Revista de
Historia

ISSN 1012-9790

Páginas de la 7 a la 12 del documento impreso.




Presentación

Dossier Historia y literatura: aproximaciones desde Centroamérica

Jordi Canal*

EHESS, París

Sostiene el escritor nicaragüense Sergio Ramírez que historia y literatura son hermanas siamesas. La novela en América Latina, apunta, “ha dado cabida siempre a lo inverosímil, porque lo inverosímil está en la realidad y en los hechos de la historia que por eso mismo nos llenan de perplejidad. Siempre nos hemos movido entre la sorpresa y el asombro, la exageración de lo real y la incredulidad ante lo verdadero, acostumbrados a ver la historia como novela y la novela como sustituto de la historia, porque ambas parecen vivir en el mismo territorio tan dual de la imaginación, como hermanas siamesas que son”. Y, acto seguido, añade: “Es lo que deberíamos llamar la anormalidad constante. Y eso de que tantas veces no podamos distinguir entre hechos reales y hechos de la imaginación, hace que entre historia y novela se cree un tráfico de intercambios, y así, ambos se llegan a prestar sus instrumentos y sus procedimientos a la hora de narrar. Se supone que la literatura miente, y que la historia dice la verdad. ¿Pero quién miente a quién?”. 1 La pregunta resulta, evidentemente, bien pertinente.

A lo largo de casi todo el siglo XX historia y literatura han mantenido unas relaciones que pueden ser calificadas, como mínimo, de distantes. La voluntad de los historiadores de construir una disciplina propia, avanzar en la profesionalización y presentarse como científicos o científicos sociales conllevó el rechazo, más o menos explícito, de todos aquellos elementos que pudieran asimilar su trabajo al de los narradores literarios. En este sentido, historia y literatura no podían compartir nada o casi nada. Esta posición ha tenido efectos muy destacables en el campo historiográfico. En primer lugar, el abandono de la literatura como objeto de estudio y reflexión. La historia de la literatura constituye una materia que pertenece al terreno académico de la filología. No siempre las relaciones de esta con la historia, también como disciplina, han resultado plácidas. Las divisiones e intereses académicos no coinciden necesariamente con los intereses y caminos del conocimiento. Las novelas no son ni una fuente ni un motivo ornamental, sino productos literarios a los que resulta imposible aproximarse sin la debida sensibilidad: “Leer una novela es un arte difícil y complejo. No sólo requiere gran sutileza perceptiva, sino también extraordinaria audacia imaginativa si queremos aprovechar todo lo que el novelista –el gran artista- nos ofrece”, escribía Virginia Wolf.2 La literatura debe interesar al historiador como parte integrante de la propia reflexión histórica, lo que se produce, en palabras de Isabel Burdiel, “cuando se considera a los escritores, a sus creaciones y a sus personajes –y las posibles lecturas que suscitaron- como actores históricos por derecho propio, aunque con características expresivas peculiares”.3

En segundo lugar, el descuido por parte de los historiadores, de forma inconsciente o plenamente intencionada, de los aspectos formales y conceptuales de la escritura. Los historiadores españoles y latinoamericanos escriben normalmente, con lógicas y meritorias excepciones, bastante mal, aunque ya no vivamos por fortuna, a principios del siglo XXI, en épocas de feísmo extremo y total dejadez estilística. El problema no es exclusivo, sin embargo, ni de los historiadores ni tampoco de los que utilizan la lengua castellana. Silvio Lanaro, en Raccontare la storia, afirmaba que los historiadores italianos escribían muy mal e indicaba la principal razón, que no era otra que el hecho de no plantearse, ni en términos teóricos ni tampoco prácticos, la cuestión de la escritura como elemento constitutivo de la investigación y de su misma articulación conceptual.4 Esto es lo que sí hacen, para poner un par de ejemplos, Luis González en Pueblo en vilo, al adaptar, en un admirable ejercicio, la manera de relatar al sujeto tratado, huyendo del lenguaje académico, o bien Carlos Gil Andrés en Piedralén, en donde, al mismo tiempo que se da forma a la vida del personaje principal, se cuenta el propio proceso de reconstrucción histórica que el autor ha llevado a cabo.5 El yo está afortunadamente de retorno en los libros de historia.6

