o de símbolos despojados de valor afectivo: así, por ejemplo, la gorra del que carga el lechón está decorada como si fuese la bandera de Puerto Rico (figura 15) –de manera semejante a la falda de la República mulata en aquella obra de Álvarez–. Otros detalles –junto a las barajas aparecen ahora billetes de lotería y el emblema de Alianza para el Progreso decora una de las paredes– apuntan hacia otros peligros que han hecho zozobrar a la nación puertorriqueña, como los vicios sociales o la omnipresencia de la cultura y el estilo de vida norteamericanos, también representados en la Tortuga Ninja que sonríe en la camiseta de un niño, o en la imagen de Nueva York que se observa a través de la ventana.
Figura 16. Detalle de “Visitas al Velorio (Homenaje a Francisco Oller)”, de Rafael Trelles (Puerto Rico)
Fuente: Rafael Trelles
Además, como también ocurría en Álvarez, de acuerdo con el grado de conocimiento que el público tenga sobre su cultura, emergerán lecturas cada vez más enriquecedoras, puesto que “Trelles recurre a imágenes clásicas de la historia del arte puertorriqueño, con la intención de hilvanar el sentido de consecuencia y trascendencia histórica” (González Lamela, 1992, p.9). La inversión de los colores del niño, por ejemplo, quizás esté apuntando a ese tipo de intertextualidades que Trelles se propone establecer, puesto que su cuerpo azul y sus zapatos amarillos (figura 16) pudieran asociarse con la obra de teatro Un niño azul para esa sombra13, de la autoría de René Marqués, un importante escritor boricua que tradicionalmente había defendido el nacionalismo de su isla contra la injerencia de los Estados Unidos. En ese mismo sentido, otros ejemplos serían la inclusión de la “Goyita” de Rafael Tufiño Figueroa14, también representativa de la iconografía boricua; o una camisa que tiene impresa la pieza “La transculturación del puertorriqueño”, de Carlos Irizarry15, inspirada a su vez en otra obra de Ramón Frade16, y donde Irizarry colocó a la figura del campesino típico al lado de la imagen de la descomposición de sí mismo, resultado de la pérdida de su identidad y de la asimilación cultural a los Estados Unidos.
Como en las obras de Pedro Álvarez, Trelles también aprovecha la carnavalización como motivo y como estrategia discursiva. El baquiné-báquico que ya en Francisco Oller contraponía la muerte de la inocencia con lo grotesco de la ceremonia popular, en Trelles se transforma en el velorio de una cultura que, mientras festeja, ni siquiera se da cuenta de que ha perdido su inocencia y autenticidad. Si en Oller la escena costumbrista tiene el propósito de criticar una práctica que mantiene en el oscurantismo y el vicio a la cultura del jíbaro, en Trelles se conserva ese propósito de denuncia, pero generalizado a la nación toda; a esa nación que, un siglo después, conserva algunos de los viejos problemas, como el racismo o alcoholismo, y se empantana además en otros nuevos, como la politiquería o el consumismo. El comprometimiento de Trelles se hace evidente, además, por la inclusión de su propio autorretrato en la obra (figura 15). Y a pesar de la propuesta desalentadora, también incluye esa imagen del planeta Tierra en un universo estrellado, ya usada por él en obras anteriores para proponer la esperanza (figura 11)17.
Reflexiones finales
La valoración diferenciada que tuvieron Víctor Patricio Landaluze y Francisco Oller podría explicar por qué para Trelles la apropiación del referente es un acto de validación distinto del de Álvarez: si el puertorriqueño hace explícita su intención de homenajear al maestro del siglo xix desde el propio título de su obra, el cubano en cambio acude a estrategias solapadas para reivindicar la figura de Landaluze, en quien –a pesar de su posición contradictoria hacia la realidad cubana, y quizás hasta por eso mismo– encuentra múltiples sentidos actualizados. Trelles no necesita cuestionarse el lugar que ocupa Oller en la tradición pictórica boricua, sino que aprovecha el prestigio de éste para validar su propia propuesta.
Aunque Álvarez ironiza con la normatividad de manera reforzada, en Trelles también se advierte una intención semejante a la del cubano: ambos descontextualizan sus referentes decimonónicos y los mezclan con otros elementos icónicos, estilísticos o temáticos de sus respectivas tradiciones nacionales. La fragmentación como procedimiento pudiera leerse, en ambos casos, como un acto paródico hacia la institución del Arte. Ambos artistas confluyen en “un intento de reconceptualizar, de reescribir la historia de una manera divergente del paradigma marxista, e incluso, en un sentido más general, de todos los paradigmas modernistas... conceptualización que problematiza la Historia y la historia, la memoria y la representación” (Huyssen, 1997, p.4). Ambos se afincan en la memoria que les llega de la pintura costumbrista decimonónica para proponer un sentido de la Historia como continuidad, impulsados por la sospecha que les produce la recurrencia de los acontecimientos, la repetición de los mismos gestos y la preminencia de paradigmas equivalentes en circunstancias y contextos diametralmente opuestos.