El problema de la escritura no es nuevo, pero tampoco demasiado viejo. En De la connaissance historique, Henri-Irénée Marrou se refería ya a algunos historiadores –británicos, por más señas- que se esforzaban en escribir mal, sacrificando la elegancia y la corrección, para asegurarse así ser tomados en serio.7 En la inacabada Apologie pour l’histoire ou Métier d’historien, elaborada en la primera mitad de los años 1940, Marc Bloch recordaba que no existía ninguna contradicción en satisfacer al mismo tiempo la inteligencia y la sensibilidad del lector, e invitaba a no negar “a nuestra ciencia su parte de poesía”.8 No obstante, entre la década de los cincuenta y la de los ochenta, la extendida confusión entre el rigor y la seriedad, de una parte, y la tristeza, el aburrimiento y la dejadez literaria, de otra, resultó altamente perniciosa. En el camino hacia la profesionalización del historiador y la adquisición de patente de cientificidad hubo un deseado alejamiento de todo aquello que resultara sospechoso de rebajar su estatuto y, muy especialmente, de la literatura. Una cuidada escritura constituía, en este sentido, uno de los principales peligros que podía acechar a la historia supuestamente científica. Sin embargo, contraponer narración y argumentación es, como mínimo, tan equívoco como identificar narración y ficción, pues ni los dos primeros términos resultan excluyentes, ni los dos siguientes coinciden exclusiva y necesariamente. Para volver a Marrou y al margen de los excesos derivados del enfrentamiento entre ciencia y arte, resulta evidente que el buen historiador debe ser al mismo tiempo un buen escritor.9

La escritura forma parte, igualmente como la investigación en los archivos o las consultas bibliográficas, de la tarea básica del historiador. Y a ello necesita dedicar, en consecuencia, notorios esfuerzos. Los historiadores producen relatos; narran, en fin de cuentas. Una cuidada escritura, adecuada siempre al público al que los textos están dirigidos –no siempre necesariamente el mismo, como las diferencias entre la elaboración de un artículo en una revista especializada o en otra de divulgación, o entre una tesis doctoral y un libro de síntesis, muestran de forma nítida-, no afecta ni a la rigurosidad ni a la cientificidad, pretendida o no, del producto, sino todo lo contrario. Los historiadores no solamente deberían escribir para los historiadores. Aunque no constituya el único problema que explique el fenómeno, resulta evidente que la suma de redactar pensando solo en los colegas y, además, hacerlo mal ha provocado que los historiadores, con alguna notable exclusión, se hayan quedado sin lectores. Y, evidentemente, el hambre de historia de la sociedad, para decirlo en las palabras de John Lukacs en The Future of History, ha pasado a ser saciado por otros colectivos, sobre todo por literatos y periodistas.10

La situación está cambiando, sin embargo, desde hace unas pocas décadas. Los lazos entre historia y literatura han sufrido algunas transformaciones que merecen ser destacadas y analizadas: desde la irrupción de las tesis discursivas de Hayden White –y la reducción de la historia a un relato como tantos otros- hasta el enorme éxito de la novela histórica y la biografía, pasando por la aparición de propuestas nuevas de escribir historia o por la aproximación cada vez más decidida de los literatos a los libros de historia y de los historiadores a las novelas y otros productos literarios, más allá de la simple y simplista consideración de estos como fuente auxiliar o de segundo orden. La literatura ofrece -al historiador, entre otros- la posibilidad de acercarse al otro y de multiplicar las vidas. Una novela puede iluminar más adecuadamente, en ocasiones, un aspecto del pasado que cien documentos. Ello resulta especialmente evidente a la hora de acercarnos a los individuos, a los auténticos actores de la historia, que quizás han sido excesivamente olvidados en algunos momentos a favor de las estructuras, ya sean sociales o económicas, culturales o políticas. Las actitudes, reacciones, emociones o sentimientos, por ejemplo, frecuentemente inalcanzables para el historiador a partir del trabajo con sus fuentes más habituales, pueden ser a veces reconstruidas o, si se quiere, imaginadas a partir de la literatura. La imaginación resulta, en este sentido, fundamental.11 En las novelas se encuentra, según Mario Vargas Llosa, un claro reflejo de la subjetividad de una época.12 Evidentemente, lo que en ellas resulta verdadero -verdad en la mentiras- se convierte, a lo sumo, tras un riguroso proceso de crítica y análisis histórico, en hipotéticamente verosímil. De esta manera avanza, la mayor parte de las veces, la disciplina histórica.

La creciente e influyente presencia de libros que se sitúan en un espacio de intersección entre los campos de la historia y de la literatura resulta, asimismo, un elemento a tener en cuenta. Ficción e historia comparten una frontera permeable, en la que, incluso, algunos relatos se instalan conscientemente. Anatomía de un instante, de Javier Cercas, HHhH, de Laurent Binet, o Limonov, de Emmanuel Carrère, para citar solamente novelas o supuestas novelas recientes –la ficción y la no ficción se dan la mano-, nos sirven de muestra.13 Al fin y al cabo, la historia tiene mucho de literatura, mientras que la novela constituye también una forma de conocimiento del pasado y del presente.14 Historia y literatura ya no se presentan como opuestas, sino como complementarias en tanto que maneras, tan distintas como cercanas, de conocer e interpretar el pasado y el presente. Como escribiera Henning Mankell, como colofón de Den Orolige Mannen, la novela que termina con Kurt Wallander sumido progresivamente en la oscuridad, acompañado por su hija Linda, policía como él, y su nieta Klara: “Como la mayoría de escritores, escribo para que el mundo resulte más comprensible, al menos en cierta medida, pues la ficción puede superar en ocasiones al realismo documental”.15


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El dossier que podrán leer a continuación, dedicado al diálogo entre historia y literatura desde el espacio centroamericano, se abre con un texto de Patricia Vega Jiménez consagrado a la participación de los escritores en la prensa de Costa Rica entre 1833 –con la edición de los semanarios El Noticioso Universal y El Correo de Costa Rica- y 1950, y, asimismo, el papel desarrollado por los periódicos costarricenses en la divulgación literaria. Este análisis detallado no solamente muestra las estrechas relaciones y complicidades entre periodismo y literatura, sino también las coincidencias entre escritores y periodistas, tanto en el siglo XIX como en el XX. En el segundo de los artículos del dossier, Diana Rojas Mejías aborda el estudio de la Editorial Costa Rica, entre su creación en 1959 y 1987 –el momento de crisis económica de la empresa-, como un espacio de poder cultural. La editorial y sus publicaciones se convirtieron en lugares de lucha entre intelectuales, en un triple plano: la obtención de recursos estatales, la legitimidad literaria y la afinidad ideológica. La autora se ocupa del proyecto fundacional de Editorial Costa Rica, de los debates provocados por el contenido de las obras y, finalmente, de la competencia con otras entidades en el mercado nacional de publicaciones y en la asignación de recursos estatales.

Los artículos de Werner Mackenbach y Mónica Albizúrez Gil se adentran en un tema clásico de notable interés, aunque desde perspectivas algo distintas: las escrituras de viaje en y sobre Centroamérica. Mackenbach analiza los libros de tres viajeros alemanes, dos del siglo XIX -Wanderbilderaus Central-Amerika. Skizzen eines deutschen Malers (1853), de Wilhelm Heine, y Reisenach Central-Amerika (1863), de Wilhelm Marr- y uno de la centuria siguiente, Nicaragua-Tagebuch (1985), de Franz Xaver Kroetz. El autor muestra el interés evidente de estos escritos –ni meras reproducciones de ideologías colonialista y racistas, ni tampoco documentos que ofrecen simple información fidedigna para la generación de conocimiento histórico- para el estudio de las relaciones entre Europa y América y sus representaciones, tanto en las literaturas europeas como latinoamericanas. Albizúrez Gil, por su parte, se acerca a distintas prácticas escriturales viajeras, en tanto que representaciones de una resignificación de espacios e identidades, para mostrar las construcciones de género en el siglo XIX, con sus silencios, ansiedades y aspiraciones.