Para Álvarez y para Trelles, la fragmentación y el collage resultan métodos constructivos eficaces porque el signo extrapolado, o descontextualizado, mantiene y readecua sus múltiples características y significaciones en la nueva obra, y en el nuevo contexto. Ninguno de estos dos plásticos toma sus referentes al azar o se propone jugar libremente con la ilusión estilística: conscientes de la carga semántica de cada elemento del que se apropian, crean una suerte de palimpsestos, o redes de sentidos, que serán decodificados en mayor o menor medida, de acuerdo con la capacidad de asociación de cada espectador, o con el conocimiento que cada uno tenga de su historia nacional y de su tradición artística. Por lo tanto, en ninguno de los dos la mirada al pasado, a partir de la acumulación de referentes, se convierte en un mero procedimiento descriptivo; sino que demanda el análisis y la reflexión que pudiera sugerir aquella significación original en el nuevo contexto.
Pedro Álvarez y Rafael Trelles, exponentes ambos de la plástica contemporánea en el Caribe hispano, encontraron en dos hitos del siglo xix un vehículo de expresión para dinamitar las etiquetas fijadas por la historia del arte y para repensar la actualidad de sus respectivas islas. El significado autorreferencial de las obras de estos dos autores, relacionado con el diálogo que establecen con sus campos artísticos, se enriquece con las asociaciones a sus respectivos contextos nacionales. En ese sentido, podría aplicarse en ambos las palabras con que Lupe Álvarez (1998) definió una de las particularidades de la plástica cubana de los noventa: “El simulacro, como modo privilegiado de producir sentido, ha puesto en evidencia la crisis de autenticidad que padece nuestra sociedad, la doble moral reconocida y aceptada, la impostura encubierta” (citada en Eligio, 2004, p.18). Estudiar el pasado no los descompromete de su realidad, sino todo lo contrario: a pesar de sus circunstancias diferentes, tanto en uno como en otro se advierte una preocupación similar por el destino de sus identidades nacionales, por el sentido de su historia patria, por la (re)actualización de su tradición artística o por las funciones del intelectual. El pasado les permite pensar en su presente, y proyectarse hacia el futuro.
Referencias
Boime, A. (1983). Oller y el nacionalismo puertorriqueño del siglo xix. En Venegas, H. (ed.), Francisco Oller, un realista del impresionismo (p. 48). Ponce: Museo de Arte de Ponce.
Eligio, A. (Tonel) (2004). Árbol de muchas playas: del arte cubano en movimiento (1980-1999). Artecubano (2), 10-24.
González Lamela, M. del P. (1992). Rafael Trelles: reflexiones en torno a El Velorio de Francisco Oller, una nueva propuesta. En Trelles, R., Visitas al Velorio (instalación en homenaje a Francisco Oller) (p. 7-10). Río Piedras: Museo de Antropología, Historia y Arte.
Huyssen, A. (1997). Memorias de utopía. Unión (27), 4-10.
Lescano, M. (1941). Víctor Patricio Landaluce. A propósito de la exposición de sus obras en el Lyceum Lawn Tennis. Arquitectura (94-95), 162-166.
Mateo Palmer, M. (1996). La literatura caribeña al cierre del siglo. Temas (6), 23-34.
Portuondo, J. A. (1972). Landaluce y el costumbrismo en Cuba. Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, 3 (1), 51-83.
Sánchez, S. (2000). El juego de Pedro Álvarez: la Historia como carambola. [Entrada de blog]. Recuperado de https://susetsanchez.wordpress.com/entrevistas/pedro-alvarez/
Venegas, H. (ed.) (1983). Francisco Oller, un realista del impresionismo. Ponce: Museo de Arte de Ponce.
1 Para la reproducción de las obras que ilustran este trabajo, agradezco la gentil colaboración de Rafael Trelles; de Carmen María Cabrera Álvarez, viuda y heredera de Pedro Álvarez; del Museo Nacional de Bellas Artes en La Habana y del Museo de Historia, Antropología y Arte de la Universidad de Puerto Rico.
2 Debo aclarar que aun cuando el propio Álvarez se había referido a esta obra con el título “Al socialismo debemos todo lo que somos”, su verdadera nominación es “S/T”, de la serie Variaciones sobre el fin de Historia.
3 1886.
4 1998.
5 1880.
6 1993.
7 1997.
8 1880.
9 1993.
10 1995.
11 Editada en Nueva York en 1882, aunque pensada durante muchos años –su primera versión, en la extensión de cuento, fue publicada en 1939–, esta novela es reconocida por la crítica como la más importante del siglo XIX cubano. Aunque el hilo conductor se centra principalmente en la historia de desamor que tiene lugar entre Cecilia Valdés –una mulata hermosísima y de extracción humilde que “parece blanca”– y Leonardo Gamboa –un joven estudiante habanero, hijo de una familia rica–, esta obra ofrece un gran lienzo de la sociedad cubana decimonónica a través de una gran cantidad de personajes, estratos, escenarios, tradiciones y conflictos, de manera que se sintetizan, sin que puedan separarse unos de otros, los dramas individuales de sus personajes con sus conflictos generacionales, raciales y sociales.
12 Artista autodidacta y multifacético, es reconocido por la crítica como el primer pintor puertorriqueño y como una de las mejores expresiones del rococó latinoamericano.
13 1976.
14 1957.
15 1975.
16 Me refiero a “El pan nuestro” (1905), valorada como la obra maestra de Frade.
17 En el año 2009, por ejemplo, Rafael Trelles incluyó la imagen del planeta Tierra con un sentido alentador en el diseño de la campaña de sellos de la Asociación Puertorriqueña del Pulmón. El artista decidió representar a los Tres Reyes Magos de Oriente de manera distinta a como los ha fijado la tradición: sus regalos son un ala, el planeta Tierra y una rosa.
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