Los dos últimos trabajos que componen este dossier dedicado a las relaciones entre historia y literatura desde Centroamérica se centran en novelas concretas, publicadas en el último lustro: Tikal Futura. Memorias para un futuro incierto (novelita futurista) (2012), del guatemalteco-nicaragüense Franz Galich, y Dios tenía miedo (2011), de la salvadoreña Vanessa Núñez Handal. Patricia Alvarenga estudia la obra de Galich poniéndola en relación con la literatura histórica y sociológica sobre la Guatemala contemporánea y con los análisis sobre la construcción de la subjetividad. Tikal Futura es una obra póstuma e inconclusa, que constituye una auténtica reflexión ficcional sobre el poder, profundamente marcada por los Acuerdos de Paz de 1996. La aproximación de Valeria Grinberg Pla a la obra de Núñez Handal se basa en el interesante trabajo de memoria de esta autora, a través de una exploración auto-ficcional que supone una novedad eficaz en el marco de las representaciones de la guerra en El Salvador entre 1980 y 1992. Esta media docena de colaboraciones, de autores que provienen de la historia política o sociocultural, de la crítica literaria o la historia de la literatura y de la historia del periodismo, permiten reflexionar, en conjunto, sobre las sinuosas relaciones entre estas “hermanas siamesas”, la historia y la literatura, de las que hablaba, en el texto citado al principio de estas páginas, el gran escritor Sergio Ramírez. Este dossier constituye, por encima de todo, una clara y convencida invitación al diálogo.


1* Español. Doctor en Historia. Profesor en la École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS) de París. Correo electrónico: canal@ehess.fr

Sergio Ramírez, “Hermanas siamesas”, publicado en octubre de 2015 en la web Portal de Historia de la Fundación Mapfre. No se puede acceder actualmente a este texto. El artículo aparecerá en breve en un dossier publicado en la revista Ius Fugit, en prensa.

2 Virginia Woolf, ¿Cómo debería leerse un libro? [1932] (Barcelona, España: José J. de Olañeta Editor, 2012), 29.

3 Isabel Burdiel, “Lo imaginado como materia interpretativa para la historia. A propósito del monstruo de Frankestein”, en: Isabel Burdiel y Justo Serna, Literatura e historia cultural o Por qué los historiadores deberíamos leer novelas (Valencia, España: Episteme, 1996), 3.

4 Silvio Lanaro, Raccontare la storia. Generi, narrazioni, discorsi (Venecia, Italia: Marsili, 2004), 143.

5 Luis González, Pueblo en vilo [1968] (México, D.F.: FCE, 2001). Carlos Gil Andrés, Piedralén. Historia de un campesino. De Cuba a la Guerra Civil (Madrid, España: Marcial Pons, 2010). Del primer autor, cf. también El oficio de historiar (Zamora, El Colegio de Michoacán, 1999).

6 Jordi Canal, “El yo del historiador, la escritura y la literatura”, publicado en diciembre de 2015 en la web Portal de Historia de la Fundación Mapfre. No se puede acceder actualmente a este texto. El artículo aparecerá en breve en un dossier publicado en la revista Ius Fugit, en prensa.

7 Henri-Irénée Marrou, De la connaissance historique [1954] (París, Francia: Éditions du Seuil, 1975), 273.

8 Marc Bloch, Apologie pour l’histoire ou Métier d’historien, edición anotada por Étienne Bloch (París, Francia: Armand Colin, 1997), 40.

9 Marrou, 273.

10 John Lukacs, El futuro de la Historia (Madrid, España: Turner, 2011).

11 Jordi Canal, “El historiador y las novelas”, Ayer (España) 97 (2015): 13-23.

12 Mario Vargas Llosa, La verdad de las mentiras. Ensayos sobre la novela moderna (Barcelona, Círculo de Lectores, 1990 / nueva edición revisada y ampliada, en: Madrid, España: Alfaguara, 2002, 23).

13 Javier Cercas, Anatomía de un instante (Barcelona, España: Mondadori, 2009). Laurent Binet, HHhH, (París, Francia: Grasset, 2009). Emmanuel Carrère, Limonov (París, Francia: P.O.L., 2011).

14 Entre otros trabajos recientes, Antoine Compagnon, “Histoire et littérature, symptôme de la crise des disciplines”, Le Débat (Francia) 165 (2011): 62-70; François Hartog, “Ce que la littérature fait de l’histoire et à l’histoire”, Fabula/Les colloques, Littérature et histoire en débats, disponible en: http://www.fabula.org/colloques/document2088.php; Ivan Jablonka, L’histoire est une littérature contemporaine. Manifeste pour les sciences sociales (París, Francia: Éditions du Seuil, 2014); y, asimismo, Javier Cercas, El punto ciego (Barcelona, España: Penguin Random House, 2016).

15 Henning Mankell, El hombre inquieto [2009] (Barcelona, España: Tusquets, 2010), 589.

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